En un intento de reprimir su ilógica ansiedad y de prepararse para el problema, Bey tecleó su implante de comunicaciones y sintonizó el noticiario. Aparecieron la nariz picuda y la frente curva de Laszlo Dolmetsch, simuladas directamente en los nervios ópticos de Bey. La gente y las aceras móviles eran imágenes tenues, fantasmales, superpuestas, pues la ley prohibía la exclusión total de los datos sensoriales directos. Las primeras muertes en las aceras móviles habían enseñado esa lección.
Dolmetsch, como de costumbre, exponía los últimos indicadores sociales para hacer sus profecías pesimistas. Si no se reducía la concentración industrial alrededor de los puntos de acceso al Enlace, habría problemas… Bey ya lo había oído antes, y el hábito había quitado fuerza al mensaje. Claro que había inestabilidad en los indicadores sociales, pero así había sido desde que los habían creado. Bey volvió a mirar el perfil de Dolmetsch y se preguntó si el rumor sería cierto. Se comentaba que en vez de usar el cambio de formas para reducir ese gran pico, Dolmetsch lo había aumentado para convertirse en una figura inconfundible en toda la Tierra. Y sin duda era inconfundible. Bey no podía recordar un momento en que Dolmetsch no hubiera sido un célebre profeta del desastre. ¿Qué edad tenía ahora ese hombre? ¿Ochenta, noventa?
Bey decidió cambiar de canal. Tuvo que regresar un instante al mundo real para dejar paso a dos enfermeros de chaqueta roja que iban a máxima velocidad por la acera más veloz. Luego sintonizó los otros canales. No encontró demasiado. Un accidente minero en Horus, tan lejos de la mayor parte de las actividades en el sistema solar que una patrulla de rescate tardaría meses en llegar; el prometedor descubrimiento de filones en el Halo, lo cual significaba una fortuna para un investigador afortunado y más energía gratuita para la FEU, y el perenne rumor de un cambio de forma que daría inmortalidad a quien la adoptara. Ese rumor surgía cada dos años, regular como las estaciones. Era un tributo al persistente poder de los deseos ilusorios. Nadie tenía detalles, sólo rumores vagos. Bey escuchó con desdén y se preguntó quién prestaba atención a esas habladurías. Volvió a sintonizar a Dolmetsch. Por lo menos las preocupaciones de ese hombre eran comprensibles y se basaban en datos sólidos. Era indudable que la escasez y la violencia estaban apenas controladas, y que la población seguía creciendo a pesar de todos los esfuerzos. ¿Llegaría alguna vez a quince mil millones? Bey recordaba una época en que catorce mil millones era una cifra intolerable.
Las multitudes que corrían por las aceras móviles no parecían compartir las preocupaciones de Wolf. Todos parecían felices, apuestos, jóvenes y saludables. Para las personas de dos siglos antes habrían sido modelos de perfección. Desde luego, éste era el lado oeste, más cerca del punto de entrada del Enlace, y eso ayudaba. En otras partes abundaban la fealdad y la pobreza. Pero al margen de los altos precios y la cantidad de almacenamiento de datos que se requerían, la CEB —Corporación de Equipos Biológicos— tenía derecho a afirmar que había transformado el mundo, al menos esa parte del mundo que podía darse el lujo de pagar. En el lado oeste la opulencia era la norma, y el uso de los sistemas CEB era una condición sine qua non.
Sólo los coordinadores generales compartían la visión de Laszlo Dolmetsch acerca de los problemas del equilibrio económico del mundo. La Tierra vivía al filo de recursos menguantes. Para mantenerla allí se necesitaban ajustes constantes y sutiles, calculados mediante la aplicación de las teorías de Dolmetsch. Cada semana había correcciones que tenían en cuenta los efectos de la sequía, las malas cosechas, los incendios forestales, las epidemias, los cortes energéticos y los suministros minerales. Cada semana los coordinadores generales examinaban los índices de violencia, enfermedad y hambruna, y esperaban temerosamente el momento en que las correcciones fallarían y el sistema se iría al traste en medio de un derrumbe mundial y un colapso económico. En un mundo unido, la quiebra de un sistema significaba la quiebra de todo. Sólo los habitantes de otros mundos, los tres millones de ciudadanos de la Federación Espacial Unidad, podían aferrarse a su inestable independencia, y la FEU observaba los indicadores económicos con la misma dosis de atención y nerviosismo que cualquier coordinador de la Tierra.
