Bey hizo un inventario de su cuerpo y no halló ningún cambio. Se sentó junto a la ventanilla para reflexionar. Su cuerpo era el mismo, pero sus sentidos habían cambiado sutilmente. El ruido de los motores de la nave era extraño, un chillido agudo de potencia en el límite de su capacidad auditiva. Era muy distinto del familiar ronroneo de un motor de fusión. Miró a popa. El equipo era bastante convencional, y no podía creer que Capman y Betha Mestel hubieran inventado un sistema de propulsión totalmente nuevo.
Wolf miró hacia fuera entornando los ojos. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaban Perla, Betha Mestel, Park Green?
Encendió las demás pantallas y trató de hacerse una idea del rumbo que llevaba. El Sol era el primer punto de referencia. Estaba muy a popa, muy reducido en brillo y tamaño. El color había cambiado: era un intenso azul violáceo. Lo miró perplejo. ¿Era el Sol? Parecía una estrella extraña y remota.
Bey buscó más información. A través de una pantalla lateral se veía un planeta brillante, muy cerca de la nave. Sin duda era Júpiter: pero el color tampoco era correcto. La nave lo sobrevolaba velozmente, usando el campo gravitatorio del planeta para cobrar impulso, y el planeta estaba a sólo unos millones de kilómetros. Bey activó la magnificación de pantalla con manos extrañamente torpes, concentrándose en los satélites que giraban en órbita del brillante planeta primario.
Era Júpiter, sin duda. Allí estaban los cuatro satélites galileos, claramente visibles, y la mancha roja, que había cobrado un extraño color verde lima. Miró en silencio unos minutos. La gran masa del planeta estaba a punto de ocultar a lo. La separación angular del satélite respecto del planeta decrecía paulatinamente. Poco antes de que lo se perdiera de vista, Bey se irguió en el asiento. Miró de nuevo el Sol y las lámparas de la nave. De pronto comprendió qué había ocurrido. Soltó un juramento. Tendría que haberlo entendido tiempo atrás. Miró el aparato de navegación que había junto a la pantalla. Sospechaba qué encontraría como punto final de la trayectoria calculada.
La vigilancia en Cara Oculta solía ser tranquila. No había fiestas, ni gente, ni siquiera personajes importantes cuya visita constituyera un irritante alivio frente al tedio. Tem Grad y Alfeo Masti habían montado guardia tres veces en cuatro meses, y empezaban a sospechar que el selector aleatorio de turnos estaba programado contra ellos. Después de recalibrar las grandes antenas al principio del período de residencia, no quedaba ninguna actividad para los catorce días restantes, salvo algún mensaje ocasional de un amigo del sistema exterior cuando, como ahora, Cara Visible enfrentaba el Sol.
Habían agotado los habituales pasatiempos dejados por anteriores oficiales de guardia las primeras dos veces que los habían asignado a Cara Oculta. Eran bastante pocos, y no muy cautivadores. Ahora se habían retirado a lugares opuestos de la sala de monitorización, Tem para escuchar música y Alfeo para jugar al bridge con el ordenador. Alfeo no lo pasaba muy bien. Se estaba exasperando con la máquina. Se suponía que debía sintonizar el juego para que los otros tres participantes representaran jugadores del nivel de habilidad de Alfeo. En cambio, lo estaban exterminando, y ni siquiera podía maldecir a su compañero con algún placer. Al cabo de dos horas, miraba sombríamente la pantalla temiendo que las manos aleatorias que generaba el ordenador fueran tan sospechosas como el sistema de selección para los turnos de guardia en Cara Oculta.
Sintió sorpresa y alivio cuando el monitor de comunicaciones emitió su suave llamada de atención. Una nave se acercaba a Cara Oculta, pidiendo una confirmación de trayectoria mientras se aproximaba a la Luna. A esa altura del mes, tenía que venir de Marte o de un punto más lejano. Alfeo apretó el botón que cancelaba la partida que iba perdiendo y activó la pantalla de despliegue. El ordenador emitió un tenue zumbido de cambio de periféricos, como un murmullo de protesta ante la poca caballerosidad de Alfeo, que se retiraba cuando iba perdiendo.
