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Wolf meneó la cabeza.

—Me temo que no. Sólo un estudioso de la historia, y muy interesado en rostros y formas. Supongo que usted recibe una realimentación positiva de esa forma, de lo contrario no la usaría. ¿Le ha servido?

El recepcionista arrugó el ceño reflexivamente, luego se encogió de hombros.

—Es demasiado pronto para saberlo. Me gustaría pensar que da resultado. Pensé que valía la pena intentarlo, aunque sé que los teóricos del cambio de forma son escépticos. A fin de cuentas, los atletas usan las formas corporales de viejas estrellas como modelo. ¿Por qué el mismo método no iba a servirle a un artista? Fue complicado hacer el cambio, pero he decidido conservar la forma al menos por un año. Si para entonces no observo ningún progreso en mi trabajo, volveré a mi forma anterior.

—¿Por qué no conserva la que tiene? —dijo el sorprendido Larsen—. La forma que tiene ahora es buena. Es…

Calló de repente al recibir un puntapié de Bey por debajo del escritorio. Miró a Wolf un segundo, luego se volvió al recepcionista.

—Lo lamento —dijo—. Estoy un poco indiscreto esta mañana.

El recepcionista lo miró entre divertido y embarazado.

—No se disculpe —dijo—. Sólo me sorprende que ustedes se dieran cuenta. ¿Es tan obvio?

Se miró el cuerpo con desánimo.

Bey agitó la mano.

—En absoluto —dijo con voz tranquilizadora—. No olvide que somos de la Oficina de Control de Formas. Es nuestro trabajo. Nos fijamos en las formas más que otras personas. Me di cuenta por los modales de usted. Aún no se ha adaptado del todo, y se portaba más como mujer que como hombre.

—Supongo que aún no estoy del todo acostumbrada a la forma masculina. Es más difícil de lo que parece. Una se acostumbra a las partes adicionales y las partes faltantes en pocas semanas, pero las relaciones humanas lo embarullan todo. Algún día, cuando tengan unas horas libres, les contaré cosas acerca de las adaptaciones de mi vida sexual. Para otros resultan divertidas y ahora, incluso yo las tomo a risa aunque en su momento no les veía la gracia.

La curiosidad de Wolf era muy amplia y a menudo superaba su sentido de la discreción. No pudo evitar una pregunta.

—Las personas que lo han intentado suelen decir que prefieren la forma femenina. ¿Está usted de acuerdo?

—Hasta ahora sí. Todavía estoy aprendiendo a controlar la forma masculina, pero no veo el fruto en mis escritos. Me agradará mucho recobrar mi forma anterior.

Hizo una pausa para mirar el panel, donde luces amarillas y violetas parpadeaban frenéticamente.

—Me gustaría hablar con ustedes acerca de su trabajo, pero ahora tengo que atender el panel. Hay una cinta transportadora atascada en el octavo nivel, y allí no hay mecánicos. Tendré que pedir un par de máquinas a Partenogénesis, que está dos pisos más abajo. —Empezó a pulsar teclas en el control—. Vayan adonde les indica la guía —dijo, ya totalmente absorto en su problema.

—Allá vamos. Buena suerte con sus escritos —dijo Wolf.

Se dirigieron hacia los ascensores. Mientras subían al quinto piso, Larsen vio una vaga sonrisa en el delgado rostro de Wolf.

—Vamos, Bey, ¿de qué se trata? Sólo pones esa cara cuando algo te divierte.

—Oh, nada importante —dijo Wolf, aunque aún estaba muy complacido consigo mismo—. Al menos, espero que no sea importante para nuestro amigo el recepcionista. Me pregunto si sabrá que durante mucho tiempo se han esgrimido teorías afirmando que, aunque la cara que él tiene perteneció a Shakespeare, las obras fueron escritas por otra persona. Quizás haría mejor en adoptar la forma de Bacon.

