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Al amanecer, Tracy volvió a despertarse y volvió a beber muchísima agua. Después, durmió durante mucho tiempo sin soñar.

Era pleno día cuando Stan lo sacudió hasta despertarlo. Stan se había vestido y le sonreía.

– Son las once, señor Tracy -le dijo-. Han pasado exactamente doce horas desde que lo metí en la cama.

Tracy se sentó. Miró el reloj de la cómoda y lanzó un quejido. Tendría que haber estado en el estudio hacía horas.

– ¿Dónde estamos?-le preguntó.

– En el piso de arriba de la taberna -repuso Stan-. Me alojo en el mismo edificio. Es que se quedó usted frito, por eso lo traje aquí. Mire, tengo que marcharme, por eso lo desperté. Tómese el tiempo que quiera para vestirse y marcharse. Supongo que podrá encontrar la salida.

Tracy asintió y le dijo:

– Muchas gracias, Stan. Dios mío, nunca había hecho algo semejante. Llevaba todo el día sin comer, supongo que fue por eso.

Cuando Stan se hubo marchado, Tracy se pasó la mano por la cara para ver si necesitaba afeitarse. Volvió a mirar el reloj y decidió mandarlo todo a paseo. Aunque se diera prisa, no llegaría al estudio hasta el mediodía o incluso más tarde. Y cuando llegara tendría un aspecto lamentable. Era mejor que se olvidara del estudio; al fin y al cabo, el guión para ese día ya estaba arreglado.

Se vistió con calma y se fue al Smith Arms.

Se disponía a meter la llave en la cerradura cuando la puerta de Millie se abrió de par en par.

– ¡Tracy! -exclamó-. Gracias a Dios. Me tenías preocupada. ¿Qué ha pasado? Quiero decir…, no es asunto mío si tú…, quiero decir…

Tracy le lanzó una sonrisa pícara y le dijo:

– No es nada de lo que imaginas, tesoro. Pasé la noche con el hermano de Frank Hrdlicka. Esto…, estuvimos hablando hasta tan tarde, que decidí quedarme en su casa cuando me lo sugirió.

– ¿El hermano de Frank, el tabernero?

Tracy se mostró sorprendido e inquirió:

– ¿Lo conoces?

– No. El sargento Corey lo mencionó. Por eso me enteré de que anoche no dormiste en tu casa. El sargento vino a buscarte esta mañana muy temprano. Al ver que no contestabas, me preguntó si yo sabía dónde estabas. Consiguió la llave maestra, entró en tu casa y vino a decirme que tu cama estaba hecha.

– Ah. ¿Iba a dar parte a la Policía?

– No seas tonto. Dijo que volvería a las dos de la tarde, y que si para esa hora no estabas o no habías aparecido por el estudio o por alguna parte, empezarían a buscarte. ¿Has desayunado, Tracy?

– No, pero antes necesito bañarme y afeitarme. Si te has levantado tan temprano, tú sí que habrás desayunado ya.

– Claro. Iba a prepararme algo de comer. Puedes llamarlo desayuno. ¿Qué tal dentro de veinte minutos?

– Veintiuno -repuso Tracy.

Tardó exactamente veinticinco, pero logró volver a sentirse humano. Creyó que sólo le apetecería tomar café, pero se sorprendió de su voracidad. Comió el doble que Millie.

Terminaron a la una y media, y Millie tuvo que marcharse a una sesión fotográfica.

Tracy regresó a su apartamento a esperar que apareciera Corey. Mientras esperaba, telefoneó al estudio y preguntó por Dotty.

– Habla Tracy -dijo cuando oyó su voz-. ¿Se enfureció su señoría porque no aparecí esta mañana?

– Creo que sí, un poco -repuso la muchacha-. Su secretaria me comentó que hizo que le telefonearan varias veces, pero usted no estaba en casa.

– ¿Ah, no? -Tracy logró hacerse el sorprendido-. ¿Qué tal fue el programa de hoy?

– Muy bien, supongo. Ah, vino Dick Kreburn. Ya está mucho mejor de la garganta. Pudo haber empezado hoy, pero el señor Wilkins dijo que, dado que ya lo habíamos quitado de los guiones, lo dejara correr. Mañana podrá actuar, con tal de que en el guión digamos que sigue un poco ronco.

