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– ¿Con notas? ¿Con lápiz y papel, quiere decir?

– Sí, ¿por qué no? Ella le va haciendo preguntas o le dice cosas, pero le pide que no le conteste. Le entrega una libreta y le pide que escriba sus respuestas. De este modo, después de este cambio en el que introducimos lo de la laringitis, podemos utilizar todos los diálogos que hay entre ellos para hoy, con ligerísimos cambios. La única diferencia estará en que Millie hará su papel y luego leerá las respuestas de su hermano…, después de un efecto de sonido de lápiz escribiendo…, como si estuviera leyéndolas para sí, cosa que en realidad está haciendo. Cambia la inflexión, el tono de voz, para que el público sepa cuándo está leyendo y cuándo está hablando. Helen podrá hacerlo, ¿no es así, Helen?

Helen Armstrong le dio unas palmaditas en el hombro. Para ella era una oportunidad de oro.

– Tracy -Le dijo-, eres una maravilla.

– Es una idea -admitió Wilkins-. Funcionará, espero. Para hoy. Pero, ¿y mañana, y pasado mañana? No podemos seguir para siempre con el truco de la nota; a los oyentes les parecerá aburrido.

– Al diablo mañana y pasado mañana -dijo Tracy.-Nos quedan veinticuatro horas y media para arreglar el guión de mañana. Tenemos poco más de media hora para arreglar el de hoy. En veinticuatro horas podré hacer milagros, si es preciso. Ahora, cállese y déjeme dictar. Dotty, toma… espera, busquemos un despacho vacío donde podamos estar tranquilos. Ven.

La sacó de la habitación. Tres puertas pasillo abajo encontraron un despacho vacío, y mientras Dotty ponía el papel en la máquina de escribir que había en el escritorio, Tracy cerró con llave.

Se quitó el reloj y lo puso sobre una esquina de la mesa donde pudiera verlo mientras dictaba.

Dotty le preguntó:

– ¿Lo tomo en taquigrafía o…?

– No, escríbelo directamente a máquina. Ahorraremos tiempo. Mientras tanto, iré leyendo por encima de tu hombro, para no ir demasiado de prisa. ¿Lista?

Empezó a dictar y los dedos de Dotty iban tecleando y siguiendo el ritmo impuesto.

Era la una menos cinco cuando Dotty sacó de la máquina la última hoja, con las copias en papel carbón, y Tracy la releyó velozmente antes de ponerla junto a las otras.

Inspiró profundamente.

– Lo logramos, Dotty. Unos minutos más con un lápiz y…

Se sentía como un estropajo mojado cuando le entregó el guión a Wilkins.

– He introducido unos cortes a lápiz cerca de final de por si llegara a ser demasiado largo -le informó-. Si llega a ser demasiado corto, tendrán que improvisar un poco. Dígale a Helen Armstrong que lo haga si es preciso. Es la única del reparto que puede improvisar sin parecer demasiado tonta.

El pequeño señor Wilkins salió corriendo con el guión.

Tracy se sentó y se dedicó, con mucha intensidad, a hacer nada. Wilkins regresó al cabo de diez minutos.

– Está en el aire -le informó-. Ya no está en nuestras manos. Tengo miedo de escuchar. ¿Y si faltaran cinco minutos de guión?

– Con respecto a mañana -le dijo Tracy-, ¿tratará encontrar un suplente para Dick?

– Por supuesto, si así lo desea. Pero, ¿para qué? Ahora tiene laringitis. Me refiero a Reggie Mereton en el guión. No puede hacer que se cure para el día siguiente, ¿no?

– No, pero no olvide que en el aire un día no dura lo mismo que en la realidad. Quiero decir, los guiones de la semana pueden cubrir los acontecimientos de un solo día…, o bien puede haber un lapso de una semana entre dos guiones. Con una semana creo que tendrá suficiente como para curarse.

– Pero la auditoría del Banco…

– Se pospondrá. La laringitis es una complicación porque el personaje no puede ir al Banco durante unos días, y él y Millie están terriblemente asustados. Igual que los oyentes. Pero, entonces, el público se entera de que la auditoría de los libros se suspende. Será una coincidencia pero, por una vez, me parece que colará. Los demás seriales radiofónicos utilizan el recurso y nadie los condena, y yo lo he hecho limpiamente.

