Charles Sheffield
El ascenso de Proteo
A Raquel, Tom, Adam, Jenny, Daniel,
y la gran pequeña Emma
PRIMERA PARTE
1
El nuevo catálogo de otoño había llegado esa mañana. Behrooz Wolf, como millones de personas más, se había preparado para una velada de análisis y comparación de precios. Como de costumbre, había muchas variaciones sobre la mayoría de las viejas formas, más un atractivo conjunto de formas nuevas que la CEB lanzaba por primera vez. Bey pulsó las teclas para desplegar los catálogos, estudió las imágenes y los precios y marcó algunas formas para tenerlas en cuenta.
Al cabo de una hora perdió interés y prestó menos atención. Bostezó, dejó el catálogo y fue hasta su escritorio. Recogió un par de textos sobre teoría del cambio de formas, los hojeó y al fin, inquieto, registró sus anaqueles. Recogió de nuevo el catálogo de la CEB. Cuando sonó el holófono, soltó un instintivo gruñido de fastidio, pero se alegró de la interrupción. Apretó el control remoto de la muñeca.
—¿Bey? Conecta el enlace visual, por favor —dijo una voz desde la pantalla de la pared.
Wolf se tocó de nuevo la muñeca, y la jovial y rubicunda cara de John Larsen apareció en el holograma de la pared. Larsen miró el catálogo que Bey tenía en la mano y sonrió.
—No sabía que ya había salido, Bey. La fecha oficial de publicación es mañana. Aún no he podido ver si ha llegado el mío. Lamento llamarte a esta hora, pero todavía estoy en la oficina.
—No hay problema. De todos modos, no me podía interesar demasiado en esto. Es la lata de siempre. Las formas más atractivas requieren mil horas de trabajo con las máquinas, o bien tienen un promedio de vida bajo.
—O requieren gran cantidad de almacenamiento de datos, si se parecen a las ofertas de la primavera pasada. ¿Cómo andan los precios?
—De nuevo arriba. Y tienes razón, también necesitan más almacenamiento. Mira éste, John. —Wolf mostró el catálogo abierto—. Ya tengo mil millones de palabras de almacenamiento primario, y aún no puedo manejarlo. Necesitas cuatro mil millones de palabras para pedirlo.
Larsen soltó un silbido.
—Aun así, ése es nuevo. Es lo más parecido que he visto a una forma de ave. ¿Cuál es su promedio de vida? Apuesto a que malo.
Wolf consultó las tablas del catálogo y asintió.
—Menos de 0,2. Tendrías suerte si te durara diez años. Supongo que estaría bien en baja gravedad, pero de lo contrario no. De hecho, una nota al pie indica que puede servir para volar en gravedad lunar o más baja. Supongo que esperan tener buenas ventas en la FEU.
Cerró el catálogo.
—¿Qué dices, John? Creí que tenías una cita. ¿A qué viene esta llamada nocturna?
Larsen se encogió de hombros.
—Tenemos un misterio. Estoy desconcertado, y es uno de esos problemas ideales para ti. ¿Quieres volver esta noche a la oficina? Tú mandas, pero de veras me gustaría tener tu opinión.
Wolf titubeó.
—No planeaba salir. ¿No podemos resolverlo por la holopantalla?
—No lo creo. Pero quizá pueda mostrarte algo para persuadirte de que vengas. —Larsen alzó una hoja para que se viera en toda la pantalla—. Bey, ¿qué dices de este código de identificación?
Wolf lo estudió con mucha atención y miró inquisitivamente a Larsen.
—Parece bastante normal. ¿Conozco a esa persona? Déjame confirmarlo en mi ordenador personal.
Larsen calló mientras Wolf tecleaba los dígitos del código de identificación cromosómica, que había reemplazado a las huellas dactilares, las huellas de voz y los patrones retínales como método absoluto de identificación. El enlace entre su ordenador personal y los bancos centrales de datos era automático y casi instantáneo. Cuando llegó la respuesta, Wolf frunció el ceño y miró con fastidio a John Larsen.
—¿A qué juegas, John? No hay tal identificación en los archivos centrales. ¿Te la has inventado?
—Ojalá, pero no es tan sencillo.
Larsen estiró la mano y recibió un informe impreso.
—Te dije que era algo raro, Bey. Hace tres horas recibí la llamada de un estudiante de medicina. Esta tarde él estaba en el pabellón de trasplantes del Hospital Central cuando entró un caso de trasplante de hígado. El estudiante sigue un curso sobre análisis de cromosomas, y había faltado a una de las sesiones de laboratorio en que debían probar la técnica en un caso real. Así que tuvo la idea de hacer un chequeo de identificación con una muestra del hígado del donante, para comprobar si había aprendido bien la técnica.
—Eso es ilegal, John. No puede tener licencia para usar ese equipo.
—No la tiene. Lo hizo de todos modos. Cuando llegó a casa, entró el código de identificación en los archivos centrales y pidió la identificación del donante. Los archivos no tenían ninguna identificación similar.
Bey Wolf, escéptico pero intrigado, comentó:
—Habrá cometido un error de medición, John.
—Eso pensé al principio. Pero es un joven excepcional. Por lo pronto, llamó aun sabiendo que podría crearse problemas por hacer el análisis sin autorización. Le advertí que debía de haber cometido un error, pero dijo que lo había hecho tres veces, dos del modo habitual y una tercera con un método más rápido que quería poner a prueba. Obtuvo siempre el mismo resultado. Está seguro de haber manejado la técnica correctamente, y de no haber cometido errores.
—Pero no hay modo de falsear una identificación cromosómica, y todos los seres humanos están registrados en los archivos centrales. Tu estudiante nos está diciendo que analizó un hígado procedente de una persona que nunca existió.
John Larsen pareció complacido.
—Eso quería oírte decir. Yo llegué a la misma conclusión. ¿Bien, Bey? ¿Te veo dentro de una hora?
El chaparrón de esa noche había cesado, y las calles volvían a ser un colorido y salvaje caos. Bey salió de su apartamento y se dirigió hacia la acera móvil más veloz, abriéndose paso con experta facilidad entre la muchedumbre. Con una población que superaba los catorce mil millones de habitantes, el apiñamiento era habitual, de noche o de día, aun en las zonas más pudientes de la ciudad. Wolf, absorto en el problema de Larsen, apenas reparó en la multitud que lo rodeaba.
¿Cómo era posible que alguien hubiera eludido el registro de cromosomas? Se realizaba a los tres meses de edad, después de los tests de humanidad, y se había hecho así durante un siglo. ¿Era posible que el donante fuera viejo, un vejestorio moribundo? Eso era ridículo. Aunque el donante lo quisiera, nadie habría usado un hígado de un siglo para un trasplante. Bey contrajo el delgado rostro en una mueca de desconcierto. ¿Acaso el donante no era de la Tierra? No, eso tampoco lo explicaría. Las identidades de los habitantes de la Federación Espacial Unida estaban archivadas por separado, pero constaban en los registros de los bancos centrales de datos. La respuesta del ordenador habría tardado un poco, pero eso habría sido todo.
Empezaba a sentir esa vieja sensación, una mezcla de entusiasmo con temor a la desilusión. Le agradaba su trabajo en la Oficina de Control de Formas, y no conocía ninguno mejor. Pero aunque le había ido muy bien, no era del todo satisfactorio. Siempre estaba esperando el gran desafío, el problema que llevaría su aptitud al límite. Quizá su oportunidad había llegado. A los treinta y cuatro años, tenía que saber qué hacer de su vida. Era ridículo buscar quimeras como un adolescente.