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Tracy se disponía a levantar la copa. Volvió a dejarla sobre la barra. Examinó el rostro de Barney, pero no logró descubrir en él engaño alguno.

– Algunos la llaman radio, Barney -repuso Tracy- ¿Quién te lo dijo?

– Uno de los muchachos -repuso Barney sacudiendo la cabeza-. No te diré quién. ¿Cantas, o qué?

– Escribo. Los millones de Millie.

– ¿Es un programa?

– Le han puesto calificativos peores. Pregúntale a tu mujer de qué va, ella te lo dirá.

– No estoy casado.

– Entonces, cásate, y después pregúntaselo a tu mujer. ¡Salud!

Entró otro cliente, un extraño, y Barney fue a atenderlo. Tracy cogió el cuarto periódico. Aparecía un titular a dos columnas en la parte inferior de la primera plana, que decía así:

JOYERO ASESINADO EN LA HABITACIÓN DE UN HOTEL

Podía ser eso. Era eso. Tracy avistó el nombre del joyero cerca de la parte superior del texto. Inspiró hondo, y leyó el artículo con sumo cuidado.

Un tal Walther Mueller, joyero mayorista, recién llegado a Nueva York procedente de Rio de Janeiro, Brasil, había sido atracado y asesinado en una habitación del «Hotel Jarvis», de la Sexta Avenida. Acababa de desembarcar del avión «Bermuda Clipper» en el aeropuerto La Guardia, y se había dirigido al hotel en un taxi. Levaba en su habitación menos de una hora cuando tuvo lugar el crimen; fue descubierto una hora y media después de haberse registrado, y al parecer llevaba muerto alrededor de una hora.

Tracy comprobó qué edición estaba leyendo, y calculó que la noticia se había producido apenas media hora antes del cierre de esa edición. Eso explicaba la escasez de detalles; sin duda, en el diario del día siguiente encontraría más.

Efectivamente. La nota había sido arrinconada a la página seis porque nada nuevo había ocurrido pero, a pesar de ello, había algún detalle mas.

Mueller había nacido en Bélgica, pero era ciudadano brasileño. Había vivido en Río de Janeiro durante muchos años -desde 1928- y durante diez había trabajado como joyero independiente. Una semana antes, había concluido con el proceso de cierre de su negocio. Su intención era retirarse, y había viajado a los Estados unidos con ese fin, con una visa turística, pero con la intención expresa de adquirir la ciudadanía si las autoridades se la concedían.

Había vendido sus propiedades antes de abandonar Brasil, salvo un collar de perlas que se encontraba en poder de las autoridades aduaneras a la espera de una tasación, y unas cuantas joyas de uso personal. Entre estas últimas se encontraban (se supo gracias al informe de la Aduana) un reloj valorado en doscientos dólares, y un anillo con un diamante de medio quilate valorado en trescientos dólares, que el asesino había robado. También se había llevado el dinero que la víctima tenía en la billetera, pero dejó un giro bancario no negociable por valor de veinte mil dólares.

Según todos los indicios, el móvil había sido el robo. La Policía creía que había sido seguido desde el aeropuerto por alguien que estaba al tanto de su identidad, y que quizá supiera que llevaba consigo un collar de perlas para venderlo. Estaba valorado en, aproximadamente, unos quince mil dólares, un trabajo bastante atractivo para cualquier ladrón de joyas.

La muerte la había provocado un objeto contundente, quizás una cachiporra. La Policía creía que el asesino había accedido a la habitación de Mueller con un pretexto cualquiera (posiblemente haciéndose pasar por un empleado del hotel), y lo había derribado de un golpe.

La Policía creía también que la muerte había sido accidental y que, posiblemente, el asesinato no había sido premeditado. El golpe no había sido lo bastante fuerte como para matar a un hombre corriente, pero había sido fatal para Mueller, quien, como consecuencia de una anterior fractura de cráneo, era particularmente susceptible a los golpes en la cabeza.

La Policía investigaba a conocidos ladrones de joyas.

