En el centro de la habitación estaban reunidos los seis programadores principales, con rostro sombrío, alrededor de la mesa circular.
Las perturbaciones en el patrón estable habitual eran inequívocas, y aumentaban a pesar de todos los esfuerzos para estabilizarlas. Cierto nivel de variación estadística era tolerable y aun inevitable, pero las perturbaciones que superaban determinada magnitud, según la doctrina Dolmetsch, forzarían un cambio de grandes proporciones. La nueva fase estable del sistema era difícil de calcular, y no había un acuerdo general sobre ella. Un grupo de teóricos predecía un colapso social parcial, con el establecimiento de una nueva homeostasis para una población terrestre reducida a cuatro mil millones de habitantes. Esa era la visión optimista. Otros, entre ellos el mismo Dolmetsch, pensaban que no podía haber una nueva solución estable derivada continuamente de la vieja. La civilización tenía que desmoronarse completamente para que un nuevo orden pudiera surgir de entre las ruinas.
Ninguno de los programadores era teórico. Para las personas prácticas no había gran diferencia entre las alternativas teóricas: una significaba la muerte de diez mil millones, la otra la muerte de catorce mil millones. Ambas eran inimaginables, pero los datos no eran alentadores.
El líder del grupo al fin cogió de nuevo su puntero y meneó la cabeza disgustado.
—Ni siquiera sé si hemos progresado. Hay mejoras aquí… —Señaló la zona centrada en el punto de entrada Mattin del oeste de América del Norte—, pero todo vuelve a irse al demonio en la región de China. Miren ese índice de violencia. No he comprobado los datos del ordenador, pero apuesto a que la tasa de mortalidad por causas no naturales se ha triplicado.
La mujer que tenía al lado miró la zona que él señalaba.
—Allí está mi ciudad natal, en pleno centro de los disturbios —dijo con voz calma—. Aunque no sepamos cuál es la mejor solución, debemos seguir intentando.
—Lo sé… pero cuando salgáis hoy de aquí recordad las reglas. Ningún comentario público a menos que sea optimista, y ningún comunicado de prensa que vaya más allá del pronóstico de sesenta días. Aunque Dios sabe que ése ya es bastante malo.
Se pusieron de pie.
—¿Cuánto nos queda, Jed, para llegar al punto de no retorno? —preguntó ella.
—No lo sé. ¿Tres meses? ¿Seis? Podría andar muy deprisa una vez que empiece. Todos hemos visto el efecto bola de nieve… en los papeles. —Se encogió de hombros—. Por cierto, no es la primera vez que pasamos por esto. La mitad de los informes sobre estabilidad social de los últimos veinte años han pronosticado problemas en un nivel que supera el cincuenta por ciento. Bien, hay un par de cosas positivas que podemos hacer de inmediato.
Se volvió hacia la mujer que tenía al lado.
—Greta, necesitaré un resumen de la situación para enviarlo a la jefatura de la FEU. Dolmetsch está allí ahora, y puede encargarse de las instrucciones. Sammy, quiero que veas cómo reacciona la FEU ante la idea de prestarnos un núcleo energético durante unos meses para ponerlo en órbita sincrónica sobre Quito. Si irradiamos la energía, solucionará el problema energético de América del Sur por uno o dos meses. Ewig, necesito los últimos datos sobre Europa. Tengo que dar instrucciones al consejo dentro de una hora, y sin duda Pastore preguntará qué ocurre en el norte de Italia. Volveré dentro de veinte minutos para recoger el material… necesito tiempo para estudiarlo antes de entrar allí.
Salió deprisa. El nivel de ruido de la sala se elevó rápidamente mientras los programadores redoblaban sus esfuerzos para estabilizar la economía mundial. Una esperanza los alentaba: no era la primera crisis del último medio siglo. Siempre se las habían ingeniado para encontrar la combinación atinada de medidas correctivas para detener las oscilaciones de los indicadores sociales. Pero esta situación parecía grave. Como una comunidad costera que se prepara para la llegada de un huracán, los programadores se dispusieron para una larga y dura batalla.
