– En primer lugar -anunció-, por Frank, señor Tracy. -Tracy tuvo que hacer una pausa después de beber menos de la mitad, pero Stan se echó al coleto el vaso de potente aguardiente como si fuera cerveza. Volvió a llenar su vaso y el de Tracy, hasta el borde.
Se inclinó hacia delante y le dijo:
– Frank me habló de usted, señor Tracy. Decía que era la única persona buena en todo el edificio, el único amigo que tenía. Decía que los demás eran unos presuntuosos. De modo que ahora que sé quién es, sé también que no mató a Frank. Frank no habría cometido un error así. Frank era listo.
Tracy asintió.
– Yo, no -prosiguió Stan-. Yo soy un torpe. Frank tenía la fuerza en la cabeza. Yo tengo la fuerza en los hombros y los brazos. Pero soy lo bastante listo como para saber qué haré si encuentro a quien le clavó ese cuchillo a Frank. Y no pienso usar cuchillos. Lo despedazaré con mis propias manos.
Las tendió hacia delante; Tracy les echó un vistazo y no lo dudó.
– Sé cómo te sientes, Stan, pero no sería sensato. Deja que la Policía se encargue de él.
– La Policía -repitió Stan. Apoyó las manos abiertas sobre la mesa, y añadió-: Mire, he leído los diarios. Sé lo de esos guiones que escribió. Pero, ¿qué relación tiene eso con la muerte de Frank?
– No lo sé, Stan.
– Le diré una cosa. Piense que no los leí. Cuéntemelo todo y deje que le haga preguntas. Está todo muy liado. Quizás así logremos aclaramos, ¿eh?
Tracy se mostró dispuesto. Tardó una hora, e iban por la segunda botella de «Slivovitz» cuando terminó.
Stan asintió con la cabeza lentamente, durante un instante, cuando quedó contestada su última pregunta.
– ¿Sabes quién podría ser la muchacha rubia de la que habló Frank? -inquirió Tracy.
– No. Debió de conocerla recientemente, Tracy; de lo contrario, me lo habría contado. Quiero decir, me habría contado que la había conocido, aunque pudiese no decirme quién era. Llevaba dos semanas sin verlo. Enamorarse de una chica…, a Frank le resultaba fácil. Era un hombre…, esto…, ¿cómo se dice?
– ¿Romántico?
– Eso mismo. Era romántico. Del tipo que cuando se enamora lo hace perdidamente y de repente. No quiero decir que fuera un monje. Había tenido sus amoríos, pero para él no significaban nada. Me parece que tenía un lío de ésos, o había tenido uno con alguna mujer del edificio, del Smith Arms.
– ¡Diablos! -exclamó Tracy-. ¿Con quién?
– No lo sé. Sólo sé que, por lo que me contó, no era nada serio, quiero decir, que no estaba enamorado de ella. Era sólo…, bueno, un hombre es humano. ¡Ya sabe a qué me refiero!
– Sé a qué te refieres. ¿Estaba casada? -inquirió Tracy.
– No lo sé. Creo que sí. Cuando supe que habían matado a Frank, fue lo primero que pensé. El marido los encontró juntos o se enteró.
»Sería demasiado simple si fuera así. Quiero decir, era el único móvil, la única razón. La gente mata por amor o por dinero, y Frank no tenía dinero. Pero entonces aparece lo del otro asesinato, y los dos ocurrieron tal y como lo escribió usted en sus guiones. Es una locura, Tracy.
Con tristeza, vació lo que quedaba de la segunda botella de «Slivovitz» en los vasos. Lo hizo con mano firme, y Tracy la observó maravillado. En realidad las observó, porque veía dos manos y dos botellas.
Tracy estaba borracho. Repentinamente se sintió borracho perdido. El bar comenzó a dar vueltas a su alrededor, y parecía formar parte de un inmenso tiovivo que giraba media vuelta en un sentido y otra media en sentido contrario.
Una de las caras de Stan lo miraba con expresión extrañada, la otra, con expresión preocupada. Trató de fijar la vista para unirlas en una sola imagen, pero no pudo.
