– ¿Oué clase de ruído, Frank?
Fue entonces cuando Frank se apartó de la ventana. Sonrió un poco, como disculpándose.
– Estoy diciendo tonterías.
Tenía la copa vacía en la mano. Tracy la había cogido y se la había vuelto a llenar. Entonces le había dicho:
– Me gusta. Cuéntame más.
– Supongo que la mayoría de las personas no lo oye. Quizá yo tampoco, en realidad. Pero da esa sensación. Verás, toma por ejemplo una torre…, está ahí quieta sobre su casillero. Pero hay…, ¿cómo se dice?
– ¿Líneas de fuerza?
– Sí, líneas de fuerza que avanzan. Líneas que parten desde la torre; hacia delante, hacia atrás y hacia los lados. Empujan contra todas las piezas que tocan. Es como un…, como un zumbido…, como de una dinamo o un motor. En el caso de los alfiles, el empuje es en diagonal; además, el tono y la altura del sonido varían. Los caballos…, rayos…, estoy diciendo tonterías.
– Puede ser. Sigue.
– Es un sonido extraño, Tracy, un sonido curvo. Y los peones…, ¿nunca has oído gritar a uno de ellos cuando es capturado?
Un extraño escalofrío recorrió la espalda de Tracy.
Frank le había sonreído.
– Digo tonterías, Tracy -había repetido-. Creo que me siento tonto. Me parece que estoy enamorado. A mi edad.
– ¿Y qué? ¿Quién es la chica?
– Su nombre no te sonaría. Quizás un día la conozcas. Es menuda y rubia, y tiene antepasados polacos. Creo que le gusto.
– ¿Crees? ¿Entonces todavía no le has hecho la pregunta?
– No, claro que no. Hasta que no me den la nacionalidad, no. Antes quiero conseguir la ciudadanía. Entones hay un montón de cosas que tengo ganas de hacer. Sobre todo una.
– ¿Es un secreto?
– Sólo porque sonaría muy tonto hablar, en inglés chapurreado, de escribir un libro. Pero pronto habré mejorado lo suficiente como para empezar.
– Quiero leerlo, Frank.
– Ojalá lo hagas, Tracy. Pero no será un libro importante. Estoy hablando demasiado. Tengo que marcharme, Tracy. Muchas gracias por las copas y todo lo demás.
Aquélla había sido la última vez que había visto a Frank.
Al recordar la conversación, Tracy se preguntó si habría contenido algún detalle del que debía haber informado a Bates. No, nada de lo que hablaron en aquella última ocasión habría tenido relación alguna con el crimen.
Pero volvió a pensar en lo que Frank había dicho de los peones: «¿Nunca has oído gritar a uno de ellos cuando es capturado?»
Una vez más, tal como le ocurriera en la ocasión anterior, un escalofrío le recorrió la espalda.
¿Acaso había sido Frank el peón de alguien? ¿Haría gritado cuando el cuchillo se le hundió en la espalda…, allá abajo, en el cuarto de la caldera, donde nadie más que el asesino lo habría oído?
CAPÍTULO VII
Tracy lanzó un juramento, se levantó del sillón y se paseó durante un rato por el cuarto. Volvió luego delante de la máquina de escribir, y encendió otro cigarrillo. La hoja amarilla seguía en blanco.
Recordó que la cinta estaba gastada; sacó del escritorio una nueva y la cambió. Se manchó los dedos de tinta y tuvo que ir a lavarse las manos.
Encendió otro cigarrillo y la hoja seguía en blanco.
Escribió unas cuantas palabras para probar la cinta. El mecanografiado siempre quedaba bonito, pensó, cuando la cienta era nueva. Claro, negro y bien destacado. Leyó lo que había escrito. «El Caballero Blanco se desliza por la lanza. Se balancea muy peligrosamente.»
¿Por qué diablos se le habría ocurrido aquello? Era de Alicia en el país… No. De Alicia a través del espejo. Una fantasía onírica sobre una partida de ajedrez. ¿Sería por eso que se le había ocurrido? «Y los peines…¿nunca has oido gritar a uno de ellos cuando…?»
Quitó el papel con tanta fuerza, que el rodillo emitió un chillido en lugar de hacer clic. Puso otra hoja de papel.
Se sentó a mirarla.
«Los millones de Millie, maldita sea; concéntrate en Los millones de Millie. En cómo meterla en un lío en el que no haya estado metida antes.
»¿La hago padecer un ataque de ictericia y que se ponga amarilla como esta hoja? Diablos.»
Sonó el teléfono. Lo cogió.
– ¿Señor Tracy?
– Le hablo del Star, señor Tracy. ¿Podría decirnos…?
– ¿El Star? ¿Quién habla?
– Kapperman. Editor de locales. ¿Podría…?
– ¿Quiere que el señor Tracy lo llame cuando regrese…?
– ¿Cómo? Creí que me había dicho que usted era el señor Tracy.
– Ah, no. Me pareció entender que preguntaba por la señora Tracy. Yo soy la señora Tracy.
Se produjo un segundo de silencio. Casi logró oír el ruido de engranajes al girar, que provenía del otro lado de la línea. Entonces, una voz le dijo:
– No sabía que estuviera casado.
– No lo estoy -respondió Tracy-. Está usted hablando con mi madre. -Y colgó el teléfono con sumo cuidado.
Regresó a la máquina de escribir y se sentó. La hoja de papel amarillo seguía igual. Completamente en blanco.
Encendió un cigarrillo.
Sonó el teléfono.
Lo dejó sonar un rato. Al diablo con el teléfono. Seguro que sería… Pero, ¿y si fuera Millie, o Dotty, o…?
Fue a contestar. Descolgó el auricular y con voz chillona dijo:
– Salón de belleza de Mamie.
– ¿Cómo? -inquirió una voz. Era una voz masculina que Tracy no reconoció.
Colgó y volvió al escritorio.
El teléfono volvió a sonar. No lo cogió.
Encendió otro cigarrillo y se quedó mirando la hoja en blanco. Al cabo de un rato, el teléfono dejó de sonar.
Advirtió que se había puesto a tararear La luna era amarilla… Pero lo único amarillo allí era el condenado papel, y no la luna, ¿y qué rayos tenía que ver todo aquello con Los millones de Millie? ¿Un viaje a la Luna? No. Las radionovelas no podían tener rasgos de ciencia ficción. Quizá si…, no.
Necesitaba un poco de café; eso era lo que no funcionaba. Quizá Millie hubiera vuelto a casa, quizá tuviera café preparado, o quizá le prepararía un poco. Salió al pasillo y llamó a su puerta.
No obtuvo respuesta.
Ya que estaba en el pasillo, podía bajar y ver si tenía correspondencia en el buzón. Bajó. No había correspondencia.
Volvió a subir y se sentó delante de la máquina de escribir.
La hoja de papel seguía siendo amarilla y seguía estando en blanco. Lo miraba socarrona. «Está bien, vamos a ver, los fondillos de los pantalones pegados al asiento de la silla…, ésa es la fórmula. Concéntrate.»
Pero empezó a desear que volviera a sonar el teléfono. Aunque llamara un periodista. Deseaba oír una voz humana. La de cualquiera. Deseaba que un vendedor llamara a su puerta.
¿Y si a Millie la atropellara un…? Qué tontería.
Maldición. ¿Estaría acabado como escritor? Antes había sido difícil, pero nunca tanto como ahora. Claro que en esta ocasión tenía muchas preocupaciones. Frank Hrdlicka no paraba de entrometerse, y Dineen…, y Millie Wheeler, y Dotty y Jerry Evers. ¿Estaba Jerry realmente loco por el hecho de querer convertirse en sospechoso? ¿O era listo? El mundo del espectáculo está lleno de chalados; después de todo, tal vez Jerry supiera qué se traía entre manos.
¿Y los viejos guiones y demás que guardaba en el fondo del último cajón? Quizás encontrase allí algo que pudiera utilizar en Millie. Uno de los cuentos de detectives que había escrito y nunca había logrado vender, quizá.
Los sacó e hizo un rápido repaso de los títulos, recordando vagamente los argumentos. Ni una idea en todas aquellas páginas, al menos para la secuencia de Millie. Aunque podría utilizar algunas cosas para la serie El asesinato como diversión, si llegaba a continuarla.