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– No, señor Tracy, no hay novedades. Espere un momento, le pasaré con el señor Wilkins.

Poco después, la vocecita precisa del señor Wilkins se oyó a través del teléfono.

– ¿Diga?

– Soy Bill Tracy, señor Wilkins. Nos hemos visto, pero no sé si me recuerda… Ah, ¿me recuerda? Bien. Llamaba para saber si hay algo que yo pueda hacer.

– Me alegra que telefonee, señor Tracy. Los programas deben continuar, claro, y estoy tratando de tomar las riendas y… seguir adelante. Veamos, escribe usted el programa de Millie. ¿Cuántos guiones tiene adelantados?

– Tres -repuso Tracy, contento de, por una vez, haberse adelantado al juego-. Es decir, tres más, aparte de los cinco que normalmente se exigen. El contrato me exige que lleve una semana de adelanto, pero ayer entregué una tanda que me dejará más tiempo libre. Los tiene Crawford. De manera que durante tres días estaré libre de deudas.

– Estupendo. Esto…, ¿conoce a la familia de Dineen?

– No demasiado -replicó Tracy-. Los he visto en una o dos ocasiones.

– En ese caso, no querrá enviar flores por su cuenta. Los empleados del estudio han organizado una colecta para comprar una corona. ¿Le apunto con…, digamos…, dos dólares?

– Desde luego. Que sean cinco, si no le parece fuera de lugar. Mañana pasaré por el estudio.

Colgó el teléfono y notó que sudaba un poco. Se preguntó cómo habría reaccionado Wilkins si él le hubiera dicho:

– Oiga, señor Wilkins, tengo que confesarle una cosa. Yo planeé ese asesinato.

Si le hubiera dicho eso a Wilkins, se habría acabado Millie. Bueno, en realidad, Millie no se habría acabado. Sino que otra persona distinta de Tracy habría guiado su desdichada vida.

Tracy entró en la cocina y se sirvió una copa de la botella del armario, después añadió a la copa agua con gas, de la botella que guardaba en la nevera. Esas dos botellas, dicho sea de paso, eran las únicas provisiones de su cocina, aparte del paquete de galletas enmohecidas que todavía no se había decidido a tirar. Hasta aquella fecha, Tracy nunca se había preparado una comida en la cocina de su apartamento. Tampoco tenía la más mínima intención de hacerlo.

Bebió tranquilamente unos sorbos y después se despachó la mitad de la copa de un solo trago. Volvió a llenar el vaso, y esta vez se lo llevó a la sala y se sentó en el sillón «Monis» de respaldo inclinado.

Era una coincidencia, por supuesto, se dijo.

Pero menuda coincidencia. ¿Debía informar a la Policía? Si lo hacía, cabían dos posibilidades: que lo trataran de loco perdido, o que sospecharan que trataba de pasarse de listo. Incluso era factible que pensaran que se trataba de un truco publicitario. Incluso podían llegar a pensar que él mismo había asesinado a Dineen y que trataba de disipar las sospechas fingiendo exponerse.

¿Tenía motivos como para haber matado a Dineen? Vaya, no, salvo que el hombre había sido su jefe.

No era un motivo demasiado bueno. ¿Y los medios? No poseía ni un traje de Papá NoeI ni una pistola con silenciador, pero resulta un tanto difícil probar que uno no posee una cosa. El verdadero asesino ya se habría desprendido de esos artículos.

¿Y la ocasión? El asesinato había sido cometido poco después de las diez de aquella mañana. A esa hora él estaba en la cama durmiendo a pierna suelta. Solo. No se había levantado hasta mediodía, y no había salido a desayunar hasta la una. Vaya coartada más pobre.

Con sumo cuidado repasó, hora a hora, las cosas que había hecho desde las siete de la tarde del día anterior. Había estado sentado a su escritorio escribiendo hasta las ocho y media. A las ocho y media había bajado a tomar una copa. Bebió rápidamente un trago en «Joe’s», y después había andado unas cuantas manzanas más hacia el Norte y se había encontrado con unos tipos del estudio; juntos habían estado bebiendo y charlando en aquel bonito bar que estaba cerca del callejón…, el «Oasis», se llamaba…, y habían jugado a dados apostando las copas, y él había llegado a casa a la una y media; había leído durante un rato y después se había acostado. Y había dormido hasta mediodía.

