Pero le cambiaría el condenado título, incluso si llegaba a escribir otras historias. El asesinato no era divertido. Frank jamás se casaría con su rubita polaca; jamás escribiría el libro que iba a escribir…, y Tracy tenía la corazonada de que podía haber sido un buen libro. Jamás volvería a beber el bourbon de Tracy, ni a jugar con él una ruidosa partida de ajedrez. Jamás volvería a oir…
Aquello le recordó algo que había deseado hacer desde el domingo. Era una locura, pero quería hacerlo. Sacó el tablero y las piezas de ajedrez, y preparo una partida sobre la mesa de jugar a cartas.
Movió primero las blancas y después las negras. Una apertura corriente con los cuatro caballos, y después avanzó hacia la mitad del juego, hasta que tanto blancas como negras alcanzaron posiciones semejantes, como la mayoría de las piezas fuertes en juego.
Después se quedó sentado observando la jugada, estudiando y sintiendo las fuerzas de aquel ejército, las amenazas, los avances y equilibrios. El peón del rey blanco amenazado por un alfil negro; y un caballo protegido por el peón de la reina blanca y una torre.
No, en su caso no funcionaba. Sentía todas aquellas fuerzas; incluso podía convencerse a sí mismo de que podía -en sentido figurado- verlas como radiantes líneas de fuerza, diagonales para el caso de los alfiles, y rectas para las torres.
Pero, ¿oírlas? No. Resultaba extraño cómo los cerebros de dos personas podían funcionar de dos modos tan diferentes. Probablemente, a sus sentidos les ocurriera otro tanto. En realidad, resultaba difícil precisar qué olor y qué sabor y qué tacto podía llegar a tener una cosa para otra persona. Por ejemplo, no existen dos personas que puedan comparar las sensaciones gustativas que les provoca el pastel de manzana, para comprobar en qué difieren o se parecen.
Recordó un cuento de ciencia ficción que leyó una vez, uno descabellado, en el que un científico loco había operado a una víctima y le había provocado un cortocircuito en los nervios sensoriales, para que cada nervio se conectara con una parte del cerebro que no era la adecuada; de ese modo, el nervio óptico del pobre tipo se conectaba con la parte de su cerebro que registraba los olores, sus nervios auditivos con las papilas gustativas, y así sucesivamente.
El pobre tipo quedó hecho un horrible lío. Para él la oscuridad siempre olía a huevos podridos, y una luz brillante olía a bistec hecho; un do mayor sabía a pescado, y al beber agua fría se quedaba casi ciego; el tacto de una superficie suave tenía un tono agudo y el papel de lija sonaba como una tuba.
He ahí algo que no le había ocurrido a Millie. Sólo que a Remilgado Wilkins no le gustaría. Y tampoco al queridísimo público de Millie, Dios lo maldiga.
Guardó las piezas y el tablero, plegó la mesa de jugar a cartas, y regresó a la hoja amarilla que había en la máquina de escribir. A ese paso, no conseguiría acabar su trabajo.
Intentó ejercitar los dedos escribiendo unas cuantas veces «Ha llegado el momento de que todos los hombres de bien acudan en auxilio de la fiesta»; después quitó la hoja y puso otra.
Se quedó mirándola, tratando de concentrarse. Encendió un cigarrillo.
«Imagínate a Wilkins con un látigo de cuero trenzado.» Wilkins quería un resumen de la próxima secuencia. Y era mejor que el resumen fuera bueno, porque Wilkins se pondría furioso por la nota publicada en los periódicos. Wilkins con un látigo de cuero trenzado…
– Sí, señor, estoy trabajando.
«Venga, esfuérzate y quizá se te ocurra algo.» Era preciso, o sería su fin como escritor. Un cascarón quemado.
¿Quién rayos habría tenido motivos para cargarse a Frank y a Dineen?
«Olvidate de eso y concéntrate en Millie. Millie Mereton.»
Colocó las manos sobre el teclado. Pulsó la tecla tabuladora para sangrar un párrafo. Despacio, escribió «Millie» y dejó las manos en el teclado, esperando que le saliera la siguiente palabra. Pero no llegó. Empezaron a dolerle las muñecas y tuvo que bajar las manos.
