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—¿Le hizo eso a usted? —exclamó Bey.

—En realidad pensaba más en Laszlo Dolmetsch. —Movió la cabeza en ese gesto sonriente—. Pero supongo que también vale para mí. Se preocupó por reunimos en una de sus fiestas. Insistió en que yo tomara un trago: «Como mecanismo de defensa», dijo, hasta que aprendiera qué hacer con las manos. Me presentó a la mitad de los ricos del planeta. Luego, cuando me ablandé, me llevó a la terraza. Allí estaba Laszlo Dolmetsch, a solas.

»“Laszlo —le dijo Betha—, te presento a Robert Capman. Al principio os odiaréis, pero tenéis que conoceros.”

»Dolmetsch no era muy distinto de lo que es ahora: nariz grande y protuberante, ojos hundidos. No sé cómo lo miré yo, pero él irguió la cabeza y me estudió con arrogancia.

»Betha Melford meneó la cabeza y comentó: “Os merecéis uno al otro. Sois igualmente desconsiderados. Bien, aprenderéis. Ahora iré adentro. Venid a buscarme cuando ya no soportéis la mutua compañía. Pero no antes.”

«Tardamos un rato en hablarnos. Nos costaba empezar, pero creo que ambos teníamos miedo de entrar y enfrentarnos a Betha. Ella producía ese efecto. Dolmetsch me preguntó si yo sabía algo sobre modelos econométricos. Yo no sabía nada. Le pregunté qué sabía sobre teoría del cambio de forma. “Nada”, dijo él. Sólo tocamos un terreno común cuando ambos nos pusimos a hablar de teoría de la catástrofe. Yo la había usado para bifurcaciones del cambio de forma; él la había incorporado a su teoría acerca de los efectos de la tecnología en los sistemas sociales. Después de eso no pudimos parar. Pasamos a la teoría de la representación, la estabilidad y los límites últimos de la tecnología. Betha vino a vernos mucho después del alba. Escuchó un par de minutos, y nosotros no le prestamos mayor atención. Al fin dijo: “Bien, me iré a dormir. Todos se fueron hace horas. Tenéis un desayuno caliente en el comedor del ala oeste, cuando os podáis despegar del asiento. Mañana, recordadme que os hable del Club Lunar.”

»Ése fue el principio. —La ancha cara alienígena comunicó el mensaje que Robert Capman aún evocaba a través de los años—. Después de esa primera noche comprendimos que temamos que trabajar juntos. Lo que hacíamos cambiaría la historia, para bien o para mal. Betha se cercioró de que nunca tuviéramos problemas con el dinero. Y en cuanto di una forma apropiada a mis ideas sobre el cambio de forma, las introdujimos en los programas de Dolmetsch que modelaron la economía de la Tierra y la FEU. Los resultados fueron deprimentes. La mayoría de los cambios que yo quería explorar eran desestabilizadores, y algunos eran totalmente catastróficos. El peor era la inversión del proceso de envejecimiento. Algunas personas vivirían un poco más, pero la economía se iría al traste en cuanto se difundiera la noticia.

—Pero aun así usted hizo los experimentos —dijo Bey.

Capman asintió.

—Ambos creíamos que había dos necesidades conflictivas. Había que estabilizar la Tierra, si era posible. Pero también teníamos una nueva frontera en el espacio, más de lo que la FEU podía ofrecer. Usted sabe lo que hicimos. Con la ayuda de Betha, pasamos a la clandestinidad. Ella financió las operaciones, y recibimos ayuda del resto del Club Lunar. Era un pequeño grupo de gente influyente que compartía una preocupación por el futuro. Seguían el modelo del Club Lunar que floreció en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XVIII. La mayoría de ellas están muertas. Muchas murieron en los experimentos. Todas se ofrecieron voluntariamente en cuanto supieron que su muerte natural se acercaba.

Guardó silencio un rato. Larsen habló quedamente a Bey, activando un circuito de voz que no incluía la nave de Capman.

—Ha convivido con esto ochenta años, Bey, y todavía le afecta la muerte de los que se sometieron a la inversión del proceso de envejecimiento en los tanques. Dentro de unos minutos entraré en la atmósfera y perderemos contacto. Él necesita desahogarse.

