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Levantó la cabeza y vio su rostro reflejado en el espejo, y se asustó un poco. Con cuidado, intentó cambiar de expresión.

Por un momento, casi había sentido que su propia corbata se apretaba en torno a su propio cuello. Si alguien estaba llevando a la práctica sus guiones, ¿por qué no podía ser él la siguiente víctima, si es que iba a haberla?

¿Intentaría alguien asesinarlo, tarde o temprano? Pero, ¿por qué? Nadie que no fuese un loco homicida tendría motivos serios para cargarse a Bill Tracy…,pero, ¿acaso no era lo más acertado pensar que el asesino desconocido era sólo eso, un loco asesino? Entre Dineen y Hrdlicka no existía ninguna relación posible, salvo que ambos habían conocido a Bill Tracy. Nadie que estuviese cuerdo habría tenido un motivo lógico para matarlos a ambos.

Y el único nexo entre ambos, el único nexo posible, era él, Tracy. Un golpe certero en medio de lo que fuera que estuviese ocurriendo y fuera a ocurrir.

– Basta -se dijo, y dio un respingo al caer en la cuenta de que había hablado en voz alta.

El tabernero miró en su dirección, recorrió el pasillo de detrás de la barra, y se le acercó.

– No lo vi regresar -le dijo-. Gracias por el trago. Salud.

– Salud -respondió Tracy. Tenía el pulso firme cuando cogió la copa de whisky y se la bebió de un trago-. Será mejor que me sirva otra, tengo que quitarme la borrachera.

– Hay formas y formas -comentó el tabernero.

Tracy lo miró, y se preguntó si debía intentar hablar con él. Quizás un extraño seria el más indicado. El tabernero parecía un buen tipo. Tenía una cierta pinta de extranjero, quizás, y un ligerísimo acento que podía haber sido ruso o polaco, o de algún sitio de los Balcanes; pero Tracy no conocía los acentos lo suficiente como para identificarlo.

El tabernero era un tipo corpulento y sólido; tenía unos hombros cuyo ancho era casi igual a la estatura del dueño. Los ojos eran tristes y las orejas grandes. Pero notó en él algo familiar. Una de dos, o se parecía a alguien que Tracy conocía, o bien había hablado con él en otras ocasiones, en algún otro bar. Jamás había estado en ése, pero los taberneros suelen cambiar mucho de empleo. Probablemente seria eso.

Tal vez, pensó, tendría que emborracharse lo suficiente como para que le entrasen ganas de hablar con un tabernero, y así quizá no se sentiría tan mal. No era la forma correcta de poner fin a su soledad y a sus miedos, claro, pero, al menos, de aquel modo, tendría algo que hacer. Era mejor que marcharse a casa. Pero lo malo era que, cuando se sentía de aquel modo, cuanto más bebía, más sobrio se encontraba…, hasta cierto punto, al menos.

Tal vez tendría que mantenerse sobrio y fingirse borracho. Al fin y al cabo, y bien miradas, las borracheras son sólo mentales. Quizá mereciera la pena que alguna vez intentara comprobar si lograba ponerse trompa de tanto pensar en sus problemas.

– Fíjese en el dinero que me ahorraría -le dijo al tabernero.

– ¿Con qué?

– Pues no bebiendo -repuso Tracy-. Tómese otra.

– De acuerdo. ¿Usted quiere?

– Póngame una a mi también -respondió Tracy. Se apoyó en la barra para estar más cómodo y, al levantar la vista, encima de la caja vio un letrerito. «En este momento, le sirve STAN», rezaba.

– Stan, tengo problemas -le dijo Tracy.

– Todos tenemos problemas. Anoche…

– Yo le he pagado la copa -le dijo Tracy con firmeza-. Usted todavía no me ha invitado. De modo que le toca escuchar cuál es mi problema.

Los ojos del tabernero se tornaron más tristes. No dijo palabra. Se quedó mirando a Tracy como si éste fuera un borracho más.

Aquello desconcertó un poco a Tracy. Se preguntó si todos los taberneros le mirarían de la misma manera cuando él estaba borracho de verdad y le entraban ganas de hablar con ellos. Probablemente. Era un pensamiento solemne. Los taberneros debían de oír cantidad de patrañas.