No era una experiencia nueva, pero nunca antes le había dado tan fuerte ni tan de repente. Se dio cuenta entonces de que nunca antes había bebido un quinto de «Slivovitz», además de unos cuantos whiskies, con el estómago vacío. Se había olvidado por completo de comer.
Se le ocurrió entonces que lo mejor sería ponerse en pie, rápidamente.
No fue una buena idea. Más bien fue un error. Sentado podría haberse mantenido bastante bien, al menos durante un rato. Pero al ponerse en píe el suelo se inclinó traicioneramente bajo sus pies, y él comenzó a caer hacia delante. Aquél fue su último recuerdo consciente: el inicio de su caída. Jamás llegó a enterarse de si logró aterrizar; tampoco se enteró nunca de si Stan logró cogerlo a tiempo.
CAPÍTULO IX
Aquellos sueños no debían habersele presentado a un perro; y no lo hicieron. Se le presentaron a Bill Tracy.
La nube rosa con una Dotty Todo Hoyuelos, muy rubia y muy escotada, entronizada en ella, y Tracy tratando de trepar para alcanzarla, y el diablito verde apartándolo con un tenedor inmenso y muy puntiagudo, al tiempo que le gritaba:
– ¡No sin permiso de «General»! ¡No sin permiso de «General»!
Y tal como ocurre en los sueños, la mente de Tracy formuló la pregunta sin que sus labios se movieran, y el diablillo le contesto a gritos:
– ¡Motors, imbécil, «General Motors»! Tienes que conseguir permiso de «General» para hacer este programa, porque él es el patrocinador y tu no puedes ser un profesional.
– ¿Un profesional de qué?-se preguntó Tracy, y el diablillo le aulló:
– Un profesional de lo que sea. Ésta es una hora para aficionados y no puedes salir en el programa si eres profesional. -Dicho lo cual, señaló con el pulgar a la escotada Dotty, que estaba a sus espaldas-. ¿Sabes lo que es ésta? ¡Esta es una hora para aficionados y ella es una hurí aficionada!
Y el diablillo verde debió de dejar caer la horquilla, porque aparecía sosteniendo una enorme pancarta que rezaba RISAS, pero Tracy no se rió. La nube rosada se abrió y él cayó dentro de ella con caballo y todo, mientras otra voz gritaba «¡Jaaioo, Silver!» desde la oscuridad del interior de la nube; se oyó el golpetear de los cascos de un caballo y unos disparos, y Tracy apareció en camiseta y calzoncillos ante el escritorio de Wilkins, mientras éste lo observaba con ira a través de sus quevedos y le decía:
– Milliemilliemilliemillie.
Tracy se agachó rápidamente antes de que Wilkins lograra ver cómo iba vestido, o mejor dicho, cómo no iba vestido, y asomó la cabeza por encima del escritorio, para contemplar la cara de Wilkins que se iba poniendo cada vez más amarilla, hasta adquirir exactamente el mismo tono del papel de copias que Tracy tenía sobre su propio escritorio, y cuanto más la observaba, aquella cara iba tornándose más vacía y más cuadrada, hasta convertirse en una hoja de papel amarillo en blanco, en la que podía leerse «Milliemilliemilliemillie», y nada más.
La voz de Wilkins surgía de la hoja de papel amarillo y decía:
– Como comprenderá, señor Tracy, en un…, esto…, en un programa que llega a los hogares norteamericanos no podemos ofrecer la más mínima insinuación de lo que usted ya sabe. Acuérdese de mantenerlo limpio, señor Tracy, limpio como el estupendo detergente en polvo que anunciamos en el programa. Los niños lo piden a gritos, ¿por qué no iba a hacerlo usted?
A medida que hablaba, la hoja amarilla de papel en blanco (exceptuando la línea que rezaba («Milliemilliemilliemillie»), que había sido el rostro de Wilkins, volvía a cambiar para transformarse en una cara de rojas mejillas y luenga barba blanca. Se convertía en una cara o una máscara de Papá NoeI, pero llevaba unos quevedos de oro, y encima de la máscara se veía un gorro rojo y debajo un traje de franela roja, y en el despacho estaba nevando y hacía un frío tremendo para ser agosto, y Tracy, vestido en ropa interior, temblaba y decía: «Sí, señor Wilkins», cada vez que Wilkins hacía una pausa.