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– Entonces, pise el acelerador a fondo. Nos espera una larga velada. Cuando llegue usted a casa, su mujer no lo reconocerá.

– Estupendo.

– Eso mismo. Y yo averiguaré a fondo sobre sus lista de posibilidades de entrar en la Radio, y cómo enfocar la cuestión. Y usted, sargento, siga adivinando tan bien las cosas que van a ocurrir en Los millones de Millie.

– Y ésa fue la noche del segundo día.

Al día siguiente era jueves. El despertador de Tracy sonó a las nueve de la mañana. Lanzó un quejido y mantuvo los ojos abiertos, porque sabía que si volvía a cerrarlos estaría perdido. Fuera llovía a cántaros.

Llegó al estudio a las diez y cuarto, una hora bastante buena para el estado lamentable en que se hallaba.

Wilkins parecía preocupado.

– Tracy, acabo de llamar a su casa. Al ver que no contestaba nadie, supuse que estaría usted de camino hacia aquí.

– Hay bastante tiempo -lo tranquilizó Tracy-. Tengo a una idea estupenda, señor Wilkins…, aunque ni se me ocurrió a mí. Un amigo mío me la sugirió anoche. Escuche. -Le ofreció un breve resumen de lo que Corey le había sugerido la noche anterior.

Wilkins se quitó los quevedos, los limpió con aire pensativo y luego repuso:

– Me temo que no podemos usarla, señor Tracy.

– ¿Cómo? ¿Por qué no?

Millie es nuestra heroína. No puede cometer un acto ilegal, como manipular los libros del Banco o devolver el dinero. La convierte en…, esto…, en cómplice del delito que cometió su hermano. A nuestro patrocinador no le gustaría.

– Qué tontería. La chica está devolviendo el dinero, no se lo está robando.

– Pero tendría que manipular las cuentas. Usted ha revelado ya que Reggie falsificó algunas para ocultar temporalmente su…, su malversación. Millie no arreglaría nada al devolver el dinero, a menos que pudiese arreglar también las cuentas. Y la heroína de una radionovela no puede hacer algo así, por supuesto. Por cierto, ¿qué le pasó en la barbilla?

– Me llevé por delante un poste -repuso Tracy amargamente-. Al diablo con mi barbilla, Wilkins. Creo que se equivoca en esto. Maldición, ¿acaso Millie no está implicada de todos modos, si intenta reunir el dinero para que Reggie lo devuelva? Sabe que fue él, eso la convierte de todos modos en cómplice. Es una cuestión de grados, maldita sea.

– Por supuesto, pero el grado puede ser importante. No existe la perfección absoluta, claro, pero la heroína de una radionovela debe acercarse lo más posible a la perfección. No hay nada absolutamente perfecto.

– Salvo el producto de nuestro patrocinador.

– Hablo en serio, señor Tracy. Tomemos, por ejemplo, el impulso biológico…

– ¿Qué? -Tracy abrió los ojos como platos para mirar al director de programación. Jamás se le había ocurrido que Wilkins diferenciaría un impulso biológico de un mono de opio. De hecho, si existía algún pequeño Wilkins, cosa que por lo que a él le constaba, no era así, Tracy se habría sentido inclinado a considerarlos un producto de la partenogénesis-. ¿El qué?

– El impulso biológico -repitió Wilkins con firmeza-. Hablo en sentido amplio, claro, y aplicado a las heroínas de radionovelas, para ilustrar lo que quería decirle sobre la cuestión de los grados. A lo que me refería era que, besar a un hombre y…, esto…, tener con él relaciones más íntimas, es también una cuestión de grados.

– De unos cuantos grados.

– Sin embargo, ambos son manifestaciones del…, esto…, del impulso biológico, y la heroína sólo puede hacer una cosa y no la otra.

– ¿Incluso si está casada? -inquirió Tracy con una Sonrisa.

– En ese caso -le explicó Wilkins con seriedad-, las relaciones más íntimas podrían suponerse, pero no podrían…, ¿cómo decírselo…?, no podrían radiarse.

– Supongo que no. Pero ¿ qué tiene eso que ver con lo del Banco?

– Es sólo una analogía, señor Tracy. Si estuviera menos interesado en hacerse el chistoso y quisiera comprenderme habría captado a qué me refiero. Reunir el dinero para dárselo a Reggie es una cosa, pero tratar de falsificar unos asientos en los libros del Banco, es otra. ¿No ve usted la diferencia de grado?

