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– Yo le he hecho la misma pregunta -dijo Kate.

– Elena era una buena chica. -La señora Solana levantó la vista para mirar a Kate-. Una buena chica.

– Sí -dijo suavemente Kate-. Sí que lo era.

Margarita Solana asintió.

– Mi hija la quería mucho y… yo soy una mujer celosa. -Dejó el crucifijo y puso la otra mano sobre la de Kate-. Pero Jesús me ha obligado a mirar dentro de mi corazón. Quiero perdonar, y le pido que también me perdone.

Kate sintió las lágrimas que le rodaban por las mejillas.

– Claro que sí.

Lo vio todo claro. La madre de Elena y Mendoza, ex drogadictos y ahora enfermos terminales; Elena, que les compraba las medicinas que necesitaban tan desesperadamente.

– Estamos pagando por todos aquellos años -dijo Margarita, con las mejillas cubiertas de lágrimas. Miró a Kate con una tímida sonrisa en los labios-. Pero ahora ya está. Es sólo cuestión de tiempo. Estoy preparada.

Apartó la vista y miró a Mendoza, al otro lado de la habitación mal iluminada, que apoyaba su flaca silueta contra la puerta.

– No -dijo Kate-. Hay todo tipo de medicinas nuevas. Algunas son muy eficaces. Pueden…

– No tengo dinero para eso -alegó la mujer, girándose de nuevo-. Ya no. Y la vergüenza…

– No hay que avergonzarse de estar enfermo -dijo Kate-. Por favor, déjeme ayudarla.

La mujer negó con la cabeza.

– Por favor -dijo Kate-, tiene que dejarme.

UNA SEMANA DESPUÉS

El estudio de grabación era de lo más moderno. Seis personas se movían incesantemente por la sala, y otras dos estaban dentro de una cámara insonorizada.

Era el equipo que había contratado Kate para trabajar en el cedé inacabado de Elena.

Un tipo estaba operando una enorme consola como si fuera un controlador aéreo, ajustando las palancas y niveles, apretando botones, con el ceño fruncido y los labios apretados. Hacía señales a otro tipo que estaba encorvado frente al ordenador. Llevaba unas gafas tan gruesas que sus ojos parecían pelotas de golf.

– Eh, Danny, enlaza esto con la secuencia ciento tres.

– Ya lo tengo -dijo Danny.

Una mujer más bien joven gritó:

– Esta es la última para la cinta dat.

– Vale -respondió el tipo de la consola. Se quitó los auriculares y asintió mirando hacia Kate-. Ahora estamos combinando varias pistas, todo según las notas de Elena que, gracias a Dios, están escritas con todo detalle. Danny está trabajando aquí con un increíble programa informático nuevo que te permite insertar un fragmento en cualquier lado, en cualquier momento. Se llama Protools. Es genial.

– ¿Qué es una cinta dat? -preguntó Kate.

– La grabación maestra. De la que sacaremos los cedés y las cintas cuando esté acabada. -Se volvió a poner los auriculares, comprobó el panel, ajustó una palanca y se volvió a quitar los auriculares-. ¿Quiere escucharla?

Kate se puso los auriculares. La voz cristalina de Elena trazaba escalas, deslizándose, subiendo y cayendo en picado, llena de vida. De fondo habían superpuesto la voz de Elena hablando, recitando, casi contando una historia, pero totalmente abstracta. Las dos formas de expresión se fundían en una especie de música visual por la que Elena se había hecho famosa en el mundillo artístico. Lo único que faltaba era ella en persona. Kate cerró los ojos y se imaginó a Elena en un escenario de un blanco inmaculado.

– Esta es la última pieza del cedé -dijo el técnico-. ¿Cómo le suena?

Kate estaba escuchando a Elena, pero leyó los labios del tipo.

– Bonito -le dijo-, realmente bonito.

Sonrió y les hizo a los otros técnicos la señal de la victoria.

Las palabras y la música de Elena estaban sonando en algún lugar muy dentro de la cabeza de Kate.

– ¿Tiene nombre? -preguntó.

El técnico fue a consultar al tipo del ordenador.

– Danny, esta última pieza, ¿tiene nombre?

Kate levantó uno de los auriculares mientras esperaba, escuchando aún a Elena y la increíble música que le llegaba por el otro oído.

Danny consultó una hoja de las notas de Elena.

– Sí -dijo-. Se llama Canción para Kate.

AGRADECIMIENTOS

En esta primera novela recibí la ayuda y el apoyo de las siguientes personas:

Mi hija, Doria, lectora y escritora que sabe escuchar.

Mi hermana, Roberta, mi primera editora.

Mi madre, Edith, que me enseñó, entre otras cosas, el arte de embellecer una historia.

Mi cuñada, Kathy Rolland, por su generosidad de espíritu.

Jane O'Keefe, por la inspiración y su leal amistad.

Jan Heller Levi, que me enseñó tantas cosas que no podría mencionarlas aquí.

Janice Deaner, por ayudarme a convertir el libro en una realidad.

Gracias a los siguientes amigos que no sólo me han ayudado, sino que han escuchado mis lamentos durante años: Susan Crile, Ward Mintz y Floyd Lattin, Marcia Tucker, Graham Leader, Jane Kent y David Storey, Judd Tully, Lynn Freed, Elaina Richardson, Jon Giswold, Jane y Jack Rivkin, Caren y Dave Cross, Richard Shebairo, Jim Kempner, Valerie McKenzie, Elizabeth Frank y Reiner Leist y el resto de mis compañeros del estudio de la décima planta, David, Lisa, Sally, y Regina…

Más agradecimientos:

A Suzanne Gluck, una gran agente.

A Trish Grader por sus correcciones excelentes y compasivas, y también a Sarah Durand.

A Richard Abate por ser un guía inflexible.

A la Corporation of Yaddo, que ha alimentado mi pasión por la pintura, me ha permitido escribir y ha evitado que pierda la cordura (en más de una ocasión).

Y a mi esposa, Joy, por todo lo demás.

Jonathan Santlofer

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