Se levantó y se paseó un rato por la habitación. El cigarrillo se le había caído del cenicero y había dejado un agujero marrón en la alfombra. Lo recogió y frotó el agujero con la punta del zapato. Apagó el cigarrillo en el cenicero, encendió otro y volvió a sentarse.
Se preguntó qué impresión sensorial le habría producido al tipo del cuento de ciencia ficción la contemplación de una hoja de papel amarillo. «Veamos; la vista estaba conectada con los centros olfativos. El papel tendría, para él, un olor. Quizás oliera como el perfume de Dotty, o como…»
«Basta ya. Ponte a trabajar.» Quizá pudiera pensar con los dedos. Los posó sobre el teclado y empezó a escribir «Milliemilliemilliemilliemilliemillie» en la primera línea y en la siguiente.
Quitó el papel de la máquina y puso otra hoja. Encendió otro cigarrillo. «Mantén los fondillos del pantalón pegados al asiento de la silla y…»
Del pasillo le llegó el ruido de unos pasos. Un taconeo de zapatos de mujer.
Tracy estuvo a punto de caer al suelo con las prisas por llegar a la puerta y abrirla. Millie Wheeler -la verdadera Millie- se disponía a meter la llave en la cerradura de su puerta.
– ¡Millie! -gritó Tracy.
La chica se volvió, un tanto sobresaltada. Tracy la aferró del brazo y la obligó a entrar en su apartamento.
– Entra, por el amor de Dios, entra y háblame antes de que me vuelva loco. Creí que era yo la última persona que quedaba en la Ti… No. Vayamos a tu apartamento. Quiero salir del mío. -Se estremeció.
– Tracy, ¿has estado bebiendo?
– No, pero es una buena idea. ¿Qué te parece?
Millie abrió su puerta y él la siguió. Ella se dirigió a la cocina.
– Café?
– Sí, estupendo.
– ¿Tienes hambre?
– No lo sé. No lo creo.
– Está bien, haré un poco de café. Después te sentarás y le contarás a mamá qué es lo que te preocupa. Oye…, ¿no está sonando tu teléfono?
Logró cruzar el pasillo y llegar a tiempo para cogerlo.
– Tracy al habla.
– Habla el inspector Bates, Tracy. ¿Conoce a un hombre llamado Walther Mueller? ¿Alguna vez oyó mencionar ese nombre?
– Hummm…, no sé, me suena levemente familiar. Quizás haya oído hablar de él o me lo hayan presentado; pero no creo que haya conocido nunca a nadie con ese nombre. ¿Quién es?
Bates se mostró evasivo.
– Es sólo un nombre que surgió en el curso de nuestra investigación. ¿Ha escrito algún otro guión policíaco?
– Diablos, no.
– Quizá sea lo más inteligente. Yo, en su lugar, no lo haría, al menos hasta que averigüemos algo más de lo que sabemos.
– ¿Y qué es lo que saben?
Bates lanzó una risita ahogada.
– Confidencialmente, todavía nada. Por cierto, ¿de dónde sacó Dineen ese dobermann? ¿Lo sabe usted? Su mujer dice que lo llevó a su casa desde el estudio, que alguien se lo había regalado cuando era cachorro.
– Habrá sido antes de que yo trabajara en la Radio. Un momento… Pudo haber sido Pete Meyer. Pete tiene un perro de policía…, supongo que es un dobermann. Y es una perra; lo más probable es que ésta haya tenido cría y él se anotara un tanto regalándole un cachorro al jefe.
– ¿Pete Meyer? Es el héroe de Los millones de Millie, ¿no?
– El mismo. Dale Elkins en la vida real, aunque los de la Radio nunca le llamamos así. Pero lo de Pete es sólo una idea que se me ha ocurrido, pregúntele a alguien que lleve trabajando allí más tiempo, si quiere asegurarse.
– Probaré con la secretaria de Dineen; lleva cuatro años en la emisora y el perro sólo tiene dos. Por cierto, ¿pasará a ser secretaria de Wilkins?
– Ni idea -repuso Tracy-. Oiga, ¿cómo está el perro?