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– Me han dicho que bien. Sigue en un hospital veterinario, porque creen que es mejor dejarlo allí hasta que acabe lo del entierro. Según el veterinario, estaba hecho polvo. Oiga, Tracy, ¿dónde estuvo usted durante la primera semana de junio de este año? ¿En Nueva York?

– Déjeme pensar…, creo que sí. En junio me fui dos semanas de vacaciones a Cape Cod, pero fue a partir del diez, creo. O sea que la primera semana estuve en Nueva York. ¿Por qué?

– Es un control -respondió Bates-. Por aquel entonces ocurrió algo que podría estar relacionado con…, esto…, los acontecimientos posteriores. Por cierto, ¿ha recordado algo que no me hubiera comentado ya y que pudiera guardar alguna relación con el caso?

– Sí, un detalle. Estuve pensando en la pregunta que me hizo sobre si en el estudio había alguien que pudiera tenerle manía a Dineen. El más indicado sería Jerry Evers. Hace papeles de hombre mayor en Millie y otras series. Tuvo una discusión con Dineen por un contrato. Dineen lo tenía metido entre ceja y ceja, de modo que siempre que tenía ocasión se metía con Jerry. No creo que sea nada importante…, desde el punto de vista del asesinato, claro. Pero, si quiere asegurarse, hable con Evers.

– Eso haremos. ¿Algo más?

– Hummm. Quizás esto tampoco tenga mucho sentido. Pero recuerdo que el domingo Frank me contó que había conocido a una chica con la que esperaba casarse cuando consiguiera definitivamente la ciudadanía.

– No lo sabíamos -comentó Bates-. Su hermano tampoco lo sabía. Le preguntamos si Frank salía con alguna mujer, y nos dijo que no. ¿Le dijo cómo se llamaba?

– No, no me contó nada sobre ella. Sólo me dijo que era menuda, rubia y que creía que tenía antepasados polacos. Supuse que todavía no era un romance correspondido.

– Intentaremos encontrarla. Gracias, Tracy. Ya nos veremos.

Después de colgar, Tracy se quedó allí de pie durante un rato, tratando de recordar dónde había oído el nombre de Walther Mueller. Pero no lo logró.

Se volvió, le hizo un palmo de narices a la máquina de escribir con la hoja amarilla en blanco, y después cruzó otra vez el pasillo y se fue a tomar café en compañía de Millie.

Estaba oscuro y caía una fría llovizna. Tracy se quedó mirando mientras la farola de la esquina se encendía y se formaba a sí misma un halo amarillo que no merecía. No hay nada sagrado, pensó, en una luz eléctrica: un filamento brillante que logra, a pesar de su calor amarillo, despedir un resplandor frío e impersonal, una luz para alumbrarse, pero que no servía como guía.

Se preguntó qué diablos le habría hecho pensar aquello. Maldición. No era ningún romántico. Era…

¿Qué rayos era?

En ese momento, pensó con ironía, era un tipo que estaba de pie en un portal, bajo una fina llovizna, preguntándose dónde ir y qué hacer, ahora que Millie se lo había sacudido de encima para poder vestirse y acudir a una cita. Una cita de trabajo, le había dicho. Y a él, a Tracy, ¿qué papel le tocaba desempeñar? El de una ovejita negra que se ha extraviado, beee, beee. -. Bah. ¿Por qué justamente esa tarde tendría Millie que ver a un fotógrafo?

¿O por qué la cita que tenía con Dotty Toda Hoyuelos no sería esa noche y no a la noche siguiente?

Tenía que hacer algo. ¿Comer? No, no tenía hambre. ¿Tomarse una copa? En realidad no le apetecía, pero, al diablo, tenía que hacer algo o, de lo contrario, enfrentarse al hecho de que debía regresar a su apartamento y plantarse ante el folio con ictericia que tenía en la máquina de escribir. Esa sí que era una idea horrenda.

Era mejor ponerse a beber. Incluso iría andando si no aparecía un taxi. Y con toda probabilidad no aparecería ninguno; los taxis siempre se esconden en cuanto caen cuatro gotas.

Mucho mejor que…

– Disculpe -le dijo una voz a su lado- – ¿No es usted el señor Tracy?

Tracy se volvió y se encontró con una mujer desaliñada y regordeta que lo miraba con ojos enormes escudados tras unas gafas salpicadas de lluvia. Llevaba sobre la cabeza un pañolón de color verde moteado, y el pelo grasiento que le asomaba por delante estaba perlado de lluvia.

