Por un instante, Tracy no captó la idea. Luego preguntó:
– Señor Wilkins, ¿debo suponer que se refiere usted al impulso biológico? Puedo asegurarle que ningún personaje de ninguno de los programas de Radio que escribo pensaría en semejante cosa.
Al salir cerró la puerta suavemente, pero con firmeza.
CAPÍTULO VI
Tracy se detuvo en el cuarto de baño para arreglarse la corbata y peinarse antes de regresar al despacho donde había dejado a Dotty.
– ¿Le ha gustado al señor Wilkins? -le preguntó.
Tracy levantó la mano y, formando un círculo con el pulgar y el índice, repuso:
– Todo en orden. ¿Qué estás mecanografiando?
– Espero que no le importe, señor Tracy. Se me ocurrió que podía empezar a reescribir el guión de mañana. A prueba, claro. Aunque lo haga mal, quizá sirva de ayuda. Y cuando usted haga la versión definitiva, podré ver los errores de la mía. ¿Le importa?
– No, adelante -le pidió Tracy-. ¿Te pongo nerviosa si miro por encima de tu hombro?
– No, qué va. Es usted muy amable, señor Tracy.
– Soy estupendo -admitió-. Pero olvídate del «señor», ¿vale? Para ti soy Tracy.
Colocó una silla detrás de la de ella. Durante un rato se dedicó a observar el papel de la máquina de escribir, y después empezó a distraerse con distintas cosas. El perfume de Dotty, por un lado. Su oreja izquierda, por el otro. Era una orejita hermosa, que asomaba tímidamente por debajo del suave cabello rubio. Mientras estaba allí, sentado, con la barbilla justo detrás del hombro de Dotty, la oreja se encontraba a menos de un palmo de su cara y le entraron deseos tremendos de inclinarse hacia delante y besarla. O mejor aún, de mordisqueársela suavemente.
Pero aquello no era nada conveniente. El morderle la oreja, o incluso besársela, constituía un paso bastante osado como para emplearlo en el primer avance con una chica. Pero un beso en la nuca…, quizá lograra dárselo y salirse con la suya. De todos modos, no había nada mejor que averiguarlo. Y no había nada mejor que establecer su amistad sobre una base firmemente no platónica, a la primera oportunidad razonable.
Sí, señor, correría el riesgo. Justo ahí, donde los dorados mechones de cabello comenzaban a crecer hacia arriba.
Lo hizo.
Dotty no se apartó, ni siquiera se volvió. Se limitó a preguntarle:
– ¿Qué cree que deberíamos hacer con esta frase, en la que Millie le dice a su madre, «Ahí va Dale», y después se asoma a la ventana para invitarlo a entrar? ¿No le parece que es poco apropiado que Millie grite?
– ¿Eh? -repuso Tracy. Tardó unos segundos a volver a concentrarse en el guión, y cuando lo logró, su mente se negó a darle una respuesta a la pregunta.
– ¿Qué harías tú si estuvieras escribiendo el guión?-inquirió Tracy.
– Pues la haría decir «Ahí va Dale. Me pregunto si…» Y, después, agregaría: «¡Qué suerte! Mira hacia aquí.» Pondría efectos de sonido de una ventana que se abre y después, a lo lejos, las pisadas de Dale al acercarse hasta donde ella pueda decirle sin gritar: «Dale, ¿puedes entrar un momento? Queremos hablarte.»
– No está mal -admitió Tracy-. Sigue.
– Creo que puedo mejorar un poco la redacción. Así…
Las teclas de la máquina de escribir fueron cediendo bajo sus dedos, y Tracy leyó el resultado.
– Pues sí. Te ha quedado estupendo.
Se dirigió a la ventana y se quedó mirando hacia fuera. Al haber hecho caso omiso del beso en la nuca, Dotty había ganado el asalto con más eficacia que si se hubiera vuelto y lo hubiera abofeteado. ¡Caray! Si ni tan siquiera había logrado distraerla de su trabajo. Y por lo que pudo comprobar, estaba arreglando el guión a las mil maravillas; aunque debía reconocer que no lograba concentrarse lo suficiente en él como para estar seguro.