– Supongo que funcionará.

Permanecieron sentados, con la vista fija en el reloj; tres minutos antes de que el guión diera paso al anuncio del cierre, Tracy ya no aguantó más. Tendió la mano y encendió el aparato de radio que había encima el escritorio.

Sonaba bien; reconoció la frase que Helen Armstrong estaba pronunciando, y le pareció que estaba razonablemente cerca de los tres minutos del final del programa.

Tres minutos más tarde, Tracy levantó la mano haciendo un círculo con el pulgar y el índice. Wilkins asintió y se dejó caer en la silla en cuyo borde había estado sentado. El guión había alcanzado casi hasta el final; Helen Armstrong había tenido que improvisar unas cuantas frases para rellenar el hueco.

– Tracy, ha estado maravilloso -le dijo Wilkins.

Tracy sonrió y repuso:

– Recuérdemelo cuando tenga que renovarme el contrato. ¿Y ahora qué?

– Le pedí al señor Kreburn que viniera aquí en cuanto acabara la emisión del programa. Tenemos que convencerlo para que…, ¿cómo podemos asegurarnos de que se irá a su casa y se quedará en cama?

– Dígale a Dotty que lo acompañe.

Wilkins lo miró con rostro inexpresivo, y comentó:

– Es que esperaba que usted lo acompañase y llamara al médico de Djck. Usted lo conoce bastante bien, ¿no?

– Claro. Iré encantado. ¿Puedo usar su teléfono un momento?

Marcó el número de Millie Wheeler. Seguramente ya se habría levantado, y si todavía no había salido a desayunar, podía proponerle que tomara un taxi y se reuniera con él.

Pero el teléfono sonó sin que nadie lo cogiera.

– Aquí viene el señor Kreburn -anunció Wilkins mientras Tracy colgaba-. Lléveselo en un taxi y ponga el cargo en la nota de gastos. Asegúrese de que llama… No, llame usted mismo a su médico. No lo deje hablar.

– De acuerdo. Le haré compañía hasta que llegue el médico, así me enteraré de cuándo recuperará la voz, y el dato me servirá para poder arreglar mejor los programas.

Se puso en pie y cogió a Kreburn del brazo.

– Vamos, Dick. Ya has oído las órdenes.

En el taxi, Tracy le preguntó:

– ¿Cómo fue que…? Espera, cierra la boca, no me contestes.

– Escúchame, Tracy…

– Cierra la boca, maldita sea. -Tracy sacó lápiz y agenda, y se los entregó-. Si esto funciona en antena, debería funcionar aquí.

Dick sonrió de mala gana, pero obedeció. Pasó las hojas hasta encontrar una en blanco y escribió:

«Quiero una copa.»

– Rayos -dijo Tracy-. Bueno…, espera, tal vez tengas razón. Whisky de centeno con hielo. Uno o dos cubitos de hielo y un poco de whisky no te harán daño, incluso puede que te haga bien; y es lo bastante suave como para que no te queme el coleto al tragártelo. Pero ninguna taberna nos queda de paso. Compraremos una botella y nos la llevaremos a casa.

Dio unos golpecitos en el cristal y le ordenó al taxista que se detuviese en el primer drugstore o bodega que encontrara.

Hizo esperar a Dick Kreburn en el taxi, mientras iba por el whisky de centeno. Aprovechó para dirígirse a la cabina de teléfono de la tienda y volver a marcar el número de Millie. Quizás antes había salido a comprar rosquillas o algo así, para el desayuno, y ya había regresado.

El teléfono sonó tres veces y entonces le contestó el vozarrón de un hombre. Número equivocado, claro.

– ¿Harvard 6-3942?-inquirió Tracy.

– Sí -respondió la voz.

Tracy tragó saliva y pregunto:

– ¿Está Millie?

– ¿Quién la llama?

– Bill Tracy. ¿Quién habla? ¿Le ha pasado algo a Millie?

– Habla el sargento Corey. De la Policía. A la señórita Wheeler no le ha pasado nada; no está en casa, es todo. Tracy, ¿eh? ¿Es usted el tipo que vive en el apartamento de enfrente?