Bey Wolf era un individuo agradable, pero sólo celebraba las bromas complicadas. Aún parecía complacido consigo mismo cuando llegaron a la ofician del director de trasplantes. Un pequeño detalle que no le había mencionado a John Larsen era que varias teorías sostenían que las obras de Shakespeare habían sido escritas por una mujer.

—El hígado pertenecía a una obrera hidropónica de veinte años. Un accidente laboral le destrozó el cráneo.

El doctor Morris, delgado, intenso y desaliñado, extrajo la respuesta que acababa de leer de la máquina y se la entregó a John Larsen, quien la miró incrédulamente.

—¡Imposible! Ayer los tests de identificación daban un resultado muy distinto. Tiene que haber un error, doctor.

Morris meneó la cabeza.

—Usted vio todo el procedimiento. Estaba allí cuando hicimos la microbiopsia del hígado trasplantado. Usted me vio preparar el espécimen y someter la muestra al análisis de cromosomas. Usted vio el cotejo informático. Señor Larsen, aquí no hay otros pasos ni otras posibles fuentes de error. Creo que usted tiene razón, hubo una equivocación… la del estudiante que le pasó el informe.

—Pero me dijo que lo hizo tres veces.

—Entonces se equivocó tres veces. Repetir un error no es nada nuevo. Confío en que usted no haga lo mismo.

Larsen se sonrojó de furia y turbación. El pálido y demacrado Morris sentía fastidio ante lo que le parecía un desconsiderado derroche de su valioso tiempo. Wolf intervino para aplacar los ánimos.

—Hay algo que me intriga —dijo—. ¿Por qué usó usted un trasplante, doctor Morris? ¿No habría sido más fácil recrear un hígado sano, usando las máquinas de biorrealimentación y un programa adecuado?

Morris se aplacó. No parecía asombrarle que un especialista en cambio de forma hiciera una pregunta tan ingenua.

—Normalmente usted tendría razón, señor Wolf. Usamos trasplantes por dos razones. A veces el órgano original ha sufrido lesiones tan graves y repentinas que no tenemos tiempo para usar los programas de reproducción de órganos. En general es una cuestión de celeridad y comodidad.

—¿Se refiere usted al tiempo de convalecencia?

—Exactamente. Si yo le doy un hígado nuevo a partir de un trasplante, usted pasa un máximo de cien horas trabajando con las máquinas de realimentación. Tiene que adaptar sus reacciones inmunológicas y su equilibrio químico, y eso es todo. Con suerte, podría arreglarse con cincuenta horas de interacción. Si usted quiere regenerar un hígado nuevo, y no está dispuesto a esperar una regeneración natural (lo cual ocurriría eventualmente, en el caso del hígado), tiene que someterse a mil horas de trabajo con las máquinas.

Wolf asintió.

—Eso tiene sentido. ¿Pero no examinó usted la identificación de ese hígado antes de iniciar la operación?

—El sistema no funciona así. —Morris fue hasta una pantalla de pared y activó un gráfico del flujo operativo del hospital—. Lo entenderá mejor si lo sigue aquí. Cuando se reciben los órganos de los donantes, un humano los registra en este punto. Luego, como usted ve, el ordenador se hace cargo. Organiza las pruebas para determinar la identificación, registra los rasgos físicos del donante y el órgano, determina el sitio donde se lo almacenará y demás. Toda esa información va a los bancos de datos permanentes. Luego, cuando necesitamos un órgano, como un hígado, el ordenador compara la información acerca del tipo físico y la condición del paciente con los datos sobre todos los órganos disponibles. Escoge el órgano más adecuado para la operación. Después del registro inicial, todo es automático, así que nunca confirmamos la identificación.

Se apartó de la pantalla y miró inquisitivamente a Wolf, que aún reflexionaba.

—Eso significa, doctor, que en los bancos nunca hay órganos que no se hayan identificado en el momento de la recepción.

—Si son adultos. Desde luego, hay muchos órganos infantiles que no se identifican. Todo aquello que no haya aprobado el test de humanidad no recibe identificación. El ordenador crea otro archivo en el banco de datos para asentar la información sobre esos órganos.