Pero, claro, no se trataba de un trabajo de creación. Quizás en eso fuera muy mala, aunque estuviera captando a toda prisa la mecánica.
Una hora más tarde, leyó el guión terminado, introdujo a lápiz unos cambios y mejoras menores, y le dio el visto bueno. Y gracias a Dios que ya estaba libre, al menos por un día, para dejar de preocuparse de la reescritura de los guiones, y ver si se le ocurría una idea que al maldito Wilkins le pareciera aceptable para», y el siguiente lío en el que Millie se vería envuelta.
Invitó a comer a Dotty y le sugirió que fueran a ver una película. Pero la muchacha debía regresar al estudio. La acompañó y después se metió en el bar de abajo a tomarse una copita antes de irse a casa.
Jerry Evers -que en esos momentos hacía el papel de cajero jefe en el Banco, y que solía interpretar muchos personajes menores- se encontraba en la barra. A Tracy le caía bien Jerry, que era el mejor actor del grupo. Quizás el único actor completo del programa; Jerry tenía toda una trayectoria de papeles secundarios y protagonistas. Nunca había llegado a la cima, y jamás lo haría. En escena, su aspecto jugaba en su contra, y en la Radio, su voz jugaba en su contra. No tenía ni mal aspecto ni mala voz, pero ninguno de los dos poseían esa calidad que hace soñar y suspirar a las mujeres. Sabía actuar, claro. Lograba ser convincente en cualquier papel, salvo en uno estelar y romántico.
Tracy lo invitó a una copa. Jerry Evers le devolvió la invitación y después decidieron tomarse una tercera. Al fin y al cabo, pensó Tracy, si no llegaba a casa temprano, le quedaba la noche y la mañana siguiente para inventarse algún embrollo en el que meter a Millie Mereton.
– Por el crimen -brindó Tracy levantando la tercera copa.
– Por el asesinato, Tracy -brindó Jerry, chocando la copa.
– ¿Eh?
Jerry le lanzó una sonrisa socarrona. Una sonrisa extraña.
– Y ojalá lo encuentres siempre divertido.
Tracy no estaba preparado para aquello y se le cayó la copa.
El estrépito que hizo sobre la barra obligó a Jerry Evers a ponerse en pie de un salto, y entonces derramó parte de su copa.
– ¿Qué diablos te pasa, Tracy?
– Lo siento, Jerry. Es que tengo unos escalofríos del demonio. ¿De dónde has sacado eso?
– ¿Lo de El asesinato como diversión? -Evers lo miró con cara de incredulidad-. En los diarios, claro. Lo leí justo antes de que entraras. ¿No me irás a decir que tú no les contaste la historia?
El periódico de Jerry estaba sobre la barra. Lo cogió y se lo entregó a Tracy; mientras éste lo leía, le indicó al tabernero que quitara los cristales y volviera a servirles otra copa.
Tracy gruñía mientras iba leyendo. El inspector Bates había contado toda la historia a la Prensa, y la Prensa la estaba convirtiendo en toda una obra. Al menos, el Blade.
El encabezamiento del artículo a dos columnas rezaba:
¿ES POSIBLE QUE UN ESCRITOR DE RADIO
ESCRIBIERA EL GUIÓN DE DOS ASESINATOS?
Unos guiones de Radio,
posible conexión entre
los casos de Dineen y Hrdlicka
Y la nota comenzaba así:
«William Tracy, guionista contratado por la emisora «KRBY», sostiene haber escrito unos guiones de misterio que predijeron, con exactitud, los métodos utilizados el martes por la mañana para asesinar a Arthur D. Daneen, director de programación de la «KRBY», y ayer a la madrugada, para eliminar a Frank Hrdlicka, conserje del Smith Arms, edificio donde vive el señor Tracy.
»Según el inspector Bates, del Departamento de Homicidios, los guiones formaban parte de una serie de historias de crímenes bajo el título de El asesinato como diversión, que el señor Tracy escribió al margen de sus obligaciones contractuales con la emisora.
»El inspector Bates manifestó que este hecho sorprendente parece indicar una relación entre los dos asesinatos, considerados hasta ahora…»