Concluida esa media hora (porque Dotty podía trabajar y hablar al mismo tiempo, y no quiso saber nada de que la ayudara, ni siquiera de que secara las cosas, los platos estaban fregados y la habitación otra vez en orden.
Y Tracy se encontró con que lo estaban echando (no de forma física, pero sí verbalmente) para que Dotty pudiera ponerse a trabajar en el segundo guión.
Al llegar a la acera se sintió aturdido. Se fue andando a su casa porque quería pensar. Se sentía ligeramente borracho por la alegría que le producía la libertad, por la posibilidad de irse a la cama sin que Los millones de Millie pendieran sobre su cabeza. Libre durante una semana entera.
Verdaderamente libre, porque estaba seguro de que no tendría necesidad de leer los guiones que Dotty escribiera, que no le darían una sola preocupación. No obstante, les echaría un vistazo, para poder volver a ver a Dotty. Los leería incluso, pero no tendría que pensar ni preocuparse.
Y al cabo de unos días, cuando la chica hubiera escrito todos los guiones y el arreglo entre ambos hubiera concluido…
Llegó a casa antes de las nueve de la noche.
Para Tracy, aquélla era una hora horrenda para llegar a su casa, pero descubrió que estaba exhausto. Quizá fueran las secuelas de la espantosa tarde que había pasado tratando de escribir. Quizá fuera la reacción ante su repentina libertad.
Ni siquiera intentó ponerse a leer. Se dejó caer en la cama y se quedó dormido en cuanto aterrizó sobre ella. No soñó; ninguna pesadilla fue a encaramarse a los pies de su cama para sugerirle, entre murmullos, que sus verdaderos problemas no habían comenzado aun.
Tal vez a estas alturas se les habrá ocurrido pensar que Tracy no habría sido un buen detective. Era un buen tipo, pero no daba la talla. Demasiado despreocupado. Normalmente, no sentía la más mínima inclinación por salir a perseguir problemas. La vida le ofrece a un hombre tantas cosas mejores que perseguir…, y no sólo lo que están pensando. Le encantaban los buenos libros, la buena música, jugar a cartas y al ajedrez, ver obras de teatro, si eran buenas, y beberse una buena copa en buena compañía. Le gustaba conversar y cuando estaba con alguien que supiera algo que él desconocía y tenía ganas de hablar de ello sabía incluso escuchar.
Le disgustaba que la gente pusiera en práctica, en la condenada realidad, los crímenes que habían sido producto de su imaginación. Se daba cuenta ahora de que de todos modos no habían sido unos guiones muy buenos. Cuanto más pensaba en ellos, menos le gustaban. Se preguntó si Arthur Dineen y Frank Hrdlicka seguirían con vida si a él no se le hubiera ocurrido escribir unos guiones en los que un asesino se disfrazaba de Papá NoeI en un caso, y en el otro metía el cadáver de un conserje en una caldera apagada.
Aquél era un pensamiento absurdo, pero también lo era toda aquella situación. El domingo por la mañana se quedó tendido en la cama pensando en esas cosas, y a punto estuvo de darle un ataque de nervios.
Para colmo, eran las siete de la mañana de un domingo, una hora completamente execrable. Pero la noche anterior se había acostado a las nueve, y después de haber dormido diez horas ya no tenía sueño.
Se hizo el firme propósito de no pensar más en los asesinatos. De todos modos no había nada que él pudiera hacer. Y aquél era el primer día, en mucho tiempo, en el que se vería completamente libre de tener que pensar en escribir los guiones de Radio. Iba a disfrutarlo al máximo.
Y la mejor forma de disfrutarlo al máximo, pensó, no sería no hacer absolutamente nada. Al menos no planearía absolutamente nada.
Se vistió, se duchó con más calma que de costumbre, y bajó a tomar café y a leer los periódicos del domingo. Leyó los diarios mientras tomaba el café.
El descubrimiento del robo del disfraz en «Seabright’s» había devuelto los asesinatos de Santa Claus, tal como ahora los denominaba la Prensa, a la primera plana. Las autoridades policiales prometían novedades; no se especificaba la naturaleza de las mismas. Tracy leyó la nota de uno de los periódicos con el ceño fruncido; después leyó la que publicaba el otro diario que había comprado.