– Estupendo. -Tracy sintió que se le quitaba un peso de encima-. Oye, con respecto a lo de esta noche, ¿dónde te recojo, a qué hora, adónde vamos a cenar y para qué compro entradas?

– No vayamos a ninguna parte, señor Tracy. Iba a enseñarme cómo se escribe un guión de Radio, ¿no? Quiero que me ayude. Cenemos en mi casa.

– ¡Dotty, no me digas que también sabes cocinar!

– No se me da demasiado mal. ¿Le parece bien?

– Me parece maravilloso. ¿Qué puedo llevar, aparte de mi dulce persona?

– Tengo de todo. A menos que quiera traer una botella de vino. Del tipo que quiera, si le gusta el vino, claro.

– Llevaré un cántaro. Una hogaza de pan, un cántaro de vino y tú a mi lado cantando en el de… Por cierto, ¿dónde está el desierto?

Dotty lanzó unas risitas y le dio su dirección. Vivía en el Village. Y por si llegaba a surgir algún inconveniente, o por si se veía obligado a cambiar de planes, le sugirió que tomara nota de su teléfono.

Cuando hubo cortado la comunicación, Tracy se quedó sentado un momento mirando al aparato fatuamente. Maravilloso invento el teléfono. Maravillosa chica Dotty… ¿Dotty qué? Por primera vez se le ocurrió pensar que no sabía su apellido. En fin, a menos que el teléfono no apareciera en la guía, podría averiguarlo fácilmente sin tener que exponerse al bochorno de preguntarle.a alguien.

Llamó a información, le preguntó a la operadora y una dulce voz le dijo:

– Un momento, por favor. -Un momento y medio más tarde, le informaron-: El teléfono figura a nombre de la señorita Dorothea Mueller, de Waverly Place número dos catorce, apartamento siete.

– ¿Señorita Dorothea qué?

– Mueller -repitió la dulce voz, y con dulce comprensión le deletreó el apellido-: Eme, u, e, ele, ele, e, erre.

Esta vez, Tracy se quedó mirando el teléfono, pero sin una sonrisa fatua en los labios.

Era sólo una coincidencia. Tenía que ser una coincidencia. ¿Cuántos Mueller había en Nueva York? Millones. Y el tal Walther Mueller ni siquiera había sido neoyorquino. Era un belga de Brasil que había viajado a Nueva York para vivir allí como jubilado. O por lo menos había viajado a los Estados Unidos para vivir allí como jubilado: probablemente ni siquiera había pensado en quedarse en Nueva York.

¿Qué relación podía existir entre ese hombre y una rubia estenógrafa que escribía novelitas de amor para revistas baratas? Los diarios no habían mencionado que aquel joyero tuviera ningún pariente. Aunque tampoco habían mencionado que no los tuviera.

Pero…, ahí estaba otra vez aquel condenado escalofrío que le recorría la espalda, aquella sensación de picor en el cuero cabelludo. En aquel asunto ya eran demasiadas las coincidencias.

¿De veras? Habían decidido que los dos asesinatos no habían sido coincidencias, ¿o no? Se habían producido en un lapso demasiado corto de tiempo como para serlo. Pero la mera coincidencia de un apellido bastante frecuente…, ésa sí que podía ser genuina, ¿no? «Claro que sí. Al diablo con todo, pues, olvídalo.»

No iba a cometer la tontería de preguntárselo a Dotty.

Inspiró hondo y se sintió mejor.

– Sonó el timbre y fue a abrirle al sargento Corey. Eran las dos en punto de la tarde.

Corey entró y fue a sentarse en el sillón sin dejar de sonreír tontamente.

– ¿Qué le ha parecido? -le preguntó, y su sonrisa se hizo más ancha.

Tracy lo observó con suspicacia, pero el sargento Corey no desapareció dejando suspendida en el aire su sonrisa.

– ¿Que me ha parecido qué? -inquirió Tracy.

– La nota. La publicidad que le conseguí. Apareció en la primera plana de todos los diarios. Bates no quería que se publicase, pero yo lo convencí. Una joya de nota, ¿eh?

– Bueno…

– Sabía que usted deseaba que se publicase. Estaba visto que era la publicidad justa para un escritor.

El sargento estaba de talante jovial. Lanzó una sonora carcajada.

– ¿Sabe lo que piensa Bates?

– Sí -respondió Tracy-, piensa que fui yo.

Corey se dio una fuerte palmada en la rodilla y comentó: