– No.
– Gracias a Dios -dijo Jerry Evers, e inspiró hondo-. No es que sea supersticioso, Tracy, pero…, bueno, me alegro que no lo hicieras. -Se miró un instante en el espejo que había detrás de la barra y luego dijo-: Si, me alegro de que no lo hicieras. Oye, Tracy, ¿crees que el asesino irá mañana al entierro?
– ¿Cómo diablos quieres que yo lo sepa?
– Supongo que irá. ¿Acaso los asesinos no van siempre a los entierros? Yo creo que sí. Sí, ahora que lo pienso, me alegro de que Helen me pidiera que la acompañase. Puede que la Policía piense lo mismo, que el asesino estará allí. Y tú, ¿irás?
– Ya me lo has preguntado. No lo sé. -Tracy le lanzó una sonrisa socarrona-. Si tu teoría es correcta, quizá no debería ir. La Policía sospecha de mí, y si no voy, tal vez me eliminen de la lista.
– Es una posibilidad. Tal vez no deberías ir. Tracy, ¿acaso has…? Diablos, vaya pregunta más tonta.
– Quieres saber si yo cometí los asesinatos. No. Aunque, pensándolo bien, no significa nada, ¿verdad? Te diría exactamente lo mismo, tanto si los hubiera cometido como si no.
Evers lanzó una carcajada. Era una carcajada fría, un tanto beoda y…, bueno, peculiar. Tracy lo miró con curiosidad; no podía haberse emborrachado tan de repente.
Tracy rió entre dientes. Jerry era actor, y los actores son así. Consciente o inconscientemente, lo dramatizan todo. Cuando llegan al punto en el que superan, aunque sea mínimamente, la etapa en la que dan una imagen completamente sobria, se hacen los borrachos, Hasta eso lo dramatizan.
Entonces Tracy dejó de reír; vio el rostro de Jerry reflejado en el espejo de detrás de la barra. Le pareció extraño, crispado. Por un momento, se asustó…, hasta que advirtió que Jerry también contemplaba su propia imagen.
De repente, se dio cuenta.
«El pobre está como una regadera -pensó-; trata de parecerse a Boris Karloff en el papel de loco homicida. Practica para la Policía.»
Tracy lanzó una carcajada, y notó que su propia risa tampoco sonaba muy sobria.
– Jerry, tengo que irme. Tengo que trabajar.
Una vez fuera, se detuvo un instante bajo la brillante luz del sol y trató de decidir qué haría. Maldición, debía preparar algo para la próxima secuencia de Los millones de Millie. ¿Estaría lo bastante sobrio como para escribir?
Para cuando llegara a su casa, pensó, lo estaría. Si iba andando se le pasaría la borrachera.
Había recorrido una manzana cuando recordó haber prometido ver al médico de Dick Krebum en casa de éste. Echó un vistazo al reloj y supo que llegaría justo a tiempo; giró hacia el Este en la siguiente esquina.
El doctor Berger estaba todavía en la habitación de Dick.
– Se encuentra bastante bien -le informó a Tracy-. La garganta ya está mejor; este fin de semana podrá hablar un poco. Y, si se cuida, recuperará del todo la voz en uno o dos días más.
– Estupendo -dijo Tracy.
Cuando el médico se hubo ido, se dejó caer en un sillón.
– Vamos a ver, Dick, hoy es jueves, y el guión de mañana ya está arreglado, y tú no apareces. De modo que el lunes, si hace falta, te haremos aparecer un poco. Ya hemos mencionado lo de la laringitis, de modo que si tienes la voz ronca, no habrá problemas. Maldita sea, tendrás que hablar en voz ronca, aunque estés bien. Si tuvieras la voz normal, tendrás que fingir ronquera.
Dick asintió y comenzó a decir:
– Cuéntame lo de…
– Cállate.
Dick sonrió y señaló los diarios de la tarde que había sobre la cómoda.
– Ah. Has leído lo de los guiones, ¿eh? -Tracy se acercó a la cómoda y echó un vistazo a los diarios-. Oye, Dick, tienes tres periódicos. Sólo he leído el Blade.
Dame un minuto para leer los otros dos, ¿vale?
Hojeó rápidamente las notas; ninguna de ellas variaba sustancialmente con respecto a la publicada por el Blade. Sí, había estado en lo cierto; Bates debió de haber dado órdenes sobre la forma en que debía manejarse la historia.
Satisfizo la curiosidad de Dick lo mejor que pudo, con los escasos detalles que pudo añadir a los que proporcionaban las notas periodísticas.
Después buscó y encontró la botella de whisky de centeno que había comprado para Dick; satisfecho, notó que estaba casi llena. Se tomó una copa con el inválido, ambos jugaron una partida de gin rumrny a céntimo el punto, y Tracy ganó la modesta suma de un dólar con sesenta céntimos. Después, se marchó.
Eran poco más de las tres; le quedaba por delante parte de la tarde y toda la noche para pensar en Los millones de Millie.
Al girar la última esquina que lo conduciría a la manzana de su casa, una súbita idea le obligó a aminorar el paso. Fue una suerte que lo hiciera; dos coches esperaban aparcados delante del Smith Arms. En cada uno de ellos había un hombre esperando, y reconoció a uno, era un periodista del Blade. El otro hombre seria de uno de los otros periódicos.
No lo habían visto. Tracy retrocedió con cuidado, entró por la puerta trasera y subió por la escalera de servicio.
Cuando entró en su apartamento, el teléfono estaba sonando. Lo cogió.
– Aquí Tracy.
– Habla Lee -le contestaron al otro lado de la línea-. Lee Randolph. Trabajabas para mí, ¿te acuerdas?
