– Efectivamente. Cree que se los cargó a los dos. Y puede que también a ese joyero. Está loco. Hasta mi mujer dice que está loco, y ni siquiera ha tenido el gusto de conocerlo a usted…, sólo sabe lo que le he contado de usted, y qué programa escribe.
»¿Sabe? La otra noche ni siquiera se enfadó conmigo cuando me vio llegar borracho. Me dijo que si había estado con el tipo que escribe Los millones de Millie, no podía haber hecho nada malo. Me dijo que si un tipo podía escribir cosas como ésas…, bueno, que sólo podía ser un tipo legal, no sé si me explico bien.
Tracy levantó una ceja y le preguntó:
– ¿Y qué opina Bates de ese razonamiento?
Corey se atragantó con la risa y repuso:
– Pues lo ve de otro modo. El otro día escuchó un programa, y dice que un tipo que es capaz de escribir esa basura sería capaz de cualquier cosa. Joder, no se puede complacer a todo el mundo.
– ¿Un trago? -inquirió Tracy.
– Estoy de ser…, al diablo, claro que me tomaré un trago.
Tracy fue a la cocina a buscar la botella. Sirvió dos vasos, el suyo bien escaso.
– Por el asesinato -brindó Corey-. Oiga, esa chica que vive al otro lado del pasillo, MilIie, anoche se preocupó muchísimo cuando se enteró de que usted no había vuelto a casa. Debe de tenerle mucho aprecio. Si yo tuviera una chica como esa que sintiera eso por mí, no me pasaría la noche llenándome de «Slivovitz» con un primo. Oiga, Tracy, ¿no se arriesgó usted demasiado?
– ¿Con qué?
– Con ese Stan. Joder, sería capaz de cogerlo a usted, o a mí, y hacerlo picadillo. Y si alguna vez vuelve a creer que usted mató a su hermano, sabremos dónde ir a buscarlo. Por cierto, allí mismo fui a buscarlo. Aunque no se lo comenté a la señorita Wheeler para no preocuparla.
– ¿Ha visto hoy a Stan?
– Claro. Llegué justo cuando usted se había marchado, y me lo contó todo. Tracy, ese tipo podría ser muy mal remedio si volviera a sacar conclusiones erradas.
– Pero ahora sabe a qué atenerse.
– Seguro, señor Tracy, cuando está sobrio. Pero cuando un tipo así se emborracha, le vienen todo tipo de ideas a la cabeza. Beber con él, como hizo usted, es como jugar con TNT. Por eso, después de ver a Stan, me fui al estudio y de allí vine hacia aquí.
– ¿Vio a Wilkins?
Corey sacudió la cabeza y repuso:
– No quedaba mucha gente. Casi todo el mundo se marchaba al entierro…, al entierro de Dineen.
Tracy chasqueó los dedos y exclamó:
– ¡Maldita sea! Ya sabia yo que me había olvidado de algo. Iba a ir… -Echó un vistazo al reloj-. En fin, ya es demasiado tarde.
– Bates ha ido. Oiga, ¿qué sabe usted de ese Jerry Evers del estudio?
– No mucho. Es un tipo simpático.
– Cuando Bates y yo hablamos con él se comportó de un modo muy sospechoso -dijo Corey frunciendo el ceño-. No se acordaba de dónde había estado cuando ocurrieron los hechos, y reconoció que odiaba a Dineen. Además, se mostró muy asustado.
– ¿Y Bates sospecha de él?
– ¡Qué va! Bates piensa que el tipo finge. Que a lo mejor busca que lo arresten para conseguir un poco de publicidad. Pero yo…, no sé… Pudo haber sido él como cualquier otro. Es el único tipo que conocemos que le tenía manía a Dineen y a Hrdlicka.
– ¿Cómo? Si apenas conocía a Frank.
Corey sacudió la cabeza y replicó:
– Nos contó que había jugado con él y con usted a las cartas. Y que habían discutido porque hacía trampas. Nos dijo que era mejor que nos lo contara porque de todos modos íbamos a enteramos.
Tracy se echó a reír y le explicó:
– Pero era sólo una broma. Los dos se tomaban el pelo y decían que tenían cartas guardadas en la manga. Jugábamos al pinocle, a cinco centavos la partida.
– Hay tipos que no bromean con cosas como ésa. Nunca se sabe. En fin, yo venía a verlo para preguntarle si tenía alguna novedad.
– Nada, sargento.
– Entonces, tendré que marcharme. Ya nos veremos. Y…, por cierto…, tenga cuidado con lo que le cuenta a Stan si vuelve a verlo. ¿No se le ocurrió pensar que anoche pudo emborracharlo adrede para ver si hablaba más de la cuenta? En sueños, si es que no lo hacía antes.