La última frase de la nota del segundo periódico hizo que Tracy dejara de fruncir el ceño y se atragantara de risa.
«La Policía ha retenido a un actor de Radio, cuyo nombre no ha sido desvelado, como testigo importante.»
¡Le estaba bien empleado a Jerry Evers!
Más animado, pasó a la sección de teatros.
Al cabo de tres tazas de café (según cálculos más o menos convencionales, serían las nueve y media de la mañana), regresó al Smith Arms.
La puerta de su apartamento estaba entornada. La había cerrado con llave al salir. Un escalofrío de miedo le recorrió la espalda; empujó la puerta hasta abrirla del todo y se asomó.
El inspector Bates estaba sentado en el sillón Morris; había dejado el sombrero sobre el escritorio y tenía las piernas cómodamente estiradas hacia delante.
– La verdad es que debí llamar, pero la puerta estaba abierta. ¿Puedo pasar? -inquirió Tracy.
Bates sonrió y repuso:
– Creí que no le importaría si esperaba dentro en lugar de fuera. Todavía tengo una llave maestra.
Tracy entró y cerró la puerta.
– La mayoría de los domingos a esta hora suelo estar en el segundo sueño -comentó Tracy-. ¿Alguna novedad?
– Nada espectacular. Imaginé que se levantaría temprano; anoche se fue a dormir muy pronto.
– ¿Ah, sí?
– Apagó la luz a las nueve y veintiocho. Creí que le interesaría saber que soltamos a su amigo Jerry Evers esta mañana. Está libre de cargos…, al menos por lo del asunto de Dineen, y, en mi opinión, eso lo libera de los demás.
– ¿Los demás?
– Quiero decir, del otro asunto. El tal Evers está famélico de publicidad, ¿no?
– Bueno…, le gusta mucho la tinta.
– Eso me pareció -dijo Bates, asintiendo-. Es posible que ocultara deliberadamente la coartada. Estaba con su peluquero -el inspector frunció ligeramente los labios a manera de elocuente comentario-, cuando mataron a Dineen. Nos dijo que no se acordaba de dónde había estado.
– ¿Y cambió de opinión cuando lo retuvieron en la Comisaria?
– No. Nos enteramos gracias a las investigaciones de rutina. Comprobamos a todos sus contactos, y el peluquero estaba en la lista. Repasó su agenda para cerciorarse de cuándo era la última vez que había atendido a Evers, y así fue como nos enteramos. Todo parece estar en orden. Me pregunto si Evers se había olvidado de verdad, o si simplemente se guardó la coartada como un as en la manga, con la esperanza de que lo acusáramos. ¿Usted qué opina?
– Protesto. La pregunta es improcedente porque con ella sólo conseguiríamos la opinión del testigo -respondió Tracy.
Bates se puso en pie y cogió el sombrero que había dejado sobre el escritorio.
– Es una buena respuesta, aunque debería habérnoslo advertido antes. Es decir, si de verdad quiere que averigüemos quién cometió los asesinatos. Bien, volveremos a vernos.
Se dirigió a la puerta, puso la mano sobre el picaporte y después se dio la vuelta.
– Por cierto, anoche se dejó el maletín.
A Tracy no se le ocurrió una buena respuesta hasta que la puerta se hubo cerrado. E incluso entonces, no la consideró una respuesta demasiado adecuada.
Se sentó y trató de terminar de leer los diarios, pero le costó concentrarse. No paraba de hacerse preguntas.
¿Por qué estaría Bates haciendo que lo siguieran? Podía imaginárselo sin necesidad de pistas. Pero, ¿por qué se habría tomado Bates tanto trabajo para hacerle saber que lo estaban siguiendo? Esa sí que era difícil de contestar. En realidad, no se le ocurría un solo motivo lógico.
Y si lo estaban siguiendo, entonces Bates tendría que haber sabido que estaba en «Thompson’s» tomando café. ¿Por qué habría subido a esperarlo? Para la conversación que habían mantenido, podían haberse visto en el restaurante, que, además, a esa hora estaba prácticamente vacío.