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El joven secretario examinó rápidamente sus registros.

—¿Por qué no usamos esta cita textual de Capman? «El test de humanidad sigue siendo controvertido. A menos que ahora se analice una muestra igualmente amplia, demostrando que los resultados de dos y tres meses son idénticos, no se podrá tener en cuenta la propuesta.»

Ambos eran demasiado jóvenes para recordar los grandes debates sobre el test de humanidad. ¿Qué era un humano? La respuesta había evolucionado despacio y se había tardado años en enunciarla con claridad, pero era bastante simple: una entidad era humana siempre y cuando pudiera lograr cambios de forma deliberados mediante los sistemas de realimentación biológica. La definición había prevalecido sobre el angustiado llanto de millones —miles de millones— de padres encolerizados.

La edad para el test se había reducido gradualmente: un año, seis meses, tres meses. Si la CEB se salía con la suya, la edad pronto sería de dos meses. Había una alta pena por no aprobar el test —la eutanasia—, pero la resistencia se había desvanecido poco a poco ante la implacable presión demográfica. No había recursos para alimentar niños que no podrían tener una vida normal. En los bancos nunca escaseaban los órganos infantiles.

Gina había apagado el grabador. Se acomodó el pelo rubio con el brazo torneado y echó una mirada provocativa a su compañero.

—Aún no das en el clavo —dijo él, críticamente—. Deberías bajar los párpados un poco más, y fruncir mejor el labio inferior.

—Demonios, es difícil. ¿Cómo sabré que lo estoy haciendo bien?

Él recogió su grabador.

—No te preocupes. Ya te lo he dicho. Lo sabrás por mi reacción.

—Debería probar con el doctor Capman… Él sería la prueba definitiva, ¿no crees?

—Imposible. Sabes que él sólo vive para su trabajo. No creo que le queden más de dos minutos libres por día. Pero oye —añadió, bromeando sólo a medias—, si esa forma tiene un índice hormonal demasiado alto, yo podría ayudarte.

La respuesta de Gina no estaba incluida en la base de datos convencional de la forma Marilyn.

Los indicadores de los tanques parpadeaban despacio. Sólo se oía el zumbido de los conductos de aire y los tubos alimentarios, y el chasquido de las válvulas de presión de los tanques. La figura solitaria que estaba sentada ante la consola volvió a mirar las lecturas de situación.

Había sido necesario abortar el fallido experimento del undécimo puesto. De nuevo el dolor, la pérdida de un viejo amigo. ¿Cuántos más? Afortunadamente, el sustituto andaba muy bien. Quizá se estuviera acercando, quizá pudiera concretar el sueño de un siglo.

El hombre no había escogido su forma exterior a la ligera. Era adecuado que el mayor científico del siglo XXII rindiera un homenaje al gigante del siglo XX. ¿Pero cómo había sobrellevado su ídolo la culpa por Hiroshima y Nagasaki? Habría dado mucho por conocer ese secreto.

4

La inesperada pérdida de los datos que contenían esa identificación de hígado lo había acuciado toda la noche como un anuncio publicitario subliminal. Cuando Bey Wolf llegó a las oficinas de Control de Formas la perplejidad se le notaba en la cara. Cuando ambos se dirigieron juntos al Hospital Central, Larsen confundió el mal ceño de Wolf con irritación por su llamada de la noche anterior.

—Son sólo un par de horas más, Bey —dijo—. Luego tendremos pruebas directas.

Wolf reflexionó un instante, mordiéndose el labio.

—Tal vez, John —dijo al fin—. Pero no estés tan seguro. No sé por qué, pero cada vez que consigo un caso interesante algo lo echa a perder. ¿Recuerdas la Cúpula del Placer?

