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– ¿Hasta qué punto…?

Claro. En su guión para la Radio. Ay, pero, fíjese, yo aquí dándole charla, y usted bajo la lluvia. No sabe cuánto siento que no tenga tiempo de subir y pasar la velada con nosotros. Mi marido estaría tan…, señor Tracy, ¿ha bajado usted al sótano desde que ocurrió? Quiero decir, a la sala de la caldera, donde lo encontré. Fue tan horrible y emocionante. Me pregunto si le gustaría que le enseñara cómo estaba y demás; quiero decir, una persona como usted que escribe sobre esas cosas, en una de ésas, logra deducir qué pasó, incluso mejor que la Policía. Ese tal Corey no me gusta nada, ¿y a usted? Además, en las novelas que uno lee, y en la Radio, la Policía nunca descubre qué pasó realmente, ¿verdad? Siempre quieren detener a alguien que no tuvo nada que ver con el crimen…, como usted o yo. ¿Le gustaría?

– Disculpe -dijo Tracy- – ¿Me gustaría qué?

– Que le explicara cómo ocurrió todo en la sala de la caldera.

– Lo siento, pero…, un momento, creo que sí. Si fuera usted tan amable, señora Murdock, creo que me gustaría bajar.

La cogió firmemente por el brazo y la condujo al interior del edificio.

– Entonces, bajaremos en el ascensor -le dijo ella-. No es que un tramo de escalera sea demasiado para ir andando, pero es que así fue como bajé ayer cuando lo encontré. Bajé unos papeles para quemarlos y, claro, como eran cinco pisos, utilicé el ascensor y…

Las luces del sótano estaban encendidas.

Mientras se dirigían a la caldera, la señora Murdock no paró de hablar.

– …los papeles apretados contra el brazo y abrí la puerta de la caldera principal. Esta puerta. Así. Y ahí estaba. Sólo que al principio creí que se trataba de un par de zapatillas que alguien había querido tirar, y que no habían entrado bien y habían quedado enganchadas justo al borde de la puerta, ahí. Entonces vi unos tobillos desnudos que salían de las zapatillas, y dejé caer los papeles y me puse a gritar… ¿Lo puso así en su guión?

– ¿Eh? -inquirió Tracy. Estaba contemplando la puerta abierta de la caldera.

– Vaya, no me refiero a que se me cayeron los papeles y me pusiera a gritar. Sé que no pudo haberme puesto a mí en el guión porque…, bueno, usted no me conocía. Quería decir, si acertó usted en cómo iba vestido él, y si puso que llevaba zapatillas.

Tracy apartó los ojos y los pensamientos de las fauces de la caldera, y la miró con aire interrogativo. ¿Estaría loca?

Ella le sonrió. Supuestamente para infundirle ánimos, pensó Tracy.

– No tiene por qué fingir con nosotros, señor Tracy. Conmigo y con mi marido, quiero decir. Esta tarde, en cuanto leímos los diarios y nos enteramos de lo de sus guiones, le dije: «Es una artimaña para conseguir publicidad, ¿no, Wally?» Y él me contestó: «Y qué bien se la han pensado. Me encantaría conocer a ese tipo, cariño. Si es capaz de engañar a la Policía para que ventilen una historia así, es un tipo muy listo.» Entonces pensé, y se lo dije a mi marido, que ojalá lo hubiera conocido para poder darle los detalles exactos de cómo estaba vestido el cadáver y…, bueno, y cosas por el estilo.

Tracy se limitó a mirarla. Cuando paró de hablar, él le dijo, con toda tranquilidad:

– Señora Murdock…

– Tal vez no debería haberlo dicho de ese modo, señor Tracy. No era mi intención acusarlo de…, quiero decir, no era mi intención herir sus…

Se quedó sin palabras; durante un segundo se hizo un profundo silencio en el sótano.

Hasta que Tracy sonrió y dijo:

– Señora Murdock, olvida usted que podría existir otra explicación.

– ¿Otra explica…? ¿Se refiere a…?

– Podría no ser un truco publicitario. ¿Por casualidad no se le ocurrió pensar que yo podría haber…?