Tardó unos segundos en presentar una imagen de la nave. El ordenador tomó información sobre la distancia a partir del corrimiento Doppler de las señales en las bandas de comunicaciones, la usó para computar una posición relativa y apuntó el telescopio principal hacia la nave que se acercaba.
Cuando la imagen de una reluciente esfera blanca apareció en la pantalla, Alfeo la miró con interés. No parecía ser uno de los cargueros habituales. Miró de soslayo los datos que daban la distancia de la nave. Frunció el ceño, jadeó y miró de nuevo la imagen.
—Tem —resolló—, ven aquí. Se acerca una nave, y según estas lecturas es un verdadero monstruo. La pantalla indica que subtiende a más de seis segundos de arco sobre la estación, y todavía está a más de sesenta mil kilómetros. Fíjate si puedes encontrarla en el registro.
Tem Grad se levantó sin prisa y se acercó a la pantalla.
—Tienes mareo estelar, Alfeo. Seis segundos a sesenta mil kilómetros significaría dos mil metros de diámetro. La mayor nave del registro Lloyd’s tiene sólo trescientos metros. Estás leyendo mal los datos.
Alfeo no se dignó a responder. Simplemente señaló con el pulgar la pantalla que tenía al lado. Grad la miró, vio las cifras. Miró de nuevo. Su expresión cambió abruptamente.
—Fíjate si tiene un canal de voz activo, Alfeo. Creo que tenemos un alienígena ahí —exclamó excitadamente.
Por toda la Tierra, la FEU y el sistema solar corrían rumores acerca de alienígenas desde que la Oficina de Control de Formas de la Tierra había emitido discretos y crípticos anuncios sobre la metamorfosis de John Larsen. Se habían hecho las conjeturas más extravagantes. Con tan pocos anuncios oficiales, los medios de comunicación habían vuelto a las historias sobre los Monstruos de las Marianas, sondeando las fuentes de Guam en busca de algo sugerente.
Cuando se completó el enlace de audio y vídeo, Tem activó el canal de comunicaciones. Una cara regordeta y aniñada apareció de pronto en la pantalla.
—Oye, lo conozco —dijo Alfeo—. Fuimos juntos a estudiar supervivencia en vacío terciario. ¿Recuerdas los cursos en Hiparco? No es un alienígena.
Tem le pidió silencio. El circuito vocal había hecho los ajustes para el corrimiento Doppler y ahora sintonizaba correctamente la frecuencia de emisión de la nave.
—Habla Perla. Requiero aprobación de trayectoria de aproximación y asignación de órbita de aparcamiento, en la ecuatorial de la Tierra —dijo el holograma de Green—. Repito, habla Perla. Cara Oculta, por favor, reconozca señal y confirme órbita.
Alfeo activó el segundo circuito, permitiendo que el ordenador enviara un mensaje de aceptación y un enlace de vídeo mientras Alfeo y Tem trabajaban en la consola.
—Aceptación recibida —dijo Green al cabo de un instante. Luego parpadeó y se reclinó en el asiento, obviamente mirando su propia pantalla—. ¿Alfeo? ¿Alfeo Massey? ¿Qué haces en Cara Oculta?
—No sé. Penitencia, tal vez —dijo Alfeo—. Y es Masti, no Massey. Tú eres Park, ¿verdad? Park Green. Pero tengo una pregunta mejor. ¿Qué haces en esa nave? No figura en la lista de Lloyd’s, y tiene un aspecto muy raro.
—Cuidado con lo que dices, hijo —dijo una voz nueva en el circuito—. Recuerda que cada cosa es bonita a su manera. Mira, Park y tú podéis charlar más tarde. Necesitamos un circuito de máxima prioridad para comunicarnos con Laszlo Dolmetsch. ¿Está en la Tierra o en la Luna?
Grad se abstuvo de hacer preguntas, notando el tono de urgencia y autoridad de la voz desconocida.
—Por lo que sé, está en la Tierra —respondió—. La última noticia que tuve es de hace una semana. Intentaré encontrarlo. Entretanto, os daré una senda que os llevará a órbita terrestre baja, perigeo ochocientos kilómetros, inclinación cero. No sé si obtendréis permiso de aterrizaje. Con la emergencia que hay allá, sólo podemos transmitir tráfico de máxima prioridad.