Larsen asintió en silencio. Había sido un caso difícil, y ambos habían estado a punto de renunciar por él. En la Antártida se realizaban cambios de forma ilegales para estimular los ahitos apetitos sexuales de figuras políticas de primer orden. A partir de un segmento de piel de ofidio hallado en Madrid, Wolf y Larsen habían seguido el rastro poco a poco. Se acercaban a la revelación final cuando de pronto la oficina central les quitó el caso. El asunto se había silenciado y olvidado. Debía de haber jugadores muy importantes en esa partida.

Mientras las aceras móviles los trasladaban hacia el hospital, ambos sentían un creciente abatimiento. Era una reacción natural ante el entorno. A medida que la pátina azul de las paredes blindadas de la parte más nueva de la ciudad se volvía menos frecuente, los edificios aparecían lúgubres y derruidos. Los habitantes se movían con mayor sigilo, y la mugre y los desechos se volvían evidentes. El Hospital Central se erguía al borde de la Ciudad Vieja, donde la riqueza y el éxito eran reemplazados por la pobreza y el fracaso. Buena parte del mundo no podía costearse los programas y el equipo de la CEB. En las profundidades de la Ciudad Vieja, las viejas formas de la humanidad convivían con los peores fracasos que habían sobrevivido a los experimentos de cambios de forma.

La mole del hospital se alzó al fin frente a ellos. El viejo edificio de piedra gris parecía una maciza fortaleza destinada a proteger la ciudad nueva de la Ciudad Vieja. Dentro del hospital, los primeros hallazgos de la CEB se habían sometido a aplicaciones prácticas —mucho tiempo atrás, antes de la caída de la India—, pero la importancia de la tarea del hospital aún persistía en la memoria humana. Todos los intentos de derribarlo para reemplazarlo por un edificio nuevo habían fallado. Era casi un monumento al progreso del cambio de forma.

En el vestíbulo principal los dos hombres se detuvieron a mirar alrededor. El hospital funcionaba con el ritmo frenético y la implacable organización de un hormiguero. Las pantallas que había frente al recepcionista fluctuaban constantemente con todos los colores del arco iris, como las consolas del centro de control de un puerto espacial.

El joven sentado ante los controles ignoraba las pantallas. Estaba enfrascado en la lectura de un grueso libro de cubiertas azules, y había sintonizado las consolas en interrupción por audio por si se requería su atención. Alzó los ojos sólo cuando Wolf y Larsen se plantaron frente a él.

—¿Necesitan ayuda? —preguntó.

Wolf asintió y lo miró atentamente. La cara, que ahora no estaba vuelta hacia las páginas del libro, le resultó de pronto conocida, aunque de un modo impersonal. Nunca había visto a ese hombre en persona, pero sí en una holografía.

—Tenemos una cita con el doctor Morris del Departamento de Trasplantes —dijo Larsen—. Lo llamé temprano por la mañana a propósito de ciertas pruebas de identificación. Nos dijo que viniéramos a las diez, pero llegamos antes.

Mientras Larsen hablaba, Wolf se las había ingeniado para echar un vistazo al libro que estaba apoyado en el escritorio. Hacía tiempo que no veía a nadie leyendo un volumen encuadernado. Miró las páginas abiertas; muy viejas, a juzgar por el aspecto, y probablemente hechas de pulpa de madera procesada. Bey leyó el título palabra por palabra, con cierta dificultad porque la página estaba al revés: La trágica historia del doctor Fausto, de Christopher Marlowe. De pronto pudo redondear la asociación. Miró de nuevo al empleado, que había cogido una guía electrónica, había pulsado unas teclas y se la había dado a Larsen.

—Siga las instrucciones a medida que aparezcan. Este aparato lo llevará hasta el consultorio del doctor Morris. Devuélvame la guía al salir, por favor. Para regresar aquí, apriete RETORNO y lo guiará hasta el vestíbulo principal.

Mientras Larsen cogía la guía, Wolf se inclinó sobre el escritorio y preguntó:

—¿William Shakespeare?

El recepcionista lo miró asombrado.

—Vaya, así es. Pero ni un visitante de cada diez mil me reconoce. ¿Cómo lo ha sabido? ¿Es usted poeta o dramaturgo?