– ¿Se lo ha dicho él?
– Bueno, no. Pero estuvimos conversando y me comentó que habló usted en sueños. Que dijo algo de una chica llamada Dotty. Nada…, esto…, coherente.
Tracy lanzó una carcajada.
– Pues todavía no hay nada coherente de lo que hablar. ¿Le apetece un refuerzo, sargento?
– ¿Eh? Ah, se refiere a otra copa. Supongo que una más no me hará daño.
Al parecer, no se lo hizo. Se marchó incólume.
Tracy se quedó mirando la puerta durante un rato después de que el sargento la hubo cerrado. Luego se dirigió al sillón Morris, se sentó, e intentó pensar.
¿Para qué diablos se habría tomado el sargento Corey el trabajo de decirle que el inspector Bates sospechaba de él? ¿Habría sido idea de Corey, o de Bates? Y, en cualquier caso, ¿por qué?
Según Tracy, existían tres posibilidades. Una, que Corey fuera realmente tan tonto como parecía, y completamente honesto, y que sólo pretendiera mostrarse amistoso y nada más.
Segunda, que fuera un poco más listo que todo eso y resultara maquiavélico como un foxterrier. Probablemente en connivencia con el inspector Bates. ¿Con qué fin? Sólo Dios lo sabía.
Tercera, que fuera todavía más listo. Lo bastante listo como para, deliberadamente, hacerse tan el tonto que pareciera increíble. Una especie de inglés trastornado. ¿Con qué fin? Pues era posible que ni siquiera Dios lo supiera.
Era un problema fascinante. Al cabo de un rato de reflexión considerable, Tracy decidió que la segunda posibilidad era la mejor. No entendía cómo un hombre, que se había fingido tan tonto como Corey, había podido conseguir los galones en el Departamento de Homicidios. Además, en cuanto a la posibilidad de que fuera mentalmente un superhombre…, pues, la verdad, eso tampoco encajaba.
Entonces, se trataba de una sutileza colosal. Pero, ¿por qué?
Se dio por vencido; se tomó otra copa y guardó la botella. Esa noche tenía que estar sobrio.
Y sobrio estaba cuando, con una botella de vino y cargado de esperanzas, entró en el edificio del número dos catorce de Waverly Place. Echó un vistazo a los buzones. Sí, Dorothea Mueller, apartamento siete.
Mueller…, maldito fuera ese apellido. ¿Debería preguntarle…? Ni hablar, pensó, ¿para qué arriesgarse a echar a perder la velada? Si resultaba ser que existía alguna relación con un hombre llamado Walther Mueller, si resultaba ser su hija o algo así, entonces…
No, mejor no preguntar. Porque si llegaba a obtener la respuesta incorrecta, la cosa no se simplificaría, sino todo lo contrario; se complicaría de un modo insoportable.
El cerrojo de la puerta principal hizo clic cuando él llamó al timbre; entró en el edificio y subió al segundo piso.
CAPITULO X
Dotty le sonrió desde el umbral de la puerta; tenía un aspecto deliciosamente casero con el delantal verde estampado.
– ¿Tiene hambre?-le preguntó, quitándole la botella de vino y llevándosela a la cocina-. ¿O prefiere que hablemos un poco antes de comer?
Le dijo que no tenía hambre y la siguió hasta la cocina, pero ella lo envió con firmeza de vuelta a la sala, le ordenó que se sentara y le dijo que ella se encargaría de abrir la botella y de servir el vino.
Esperanzado, Tracy se sentó en el sofá, pero Dotty, cuando regresó a la sala con dos copas de vino, escogió el sillón.
– Señor Tracy…
– Llámeme Bill.
– Bill, tengo tantas preguntas para hacerle sobre el trabajo de guionista de Radio. Lo hace usted tan maravillosamente. Ojalá pudiera…
Hombres mejores han sucumbido a peores lisonjas. Acabó contándole todos los trucos del oficio, los pequeños trucos que marcan las grandes diferencias. Cosas como: «…y otro punto que has de tener en cuenta Dotty, cuando se supone que un actor está allí presente, cada tanto ha de decir algo, de lo contrario te la cargas, tal como diría un guionista de Radio. Los oyentes se olvidan de que está allí, porque no lo ven. Por ejemplo, si en escena hay tres personas, no puede hacer que sólo dos de ellas mantengan una conversación; la tercera persona ha de intervenir con frecuencia aunque sea para decir “sí” o “¿cómo?”, o algo por el estilo. Diez frases seguidas sin que esa tercera persona intervenga, y desaparece de la memoria de los oyentes y se produce un efecto muy cómico si de repente pone en boca suya algún comentario. De hecho, es un efecto que se utiliza deliberadamente en algunos programa cómicos».