Dejó la frase a medias y volvió a sonreír. Ella dio un rápido paso atrás. Se llevó el dorso de la mano a la boca y retrocedió otro paso. Después, dio media vuelta y echó a correr. Tracy oyó el sonido metálico de la puerta del ascensor.

La sonrisa de Tracy perdió su ligero fulgor y adquirió un aire socarrón. Por increíble que pareciera, había dicho la última palabra. Todo un triunfo tratándose de esa dama. No le sorprendería nada saber que había sido el primer hombre que conseguía semejante hazaña.

La sonrisa se apagó del todo cuando volvió a la puerta de la caldera.

Era una caldera enorme y antigua. Carecía de cargador. Y la puerta era lo bastante grande como para que pasara por ella un hombre.

Al contemplarla, se preguntó por qué había bajado al sótano. Se estremeció y cerró la puerta de la caldera. Sí, había sido una tontería bajar hasta allí…, pero ¿cómo podía nadie pensar de modo coherente, con una mujer como aquélla, que no dejaba de hablar?

Aun así, ya que había bajado y se encontraba solo ¿no podría, quizás, entrar en las habitaciones que Frank tenía a la izquierda de la sala de la caldera. Probablemente, no; la Policía las habría cerrado con llave. Pero se volvió y echó un vistazo.

La puerta de la habitación externa estaba entornada, abierta casi hasta la mitad, y dentro había luz.

CAPÍTULO VIII

Por un instante, Tracy tuvo ganas de volverse y echar a correr. Pero entonces avanzó unos pasos hacia la puerta, a la derecha, para espiar a través de la abertura.

Alcanzó a ver la mesa que había a los pies de la cama de Frank. Sobre la mesa había un tablero de ajedrez, y sobre el tablero estaban dispuestas una media docena de piezas. Una mano levantó una y luego la depositó en una casilla diferente.

Tracy se acercó más a la puerta y una voz le dijo:

– Pase, Tracy.

Era la voz del inspector Bates.

Tracy entró. Bates estaba solo, sentado en una silla junto a la mesa; no levanto la vista del tablero. Tracy observó primero el rostro concentrado de Bates, y después la disposición de las piezas.

– Estaban puestas así -le comentó Bates-. Parece un problema. No parece probable que sea una posición de cierre. Quizá se pueda terminar la partida en dos movimientos. Pero no he logrado descubrir cual es la clave.

– Es un problema que se resuelve en dos movimientos -le explicó Tracy-. Logré solucionarlo. La clave está en…, ¿quiere que se lo diga?

– Adelante, me quitará una preocupación de encima. Tengo otras cosas en que pensar.

– Caballo a torre cuatro.

– Ya lo intenté. Pero, ¿no la neutraliza el movimiento del peón? ¿Cómo pueden las blancas dar jaque mate si las negras mueven el peón?

– Las negras no pueden mover el peón. Al moverse el caballo, el peón tiene por fuerza que quedarse donde está, porque, si se moviera, se produciría el jaque.

Bates chasqueó los dedos y dijo:

– Estoy ciego, más ciego que un murciélago. -Levantó la vista del tablero y añadió-: Y usted tampoco ha sido muy listo, Tracy, dándole ese susto a la señora M.

– Era el único modo de hacerla callar -arguyó Tracy con una sonrisa socarrona-. Aunque espero no haber estado demasiado convincente.

La sonrisa se le borró de los labios al observar los ojos de Bates… Eran fríos, hostiles y calculadores. Bates se dio unos golpecitos en la solapa izquierda de la chaqueta, y le dijo:

– Le estuve apuntando con el revólver hasta que la mujer llegó al ascensor.

Tracy soltó un silbido ahogado.

– ¿De veras pensó usted que…?

– No trataba de pensar. No quería correr riesgos. En cuanto a este problema de ajedrez, ¿se lo enseñó usted a Hrdlicka?

– No. Se publicó en el Blade. Cada día sale uno. Ése estaba en la edición matutina de ayer. Oiga…

– ¿Qué?