Tracy suspiró y repuso:

– Veo a qué se refiere, pero no puedo decir que yo esté de acuerdo. ¿No podemos planteárselo a nuestro patrocinador?

– Me temo que no; se ha ido a Maine de cacería. Me temo que tendrá que aceptar usted mi palabra.

Tracy volvió a suspirar y dijo:

– Usted es el jefe. De acuerdo. Deberemos reescribir los guiones que ya tenemos, y retrasar las cosas hasta el regreso de Dick. Tendré que hacer que los auditores posterguen su visita…, cosa que es un caso absolutamente fortuito, y lo odio. En fin, de todos modos el guión de hoy será fácil.

– Por supuesto. ¿Cuál será su próxima secuencia, cuando se aclare lo del Banco?

– No tengo ni idea. En cuanto acabe con el guión hoy, pondré una a cocer a fuego lento. Quizá logre hacer encajar, a pesar de todo, la idea del chantaje, si el malvado cajero pesca a Reggie con las manos en la masa en lugar de a Millie. Aunque perderá fuerza. Por cierto, ¿cuándo es el entierro de Dineen?

– Mañana por la tarde. Saldrán de su casa en Queens. ¿Sabe dónde queda?

– Sí, estuve allí en una ocasión. Intentaré asistir al entierro. A propósito, ¡está Dotty por aquí! Será mejor que acabe con el guión de hoy.

Dotty ya estaba esperándolo. Tracy se la llevó al mismo despacho que habían usado el día anterior, y se pusieron a trabajar.

Retocar el guión no resultó tan sencillo como había imaginado, pero no había tanta prisa, de modo que no importó.

En algunos puntos dudosos, Dotty hizo un par sugerencias. Eran inteligentes. Al cabo de tres del mismo estilo, Tracy la miró con cara de sorpresa.

– Wilkins me comentó que querías escribir. Pero no me dijo que podías hacerlo. ¿Puedes?

Al sonreír, a Dotty se le formaron hoyuelos.

– Eso espero, señor Tracy. Es mi verdadera ambición, escribir guiones de Radio, por eso conseguí este trabajo, para estar cerca de los escritores de verdad. como usted, y aprender de ellos. Me gustaría saber si en algún momento podría usted echarles un vistazo a los guiones que escribí por mi cuenta, y así, darme su opinión.

Tracy le dijo que lo haría encantado.

Todos los escritores tienen una cosa en común, al menos los de menos de ochenta años, ya sea que escriban ficción, no ficción, seriales, o lo que sea: siempre están dispuestos a echarle una mano al neófito, especialmente si es una neófita y tiene una figura que permitiría ocupar la primera fila de los Follies.

Y Tracy, que no era una excepción a la regla, se encontró con una cita para la noche siguiente, y una sensación de ligera alarma dentro de la cabeza que pudo haber interpretado como un gong de advertencia, pero no lo hizo.

Terminaron poco antes de las once y media, y Tracy llevó el guión al despacho de Wilkins.

Wilkins lo hojeó velozmente. Cuando terminó, asintió.

– Está bien -dijo-. ¿Le hizo Dotty alguna…, esto…,sugerencia? Me refiero a alguna buena sugerencia.

– Sí -repuso Tracy-. Me hizo varias sugerencias y todas eran buenas. Quizá pueda llegar a escribir. ¿Ha visto alguna cosa de ella?

– No, pero el señor Dineen me dijo que la muchacha ha vendido unos cuantos cuentos…, me parece que a unas revistas románticas. De modo que algunas habilidades ha de tener ya. En su caso, será cuestión de que aprenda la técnica de radio. Los trucos del oficio, como se suele decir.

– Haré todo lo posible -le dijo Tracy. Se volvió para marcharse.

– Ah…, un momento, señor Tracy. Hay una cosa que sin duda sabe, pero espero que me perdone por recordársela.

– Haré lo posible. ¿Qué es lo que debo perdonarle?

– La «KRBY» es muy estricta en…, esto…, en un punto. No aprobamos que ningún empleado, actor o escritor, se aproveche…, esto…, socialmente…, de cualquier contacto que haga dentro del estudio.