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La pistola aún humeaba en la mano de Kate.

Se volvió rápidamente hacia Brown.

– ¿Está bien?

Él apenas podía mover la cabeza, pero consiguió articular un «Bien».

Kate buscó el pulso en la muñeca del conservador.

– Ha muerto -dijo, y miró a Brown.

En la distancia se oían las sirenas.

– Tome. -Kate colocó la 38 en las manos rígidas de Brown-. Sujete esto antes de que llegue la caballería.

Las palabras de Brown eran como un suspiro entrecortado:

– No… se lo creerán. Estoy… paralizado.

– Claro que sí -dijo Kate, apretándole los dedos alrededor del cañón-. Le disparó el sedante justo cuando le disparó, ¿vale?

Los ojos de Brown buscaban los de Kate.

– Pero… ¿por qué?

– Porque yo no soy más que una civil, ¿recuerda, Floyd? Pero a usted lo recordarán como el poli que mató al artista de la muerte.

Los coches patrulla llenaban la calle.

Las luces intermitentes bañaban de ámbar el antiguo edificio portuario.

Las sirenas electrificaban el ambiente nocturno.

– Le ha disparado Brown -informó Kate a Mead y Tapell.

Brown apenas podía mover los dedos. Kate observó a un par de enfermeros que le ponían una inyección.

Introdujeron a Willie en una ambulancia. Kate le rozó la mejilla, le frotó la frente y procuró contener las lágrimas.

– Tranquilo, ¿vale?

Un enfermero rasgó la pernera de Willie y le aplicó desinfectante amarillo sobre el muslo herido. Luego empezó a vendarlo con gasas. Un segundo enfermero estaba vendándole el corte de la mano.

– Te pondrás bien -le susurró Kate.

– Claro que sí -respondió Willie con voz ronca-. Es la… mano izquierda. Yo pinto… con la derecha.

45

Las noticias del fallecimiento del artista de la muerte llenaron los periódicos durante días; semanas en el caso de la prensa sensacionalista. El perfil psicológico de Schuyler Mills era el tema de los artículos de fondo de Time y Newsweek; las opiniones de Mitch Freeman, psiquiatra del FBI, aparecían constantemente. Los colaboradores de Schuyler, Amy Schwartz y Raphael Perez, se convirtieron inmediatamente en estrellas mediáticas. Incluso se rumoreó que el apuesto conservador hispano iba a interpretarse a sí mismo en la película El artista de la muerte, que empezó a reproducirse a los pocos días tras la muerte del asesino. Mead también tenía mucho que decir, aparecía sentando cátedra y chasqueando la lengua en programas sensacionalistas de televisión como Geraldo. Sólo Floyd Brown, considerado el héroe del día (el alcalde quería otorgarle una medalla, que él rehusó), se resistía a la llamada de los focos.

El artista de la muerte había conseguido la fama.

ArtNews publicó un reportaje de seis páginas que analizaba los asesinatos, aparte de mostrar las fotografías de las escenas de los crímenes junto con las obras en las que se habían basado. En la policía nadie sabía cómo habían llegado las fotografías a la revista. La familia de Ethan Stein demandó a ArtNews y al Departamento de Policía de Nueva York. También demandaron a la Galería Ward Wasserman, que realizó una exposición conmemorativa de Stein de la que se vendió todo sin que la familia recibiera un céntimo.

Los herederos de Amanda Lowe exigían derechos por el uso de las fotos de Amanda muerta o por la mención de su nombre, gracias a la nueva marca que habían registrado. Se rumoreaba que ya les debían medio millón de dólares aproximadamente, pero que tenían problemas para cobrar el dinero.

Las heridas y arañazos de Willie se iban curando. Había vuelto al estudio, a trabajar. Era una necesidad. Prácticamente todas las obras que pintaba estaban ya apalabradas o vendidas. Los coleccionistas se disputaban las posiciones en la lista de espera de obras futuras. Bromeaba con Kate sobre el hecho de que, si hubiera muerto, la demanda aún habría sido mayor. A Kate no le hacía gracia. Cada día daba gracias a Dios por haber podido salvarle.