– ¿Por casualidad no será el Lee Randolph que está de editor de locales en el Blade? -inquirió Tracy-. Seguro que no puede ser ése.
– Pues soy ése. Hace tres horas que intento comunicarme contigo. Tengo algo importante que decirte.
– ¿Qué es, Lee?
– Que eres un hijo de puta. Una historia así, y tenemos que conseguirla de los polis, al mismo tiempo y del mismo modo que los demás diarios. Podías habernos concedido una exclusiva, so cabrón.
Tracy rió entre dientes.
– Lee, ¿es que no te lees los libros sobre periodismo moderno? Las primicias son algo del pasado. Ya no se llevan. Además, intentaba que no se publicara nada.
– Pues has hecho un buen trabajo. De acuerdo, chico, ahora que ya es de dominio público, podrías damos los detalles. Dentro de una hora sacamos la siguiente edición. Dame alguna pista nueva.
– No hay detalles, Lee. Esa es toda la historia. Al menos la que es apta para imprimir.
– No seas así. Bates se estaba guardando algo. ¿Qué es?
– Nada que yo sepa, Lee. No se hable más. Oye, por cinco céntimos la palabra, te escribiré mi autobiografía. En seis capítulos; puedes empezar a publicarla mañana y cubrir una semana con ella.
Lee Randolph soltó un improperio y colgó el teléfono.
Tracy colgó su sombrero y su chaqueta, y se acercó al escritorio de la máquina de escribir.
Tenía polvo. Se lo quitó con cuidado. Quitó la funda a la «Underwood» y colocó una pila de papel de copia, amarillo, junto a la máquina. Metió una hoja.
Encendió un cigarrillo y se quedó mirando la hoja en blanco. Ésta le devolvió la mirada.
Pensó en Frank Hrdlicka. «Maldito el cabrón que mató a Frank», pensó.
Frank había sido un tipo tan estupendo. No era muy conversador, pero Tracy se acordó del domingo anterior, cuando Frank había bebido whisky como para que se le soltara la lengua. Fue el día en que él, Dick Krebum y Frank habían jugado al cabeza de oveja; al marcharse Dick, Frank se había quedado un rato más.
Tracy recordó que Frank se había asomado a la ventana y se había puesto a mirar hacia fuera. Tracy le había sugerido que jugaran una partida de ajedrez; sin volverse, Frank había sacudido la cabeza y le había dicho:
– Es demasiado ruidoso, Tracy.
– ¿Ruidoso?
– Dios santo, sí, ruidoso -le había dicho Frank-. ¿No oyes el ruido cuando juegas? Ese choque de fuerzas te ensordece. Monta un lío de los mil demonios.
– ¿Oué clase de ruído, Frank?
Fue entonces cuando Frank se apartó de la ventana. Sonrió un poco, como disculpándose.
– Estoy diciendo tonterías.
Tenía la copa vacía en la mano. Tracy la había cogido y se la había vuelto a llenar. Entonces le había dicho:
– Me gusta. Cuéntame más.
– Supongo que la mayoría de las personas no lo oye. Quizá yo tampoco, en realidad. Pero da esa sensación. Verás, toma por ejemplo una torre…, está ahí quieta sobre su casillero. Pero hay…, ¿cómo se dice?
– ¿Líneas de fuerza?
– Sí, líneas de fuerza que avanzan. Líneas que parten desde la torre; hacia delante, hacia atrás y hacia los lados. Empujan contra todas las piezas que tocan. Es como un…, como un zumbido…, como de una dinamo o un motor. En el caso de los alfiles, el empuje es en diagonal; además, el tono y la altura del sonido varían. Los caballos…, rayos…, estoy diciendo tonterías.
– Puede ser. Sigue.
– Es un sonido extraño, Tracy, un sonido curvo. Y los peones…, ¿nunca has oído gritar a uno de ellos cuando es capturado?
Un extraño escalofrío recorrió la espalda de Tracy.
Frank le había sonreído.
– Digo tonterías, Tracy -había repetido-. Creo que me siento tonto. Me parece que estoy enamorado. A mi edad.
– ¿Y qué? ¿Quién es la chica?
– Su nombre no te sonaría. Quizás un día la conozcas. Es menuda y rubia, y tiene antepasados polacos. Creo que le gusto.
– ¿Crees? ¿Entonces todavía no le has hecho la pregunta?
– No, claro que no. Hasta que no me den la nacionalidad, no. Antes quiero conseguir la ciudadanía. Entones hay un montón de cosas que tengo ganas de hacer. Sobre todo una.
– ¿Es un secreto?
– Sólo porque sonaría muy tonto hablar, en inglés chapurreado, de escribir un libro. Pero pronto habré mejorado lo suficiente como para empezar.
– Quiero leerlo, Frank.
– Ojalá lo hagas, Tracy. Pero no será un libro importante. Estoy hablando demasiado. Tengo que marcharme, Tracy. Muchas gracias por las copas y todo lo demás.
Aquélla había sido la última vez que había visto a Frank.
Al recordar la conversación, Tracy se preguntó si habría contenido algún detalle del que debía haber informado a Bates. No, nada de lo que hablaron en aquella última ocasión habría tenido relación alguna con el crimen.
Pero volvió a pensar en lo que Frank había dicho de los peones: «¿Nunca has oído gritar a uno de ellos cuando es capturado?»
Una vez más, tal como le ocurriera en la ocasión anterior, un escalofrío le recorrió la espalda.
¿Acaso había sido Frank el peón de alguien? ¿Haría gritado cuando el cuchillo se le hundió en la espalda…, allá abajo, en el cuarto de la caldera, donde nadie más que el asesino lo habría oído?