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– Sí. ¿Qué pasa?

– Un registro de rutina, señor Tracy. Estamos interrogando a todos los inquilinos del edificio y nos gustaría tener su versión. ¿Cuándo puede venir?

– Ahora mismo, si quiere. Pero, ¿qué rayos ha pasado?

– ¿Sabe dónde está la señorita Wheeler?

– Claro que no. Si supiera dónde está no la habría llamado a su casa, ¿no le parece? Maldita sea; pero, ¿qué es lo que pasa?

– Se ha cometido un asesinato -respondió el sargento-. ¿Conoce usted al conserje? Un tal Frank Hrdlicka.

– ¿Frank? -Tracy estaba francamente asombrado-. Frank… ¡Dios santo! -Estaba tan asombrado, que a continuación pronunció justamente las únicas palabras, entre todas las que tenía a su disposición, que no debería haber pronunciado jamás-: ¿El hogar de la caldera? -Y como ya el mal estaba hecho, agregó-: ¿Lo encontraron en el hogar de la caldera?

Se produjo una pausa más bien prolongada. Tracy intentó recuperar ventaja.

– Esto…, quiero decir…, en cuanto llegue le explicaré por qué se lo he preguntado. ¿Lo encontraron en el hogar de la caldera?

– Señor Tracy, será mejor que venga ahora mismo, Queremos que nos explique cómo supo dónde lo encontraron. ¿Cómo lo supo?

En la cabina de teléfonos hacía un calor infernal, pero Tracy tenía la piel fría y pegajosa.

CAPÍTULO IV

Dick Kreburn esperaba en el taxi, reclinado en el asiento, con los ojos cerrados. Al oír el tono de voz de Tracy cuando éste metió la cabeza por la ventanilla, los abrió rápidamente:

– Dick, tengo que irme a casa ahora mismo -le informó Tracy-, ha surgido un problema. Ten, aquí tienes el whisky de centeno. Y escúchame bien: vete a casa y…, oiga, lleve a este tipo a la dirección que le di -le ordenó al conductor-, y después búsquele el médico más cercano para que lo visite. El más cercano, ¿me explico?

– Pero, Tracy… -susurró Kreburn con voz ronca-, puedo telefonear…

– Cállate -le ordenó Tracy-. No debes hablar ni siquiera para llamar a un médico. Estaré en casa para cuando el médico te visite. Dile que antes de marcharse me llame, así podré conocer el diagnóstico. Pídeselo por escrito, no se lo digas.

Tracy le entregó un billete al taxista, y luego volvió a dirigirse a Dick:

– Y no pienses que esto no es asunto mío, y que no tengo por qué interesarme por tu maldita laringe. ¡Si no mejoras antes de la semana próxima, tendré que volver a reescribir cinco guiones más! ¿Captas la idea?

Dick asintió, pero susurro:

– De acuerdo, Tracy. Pero, ¿qué pasa en…?

– Te lo contaré luego -repuso Tracy.

En ese momento pasaba por ahí otro taxi. Tracy lo llamó; echó a correr y subió a éste antes de que el taxista pudiera acercarse al bordillo. Le dio la dirección del Smith Arms, y se reclinó en el asiento.

Cerró los ojos e intentó pensar.

Llevaba varias horas convencido de que lo de Papá Noel había sido una mera coincidencia. Podía haberlo sido, remotamente, posiblemente…, hasta ese momento.

En ese momento…, ¡el conserje en el hogar de la caldera!

Frank Hrdlicka, asesinado según un guión. Su guión. El guión de Tracy.

¿Y por qué? ¿Sólo porque él lo había escrito? Era una tontería, pero una tontería horrenda y disparatada que hacía que un escalofrío le recorriera la espalda.

Aquello era algo más que una coincidencia. En cierto modo, era algo mucho peor. A Arthur Dineen lo había conocido por motivos de trabajo. Pero Frank… A Frank había llegado a conocerlo bien, y había sido un tipo estupendo. Un tipo que literalmente se hubiera quitado el pan de la boca si hubiera llegado a saber que alguien lo necesitaba más que él.

¿Quién sería el cabrón que pudo haber querido matar a Frank, y por qué? Posiblemente fuera un loco homicida. No podía ser de otro modo.