Mientras llegaba a destino, Bey Wolf se mantuvo alerta a la presencia de formas ilegales. El maquillaje y la carne plástica podían ocultar muchas cosas, pero en la Oficina de Control de Formas lo habían adiestrado especialmente para ver más allá de la apariencia exterior y detectar la forma de la estructura corporal subyacente.
Era improbable toparse con una forma ilegal en las aceras públicas, pero a veces Bey tenía pesadillas con la forma felina que había visto a poca distancia de allí dos años antes. Eso le había costado dos meses de inactividad en la sala de cambio y recuperación acelerada del hospital del Control de Formas.
Mientras se desplazaba hacia la acera móvil más lenta, reparó de nuevo en la gran cantidad de frentes redondeadas e isabelinas de los viandantes. Había sido una oferta especial del catálogo de primavera, y había tenido un éxito inesperado. Se preguntó cuál sería la atracción del otoño —¿hoyuelos, cicatrices, nariz egipcia?— mientras entraba en Control de Formas y subía al tercer piso, a la oficina de Larsen.
Mientras Bey Wolf subía la escalera, pocos kilómetros al este una solitaria figura de chaqueta blanca tecleaba un código de seguridad y entraba en la sala subterránea de experimentación, cuatro pisos por debajo del nivel de la ciudad. La cara y la figura habrían resultado familiares para cualquier científico. Era Albert Einstein a los cuarenta años, en el ápice de su potencial.
El hombre caminó despacio por la larga habitación, inspeccionando los monitores de cada uno de los grandes tanques. Miraba la mayoría de ellos al pasar, asustando un par de controles, pero en el undécimo puesto se detuvo. Examinó los datos, gruñó, meneó la cabeza. Se quedó inmóvil, sumido en sus pensamientos. Al fin continuó su ronda y entró en la zona de control general del otro extremo de la habitación.
Sentado ante la consola, requirió los registros detallados del undécimo puesto y los desplegó en la pantalla. Luego calló de nuevo varios minutos, anudándose un rizo de pelo largo y cano en el índice mientras examinaba tasas de alimentación, sustancias nutritivas y otros indicadores vitales. Los registros de diversos programas lo mantuvieron ocupado largos minutos, pero al final terminó. Emergió de su concentración, despejó la pantalla y sintonizó la modalidad de grabación de voz.
—Dos de noviembre. Deterioro continuo en tanque once. La intensidad de respuesta bajó un dos por ciento más, y hay una constante inestabilidad en los bucles de biorrealimentación. Esta noche se recalibraron los parámetros de cambio.
Hizo una pausa, negándose a dar el paso siguiente. Al fin continuó:
—Pronóstico: pobre. A menos que haya mejoras en los dos próximos días, será necesario abortar el experimento.
Permaneció sentado un instante, visiblemente conmocionado. Al fin se levantó. Avanzando deprisa por la habitación penumbrosa, reactivó los monitores y conectó los medidores de síntomas. Echó un último vistazo, cerró la bóveda y entró en el ascensor que lo llevaría al nivel del suelo. Más que nunca, la cara se parecía a la de Einstein. Sobre la calidez, el intelecto y la humanidad estaban tallados el dolor y el tormento de un hombre que sufría por el mundo entero.
2
John Larsen, aún lozano y alegre a pesar de la hora, miró de hito en hito a Bey cuando lo vio entrar.
—Trasnochar no te sienta bien —dijo—. Pareces cansado. ¿De nuevo has dejado de usar tu programa de acondicionamiento?