—No entiendo. ¿Ochenta años, John? Sólo vimos pruebas que nos remitían a treinta años.

—Fue entonces cuando trasladaron a Perla la principal base de operaciones. Capman trasladó lo que quedaba a las instalaciones subterráneas del Hospital Central. Dolmetsch pensó que era un peligro aceptable, aun si se descubría. Calculó un efecto social limitado que a su juicio podía compensarse.

—John, ¿cuánto sabes de todo esto? ¿Crees que la teoría general de la estabilización funcionará?

—Dentro de ciertos límites. Aún no podemos difundir que es posible revertir el envejecimiento. Yo comprendo la mayor parte de esto. Ayudé a Capman cuando elaboraba la teoría, en estos meses. Pero no te equivoques, Bey. Sabes que mi mente ha cambiado desde que adopté la forma logiana, pero Capman también ha cambiado, y tú sabes dónde empezó él. Aún no puedo seguir sus pensamientos. No puedo describir la sensación que te da esta forma. Deberías adoptar el cambio y saberlo de primera mano.

Larsen dejó de hablar y miró la pantalla de su cabina de control.

—Pronto iniciaré la entrada y perderemos contacto radial. Lo reestableceré en unas horas. —Activó un circuito que también lo conectaba con la nave de Capman—. Sesenta segundos para oscurecimiento de señales.

—John —se apresuró a decir Bey—, aún no sé para qué bajas allí. Ha de ser muy arriesgado.

—Un poco. Menos de lo que crees, según nuestros cálculos. ¿Por qué bajamos allí? Vamos, Bey, usa tu imaginación. Creemos que hay vida allá abajo, y creemos que los humanos con forma logiana pueden vivir allí. Es nuestra segunda cabeza de puente, una superficie noventa veces superior a la terrestre. Si sobreviene el colapso, aunque esperamos que no sea así, necesitaremos otras opciones fuera de la Tierra.

La calidad de la transmisión se deterioraba rápidamente mientras la nave de Larsen se internaba en la atmósfera de Saturno. Larsen obviamente lo sabía. Alzó un grueso brazo y habló deprisa:

—Te veré pronto, Bey. Ven a zambullirte. El agua está buena.

Bey miró por la pantalla de proa. Una estela de gases ionizados relucían sobre Saturno detrás de la nave en descenso. Entrar era una hazaña. La gravedad de superficie de Saturno era similar a la terrestre pero, con una velocidad de escape más de tres veces superior, el desplazamiento hacia una órbita baja y desde ella era difícil para cualquier nave.

—No se preocupe, señor Wolf. —Capman había despertado de sus ensoñaciones y estudiaba la cara de Bey—. Nuestros cálculos han sido muy rigurosos. A menos que haya fuerzas desconocidas en la atmósfera inferior de Saturno, John Larsen corre muy poco peligro.

—¿Y usted se propone bajar también? —preguntó Bey.

—Quizá. Permítame responder a las preguntas implícitas en esa pregunta. Obviamente, podríamos haber intercambiado toda la información por enlace radial. ¿Por qué creí necesario traerle hasta Saturno para que pudiéramos hablar? A fin de cuentas, con mi forma actual es obvio que no podemos reunimos personalmente, aun si hubiera razones para ello…

—Suficiente —dijo Bey—. Quizá yo hubiera escogido otras palabras, pero el sentido es el mismo.

—Pues bien, ya que yo formulé la pregunta de usted, ¿quiere usted dar mi respuesta?

Bey sonrió.

—Hay una respuesta obvia. Usted quiere que yo participe en el experimento. Que adopte la forma logiana y descienda a la superficie de Saturno.

—¿Y después?

—Como decía, ésa es la respuesta obvia. A menos que esté perdiendo mi capacidad para leer entre líneas, no es toda la respuesta. Pero ignoro el resto.

Capman estaba sentado en su silla, inmóvil, los ojos fijos.

—No es simple —dijo—. Como muchas cosas, implica una elección. Dígame, al investigar mi pasado, ¿vio alguna vez un perfil psicológico?