Park Green, sentado en el Centro de Registros Permanentes, seis kilómetros bajo la superficie, completó la lista que quería. Miró su reloj y silbó, almacenó los datos que había generado con su ordenador personal y apagó el terminal. Permaneció en silencio unos minutos, revisando todo lo que había encontrado, y luego miró de nuevo el reloj. Bey aún estaría levantado, aunque se regía por el Tiempo Central y no por el Tiempo de la Federación, pero si no lo llamaba ahora tendría que esperar otras diez horas. Park decidió postergar el regreso a su habitáculo y solicitó un enlace con la Tierra.
La conexión fue casi instantánea. El tráfico era ligero a esa hora. Cuando la imagen de Wolf apareció en la holopantalla, con aire somnoliento e irritado, Park sospechó que había cometido un ligero error al calcular el tiempo. Llegó a la conclusión de que no era hora para saludos convencionales.
—Es un misterio, Bey —comenzó—. Un verdadero misterio. Estos registros parecen intactos, con datos completos sobre Ling, datos personales que se remontan a cincuenta años atrás. Coincido contigo en que Ling es Capman, ¿pero cómo es posible que tenga un historial completo?
Bey se frotó los ojos y se despabiló.
—Conque historial completo, ¿eh? La mayoría de la gente no podría falsificar esos datos. Pero hace unos años tuvimos pruebas de que Capman es un maestro en manipular programas informáticos. Los datos almacenados no están a salvo ante él. Hay buenas probabilidades de que la mayor parte de la «historia» de Ling sea una biografía elaborada, inventada e insertada por Capman en los registros. Pero para eso debió contar con cierta cooperación. Tiene que haber dirigentes de la FEU que lo ayudan. Un ciudadano común de la Tierra no tendría manera de empezar. Alguien de allí ayudó a Capman a tener acceso a los bancos de datos.
—No entiendo cómo. —Green miró el terminal—. La mayoría de estos archivos tiene sólo memoria ROM, para lectura solamente. ¿Cómo podría alterarlos?
—La mayoría de los archivos ROM están protegidos contra otros programas, no contra máquinas de propósito específico.
—¿Pero cómo supo con qué clase tenía que habérselas? Bien, dejaré eso en tus manos. He intentado rastrear a Ling, y sólo pude averiguar que en este momento no está en la Luna. Según los registros, tendría que estar en la Tierra. ¿Estás seguro de que no está allí?
Wolf asintió.
—A medias. Con Capman no puedes estar absolutamente seguro de nada. Pero entiendo que está fuera de la Tierra. He consultado cada dato de entrada y salida, y cada registro de masa para despegue. A menos que haya descubierto un nuevo recurso, se ha vuelto a ir del sistema Tierra-Luna. ¿Te fijaste en las Colonias de Libración?
—Sí. Son fáciles, porque allí no hay escondrijos. No está allí.
—Bien, sigue registrando la Luna. Ni siquiera sé qué aspecto tendrá ahora… tal vez no sea Ling ni Capman.
Green se levantó y se apoyó en la consola. Parecía deprimido.
—Bien, Bey, ¿qué quieres que haga ahora? Aquí he llegado a un callejón sin salida, y parece que tú no llegas a ninguna parte. ¿Alguna idea?
Wolf guardó silencio un minuto, evocando su experiencia de cuatro años antes, cuando por primera vez intentaba seguir las huellas ocultas de Capman.
—Sólo puedo sugerir una cosa, Park. Capman parece infalible, pero no lo es. La última vez que trabajé con él descubrí que sus interferencias en los bancos de datos tienen limitaciones.
—Aquí parece haber hecho un buen trabajo.
—Tal vez no. Puede alterar sus propios registros, si tiene acceso a los archivos protegidos, pero no pudo modificar todos los archivos con referencias a su nombre o sus actos. Así fue como lo localizamos antes, cuando yo revisé los registros médicos del Hospital Central. Por alguna razón, Capman no destruye los archivos de otros. Ésa es su debilidad.