Maldición, no había estado borracho. Un poco alegre quizá, pero no lo bastante borracho como para haber hecho o dicho nada que no pudiera recordar. En realidad, incluso cuando estaba muy trompa, jamás hacía o decía nada que después no lograra recordar. Podía comportarse como un perfecto imbécil, pero siempre recordaba hasta el más mínimo detalle todo el proceso. En ocasiones no era una facultad cómoda, pero, en ese caso en particular, era bueno saberlo.

No le había contado a nadie lo de su guión; estaba segurísimo. Apostaría la vida por ello.

Fue al cuarto de baño, encendió la luz que había sobre el botiquín y se miró en el espejo. Tenía un aspecto bastante normal. No daba la impresión de estar viniéndose abajo. Aparentaba exactamente los treinta y siete años que tenía, aunque sabía que tarde o temprano tendría que dejar la bebida o empezarían a notársele los efectos. Pero en ese momento, en aquella mañana de agosto, no tenía cara de chalado.

Apagó la luz y se dirigió otra vez al teléfono. Se volvería loco si no comentaba aquello con alguien.

Pero, ¿con quién? Harry Burke no estaba en la ciudad. Hacía menos de una semana que se había marchado al Norte a pasar quince días de vacaciones, de modo que seguiría allí. Lee Stenger había dejado momentáneamente la bebida. ¿Qué tal Dick Kreburn? Dick era uno de sus más recientes amigos, pero sabía escuchar y jugaba bien al ajedrez, y quizá lograra encontrar una solución a aquel problema, si es que la había.

Marcó el número de Dick y permaneció de pie, con el auricular en la mano, esperando que Dick contestara. Un tipo callado, ese Dick Kreburn, pero que cuando hablaba, lo hacía con sentido. Hacía el papel de Reginald Mereton en Los millones de Millie, y Tracy había introducido aquel personaje especialmente para darle trabajo a Dick. Había escrito el papel ciñéndose tanto a las posibilidades de Dick, que al hombre no le había costado nada conseguir el puesto, aunque toda su experiencia la había hecho en el teatro y no ante un micrófono.

Pero no le contestó nadie, de modo que volvió a colgar. Pensando, llegó a la conclusión de que, con toda probabilidad, Dick estaría camino de su casa desde el estudio, pues figuraba en el guión de hoy.

Tracy se puso la chaqueta y el sombrero para salir, y entonces cayó en la cuenta de que no se había terminado su copa; volvió para poner remedio al descuido. Antes de que lograse llegar a la copa, llamaron a la puerta.

Tracy fue a abrir y recibió una agradable sorpresa.

– Hola, Millie.

No era la Millie de Los millones de Millie. Esa Millie era un personaje de ficción, mientras que Millie Wheeler no lo era. Millie Wheeler ocupaba el apartamento que estaba al otro lado del rellano. La ligera coincidencia en lós nombres era una de esas cosas que hacen la vida dificil.

Cuatro meses atrás, cuando Tracy había alquilado el apartamento en el Smith Arms, había visto, junto a su buzón, el nombre de MILLICENT WHEELER, pero no le había dado importancia. No más de la que le había dado al nombre del edificio mismo.

Pero el ver aquel nombre -Smith Arms- escrito encima del portal cada vez que entraba al edificio, y el encontrarlo en la correspondencia que sacaba de su buzón, se había convertido ya en una definitiva fuente de fastidio.

Aunque con ciertas diferencias, le ocurría lo mismo con Millie Wheeler. La chica le caía bien. Era amistosa como un cachorro de pastor escocés -al menos hasta cierto punto-, y uno no podía evitar que le cayera bien. Sus enormes ojos azules habrían tenido un éxito formidable en televisión, si ella hubiese tenido la nariz un poco más pequeña y si se hubiera preocupado un poco más por la forma en que llevaba el pelo. Además, tenía una sonrisa demasiado amplia o, al menos, eso parecía hasta que uno la conocía lo bastante bien como para saber que era sincera hasta el último milímetro, entonces, uno no se percataba de la anchura de aquella sonrisa.