Kate tenía una sensación de vacío combinada con melancolía. Llenaba su tiempo con obras de caridad: formando clases de séptimo curso para chicos necesitados y buscando padres adoptivos a través de la organización Hágase el Futuro, instauró unas becas patrocinadas por la Fundación Maureen Slattery e incluso donó una suma considerable al Departamento de Policía de Nueva York, también en nombre de la joven policía muerta.

Y Richard y ella estaban más unidos; intentaban dejar atrás la rabia, las sospechas y el resentimiento acumulado durante las últimas semanas, y se dedicaban sobremanera -aunque quizá de forma poco natural- a tener en cuenta las necesidades y sentimientos del otro. Kate le compró a Richard un nuevo par de gemelos con una palabra grabada: «Perdón.» Richard adquirió la costumbre de ir dejando pequeños regalos -una pulsera fina de oro, un pañuelo pintado a mano- sobre su almohada cada mañana antes de irse a trabajar, siempre con la misma nota: «Te quiero.» Pero las dudas sobre Elena le seguían preocupando. ¿Por qué se había relacionado la chica con gente como Damien Trip? Kate no podía entenderlo, y ahora ya no habría modo de saberlo. Quizá Richard tuviera razón al decir que nunca acabas de conocer del todo a otra persona.

Pero esa idea no hacía más que afligirla. La pregunta más importante -por qué había hecho Elena esas películas, por qué necesitaba el dinero- era algo que Kate necesitaba descubrir.

¿Quería ver realmente a la señora Solana? Kate estaba bastante segura de que la mujer no deseaba verla. Pero ahí estaba en ese momento, llamando a la puerta de su casa.

Al principio, cuando vio a Kate, a Mendoza se le endureció la expresión, pero sólo duró un segundo. No parecía que tuviera fuerzas para mantener el enfado.

– ¿Puedo entrar? -preguntó Kate.

Mendoza dudó, pero abrió la puerta. Estaba delgado y parecía cansado, mucho más viejo de lo que Kate recordaba.

– He venido a ver a la señora Solana.

Mendoza asintió, como si la esperaran.

Kate lo siguió por el largo y estrecho pasillo del piso. Olía a fluidos corporales y a desinfectante. Al final del vestíbulo, Mendoza abrió una puerta que daba al dormitorio.

La mujer que estaba en la cama era Margarita Solana, pero apenas se la reconocía. La que había sido una mujer bella estaba ahora consumida, y su brillante cabellera negra era una tela de araña que se extendía sobre la almohada. Tenía las mejillas hundidas y unos hoyuelos profundos en las comisuras de la boca. Los ojos oscuros, muy parecidos a los de Elena, también estaban hundidos.

– Lo único que le queda ahora son las medicinas -dijo Mendoza-. Muchas medicinas.

Kate pasó la mirada por la mesita de noche, que estaba cubierta de suficientes píldoras como para abastecer a una farmacia pequeña.

– Es una mujer orgullosa -añadió Mendoza-. Nunca quiso que nadie lo supiera.

Se frotó un bulto amoratado que tenía en el dorso de la mano, cerró los ojos un momento y tembló como si le hubiera dado un escalofrío. Pero en la habitación hacía un calor sofocante.

– ¡Luis! -le llamó Margarita Solana.

Mendoza fue hacia ella y le frotó la frente.

– Shhh, mi amor, shhh… -Le besó los labios temblorosos y le habló en un susurro-. Ha venido alguien a verte, mi amor.

Kate avanzó un paso.

La señora Solana puso los ojos sobre ella y consiguió levantar una mano huesuda.

Kate la tomó suavemente.

– Lo siento -dijo.

La mujer sacudió la cabeza lentamente mientras agarraba un crucifijo de plata que le colgaba de una gruesa cadena del cuello.

– Le he preguntado muchas veces a Jesús por qué han tenido que pasar todas estas cosas -dijo-, pero no me da una respuesta.