Y los tipos eran humanos. Ese tipo era humano; a pesar de las orejas grandes, los hombros anchos y demás, era un ser humano.

– Stan -dijo-, estaba bromeando al comportarme así. No estoy borracho. Estoy condenadamente sobrio. El par de copas que acabo de tomarme son las primeras del día. Pero, ¿qué me diría si le contara que planeé un par de asesinatos…, y que después ocurrieron tal y como los había planeado?

– ¿Por casualidad fue usted mismo quien los cometió?

Tracy negó con la cabeza.

– Vamos a ver, ¿diría usted que podría tratarse de una coincidencia si escribiera usted un guión de Radio sobre un hombre que se viste de Papá Noel para cometer un asesinato, y justo al día siguiente de haberlo escrito resulta que alguien lo hace tal como usted lo ideó?

– Claro que podría tratarse de una coincidencia. Vamos, si ni siquiera conocía usted al tipo…

– Conocía al tipo -lo interrumpió Tracy-. Al que mataron, quiero decir. Era mi jefe. Y también conocía al otro tipo que mataron.

– Está de guasa -le dijo el tabernero. Apoyó las manos, abiertas, sobre la barra. Eran unas manos enormes. Le lanzó una mirada ceñuda.

– No estoy de guasa -replicó Tracy-. El otro guión trataba de un conserje al que apuñalaban por la espalda e introducían en la cal…

Tracy no se dio cuenta de nada. Notó que la mano del tabernero lo agarraba por la pechera de la americana y la camisa, y tiraba hacia delante hasta casi subirlo encima de la barra. Y vio cómo la cara triste del tabernero se acercaba a la suya, y después notó el súbito cambio en su expresión. Pero no vio cómo se acercaba el puño a su barbilla, y aunque lo hubiera visto, no habría podido esquivarlo.

Pero lo sintió durante la fracción de segundo que medió entre la explosión sobre su mandíbula y el apagón que se le produjo dentro de la cabeza.

Se encontraba en un coche y el coche avanzaba. Se sintió mareado y le dolía la mandíbula. Notó una extraña renuencia a abrir los ojos. Pero llevó la mano (no las tenía atadas) hasta la mejilla, y se la tocó con de delicadeza.

– Ha tenido suerte -le dijo una voz-, no le ha roto nada. -Era una voz amistosa, una voz conocida. Pero no lograba identificarla.

– ¿Eh? -dijo, y abrió los ojos.

Era el sargento Corey. Corey iba al volante, y en el coche sólo estaban ellos dos.

– Creí que un poco de aire fresco le sentaría bien, señor Tracy -le explicó el sargento Corey con tono de disculpa.

Tracy pensó en la escena de Alicia a través del espejo, en la que Alicia le habla a una oveja que hace punto, y, de pronto, las agujas de tejer se convierten en remos y aparecen sentadas en una barca y la oveja remando. Una de las mejores secuencias oníricas de la literatura.

Pero aquello no era un sueño…

– ¿Qué pasó? -inquirió Tracy.

– Pudieron haber pasado muchas cosas si yo no hubiera estado allí. El tipo pudo haberlo matado, señor Tracy. Hay que estar loco…, ¿por qué lo hizo?

– ¿Hacer qué?

– Pues ir allí y ponerse a hablar -repuso Core -.Pudo haberlo matado.

Tracy no dijo nada hasta que hubo movido con cuidado la mandíbula unas cuantas veces. No la tenía rota, pero le dolía muchísimo.

– Supongo que empecé mal. Volvamos al principio sargento. ¿Dónde estoy?

– En mi coche.

– ¿Y cómo llegué aquí?

– Yo lo subí, cuando vi que necesitaba un poco de aire fresco. Puede que un trago no le hiciera nada mal ¿eh?

– ¿Tiene algo?

– Llevo una petaca en la guantera. Adelante.

Tracy se sirvió. Volvió a enroscar la tapa pero guardó la botellita.

– Pasemos al siguiente punto -dijo-. ¿Por qué me pegó?

– Creyó que usted lo había hecho -le explicó Corey con tono razonable-. Iba a retenerlo y a llamar a la Policía, pero antes quería darle una paliza. De modo que supongo que fue una buena cosa que yo estuviera allí.

– Creyó que yo lo había hecho…, ¿que había hecho qué?

– Matar a su hermano, claro.