El ascensor del Smith Arms no estaba en la planta, baja. No lo esperó y subió por las escaleras.

La puerta de su apartamento estaba entreabierta. La empujó y entró. Un corpulento policía de uniforme estaba sentado en el sillón Morris; se puso en pie de un salto.

– ¿Es usted William Tracy?

– Sí -respondió Tracy-. ¿Qué es eso de que a Frank Hrdlicka lo…?

– Espere un momento. Tendré que avisarle al inspector que ha llegado. No se marche. -Pasó junto a Tracy, salió al pasillo y gritó-: ¡Eh, sargento!

En alguna parte se abrió y se cerró una puerta, y se oyeron unas fuertes pisadas.

Entraron dos hombres, el más grande se detuvo para darle una orden al policía que había estado esperando en el apartamento.

El otro era pequeño y aseado. Tenía un rostro rosado y querúbico adornado por un bigote gris muy corto. Era difícil calcularle la edad; andaría entre los cuarenta y los setenta. Sus ojos eran penetrantes y vivos, y sus movimientos eran veloces como los de la urraca.

– ¿Tracy? -le preguntó-. Soy el inspector Bates. Este es el sargento Corey. Vayamos al grano. Cuando Corey le comentó por teléfono que habían matado a Hrdlicka, lo primero que usted dijo fue: «¿El hogar de la caldera?» ¿Por qué?

Tracy lanzó un suspiro, apartó unos papeles del escritorio y se sentó sobre él.

– Inspector, será mejor que se siente a escuchar.

– Puedo escuchar de pie -repuso Bates con una sonrisa.

– De acuerdo -dijo Tracy-. Escribo guiones de radio. Escribí un guión de radio en el que asesinaban a un conserje. En el guión, lo apuñalaban por la espalda y metían el cuerpo en una caldera apagada. Por algún motivo no me sorprenderé, más de lo que me sorprendí al enterarme, si me dijera que Frank fue apuñalado por la espalda, tal como manda el guión. ¿Fue así?

El sargento Corey había cerrado la puerta, y ahora se acercó más para escuchar. Al observar la cara de Corey, Tracy obtuvo la respuesta a su pregunta. La cara del sargento adquirió un tono rosado y, después, carmesí, e iba a alcanzar el otro extremo del espectro cuando la voz de Bates repuso tranquilamente:

– Sí, lo apuñalaron por la espalda. ¿Y por qué motivo no se sorprende de que el asesinato ocurriera según su guión?

Tracy inspiró profundamente y repuso:

– Porque hay otro guión, de la misma serie, que fue puesto en práctica del mismo modo. Y el hombre que mataron también era amigo mío, o al menos conocido. Era Arthur Dineen, mi jefe. Ocurrió ayer por la mañana. Alguien…

– iDiooos! -La inflexión que el sargento Corey le dio a su exclamación, rayaba en la reverencia-. ¿Se refiere al asesinato de Papá Noel?

– Sí -respondió Tracy-. Ocurrió casi exactamente como dicta el guión. Con leves diferencias. En el mío no aparecía un perro.

El sargento se quitó el sombrero, se secó la frente con un pañuelo y volvió a ponerse el sombrero, pero ladeado.

– Vamos a ver, ¿intenta decimos que usted ideó estos asesinatos por anticipado? ¿Es usted un clari…, un adivino, o qué?

– No intento decirle nada -repuso Tracy-. Sólo trato de contestar a su pregunta. Usted quería saber por qué adiviné lo del hogar de la caldera. Ahora ya lo sabe.

– Pero…, diablos, no tiene sentido.

Tracy sonrió amargamente y exclamó:

– ¡A mí me lo dice! Anoche salí a emborracharme para olvidarlo. Hasta entonces, todo este asunto de Papá NoeI podía haber sido una coincidencia de lo más descabellada. Pero cuando alguien pone en escena tu segundo guión al día siguiente de haber representado el primero… -Sacudió la cabeza.

– ¿Dónde estaba usted cuando mataron a Hrdlicka?-le preguntó el inspector Bates.

– ¿Cuándo lo mataron?

– A últimas horas de la noche de ayer o a primeras horas de esta madrugada. Lo sabremos con más precisión cuando recibamos los informes del médico forense.