– Sí, señora -repuso Tracy.

– Pensé que tenía que ser así, porque conozco a casi todos los inquilinos del edificio salvo a usted, y cuando leí su nombre en el diario y esta dirección, pensé… Bueno, no puede ser el señor calvo del quinto piso porque es imposible que sea escritor, con ese aspecto de tonto que tiene, y tampoco puede ser el gordito del dos dieciocho, que tampoco sé cómo se llama, porque está casado, o al menos me parece que lo está, y aunque en el diario no decía que usted no estuviera casado, pero no sé, me dio esa impresión al leer el artículo, y además, él tampoco tiene aspecto de escritor, y yo lo había visto a usted en el vestíbulo y siempre me imaginé que sería periodista o algo por el estilo. Entonces, tenía que ser usted.

– Maravillosa deducción -comentó Tracy-. Pero no…

– Soy la señora Murdock, señor Tracy.

– La señora… ¡Ah! ¿Es usted la que encontró…?

– El cadáver, sí. ¿No es horrible? Casi me desmayo cuando abrí la puerta de esa caldera y…, no se puede imaginar qué terrible impresión, pero, como dice siempre mi marido, nunca se sabe. La muerte acecha en plena vida, ¿no le parece? El señor Murdock vende pólizas de seguro, ¿sabe usted? Y el mes pasado le sugirió al señor Hrdlicka que debería suscribir una póliza, aunque fuera pequeña, puesto que lo de conserje no le daría para mucho; no sé cuánto ganaría, porque, claro, el trabajo incluía la casa y todo; dijo que lo pensaría, pero no lo hizo. Y, fíjese usted ahora, se ha muerto sin haber suscrito la póliza.

Hizo una pausa para respirar; fue una pausa breve. Tracy abrió la boca, pero llegó demasiado tarde. La mujer había arrancado otra vez.

– Yo hablando, y usted ahí, bajo la lluvia. A mí no me molesta la lluvia; me encanta la lluvia. Me gusta dar largos paseos cuando llueve, incluso cuando llueve mucho. Mi marido dice siempre que, en cuanto se nubla, salgo a la calle. Ay, señor Tracy, yo aquí entreteniéndole. ¿No le gustaría subir a nuestro apartamento para conocer a mi marido? Comentábamos que nos gustaría conocerlo. Vivimos en el cinco quince. El está en casa ahora; cenamos y después yo salí a dar un paseo bajo la lluvia; a él le encantaría si subiera usted conmigo. Los dos somos grandes admiradores de la Radio, ¿sabe usted?, y escuchamos el… ¿Cómo se llama el programa que usted escribe, señor Tracy?

– Los millones de Mi…

– ¿Los millones de Millie? Vaya, pero si lo escucho cada día. Mi marido, no; a esa hora está trabajando, además a él le gustan los programas de misterio, y los de terror, le chiflan. Como Suspense. A mí me dan grima; no me gustan las cosas así, pero tuve que ser yo la que abriera la puerta de la caldera y viera…, cielos, si fue igual que en los programas que le gusta escuchar a mi marido, y que yo también tengo que escuchar, porque cuando una radio está encendida, no puede usted dejar de escucharla, y, además, como él no está mucho en casa, porque, claro, cuando uno vende pólizas de seguro tiene citas a últimas horas de la tarde, y, claro, no puedo negarme a que escuche los programas que le gustan cuando está en casa, puesto que yo tengo la radio para mí sola el resto del día. ¿No le parece?

– Claro -repuso Tracy de forma vaga, sin saber a ciencia cierta con qué estaba de acuerdo. Se apresuró a añadir-: Señora Murdock, me temo que no puedo conocer a su marido ahora. Tengo una cita y…

– ¡Vaya, qué lástima! No sabe cómo se alegraría de conocerlo. Y le juro -sonrió tontamente- que no intentará venderle una póliza de seguro. Se lo digo, porque tenía la costumbre de hablar de seguros con la gente que venía a visitamos. Pero me puse firme. El trabajo es el trabajo, y el hogar no es sitio para hablar de trabajo, aunque, naturalmente, a mí me interese el dinero que gana. ¿No le parece? En fin, es una lástima; y dado que usted lo escribió, y además, quería contarle exactamente cómo encontré al señor Hrdlicka y comentarle las circunstancias y demás. Entonces sabría hasta qué punto adivinó.