Tracy releyó el resto de los diarios de la semana y no encontró ninguna otra nota sobre el caso. Al parecer, no se había logrado avanzar más en la investigación…, al menos no en ese lapso de tiempo.

Tracy dejó el último de los periódicos en el taburete que tenía al lado, y permaneció en el suyo mirándose ceñudo en el espejo que cubría la pared de detrás de la barra.

No lograba encontrar ninguna relación entre Walther Mueller y los dos asesinatos ocurridos en los últimos días. ¿Por qué diablos le habría preguntado Bates si conocía ese nombre?

¿Quizá porque Mueller era joyero, y en uno de sus guiones de El asesinato como diversión aparecía un joyero? En ese caso, le resultaba un tanto traído de los pelos. Por un lado, había ocurrido hacía más de dos meses, y a una persona desconocida, un extranjero. Y el método…, no estaba muy seguro, porque había escrito el guión hacía tiempo, pero creía que a su joyero lo habían matado de un disparo, y no de un cachiporrazo.

No, estaba claro que no había relación alguna.

Los asesinatos de Dineen y Frank tenían ciertas cosas en común que le faltaban al asesinato del joyero. En primer lugar, en apariencia eran crímenes sin motivo, mientras que en el caso de Mueller, el móvil era evidente. En segundo lugar, Tracy había conocido a Frank y a Dineen, pero no a Mueller. En tercer lugar, no había una coincidencia en el método, como en el caso del traje de Papá Noel y la utilización de la caldera para deshacerse del cadáver.

Esos asesinatos habían sido (al menos en parte) una puesta en escena de sus guiones. Si se unía todo eso a los demás factores de cada caso, ambos eran algo más que una mera coincidencia.

Pero el asesinato de un joyero, ocurrido hacia más de dos meses, ni siquiera era un hecho lo bastante cercano en el tiempo como para ser una coincidencia. En una ciudad del tamaño de Nueva York, de tanto en tanto debían de morir asesinados montones de joyeros.

Sí, Bates se había limitado a buscar la última muerte violenta de un joyero, y después le había mencionado el nombre a Tracy para comprobar si se producía alguna reacción.

«De modo que olvídalo», pensó Tracy. Ya había perdido demasiado tiempo.

– Barney -aulló-, ¿qué es lo que demora tanto nuestras copas?

Resultó que no había nada que demorara las copas. Tres copas más tarde, Beckman no se había presentado. Tampoco había aparecido ninguno de los muchachos del departamento editorial del Blade. Tracy se marchó.

Seguía lloviendo. Decidió mandar al diablo a la lluvia y caminar. Ya sabía adónde quería ir.

Stanislaus (Stan, según rezaba en el letrerito de la barra) estaba solo cuando entró Tracy.

– ¡Señor Tracy! -exclamó. Le sonrió y se sonrojó a un tiempo-. No sabe usted cómo me alegro de que haya venido. Pensaba ir a verlo en cuanto tuviera una tarde libre. Incluso pensé en cerrar esta noche para ir a su casa. Le debo una disculpa como la copa de un pino.

– No te preocupes -le dijo Tracy-. Cuando recuerdo lo que dije y lo que debiste haber pensado, me sorprendo de que no me hicieras algo peor.

Stan Hrdlicka sacudió la cabeza y replicó:

– No tuve tiempo a hacerle nada peor. Ese policía entró corriendo en cuanto le…, bueno, olvidémoslo, no quiero pensar en lo que podría haber pasado si ese poli no hubiera intervenido.

– Olvidémoslo, Stan. Mira, quiero hablar de…

– Espere -le pidió Stan. Salió de detrás de la barra y se dirigió a la puerta de entrada. La cerró con llave, bajó la persiana y apagó las luces de la parte delantera de la taberna.

– En una noche así de lluviosa no vendrá nadie -le dijo-. Sentémonos a una mesa y…, ¿qué quiere beber? A mí me gusta el «Slivovitz». ¿Prefiere un escocés?

– «Slivovitz» para todo el mundo -repuso Tracy. Se sentó. Stan trajo una botella y vasos, y se sentó delante de él. Los vasos eran anchos y bajos. Stan los llenó.