¿Sería posible que Frank hubiera tenido un lío con ella? Esperaba que no, por el bien de Frank. Aunque para Frank aquello ya no tenía la menor importancia. Cuando uno se muere, ya nada tiene importancia.
Y lo único que importaba, mientras uno estuviera con vida, era seguir vivo y no meterse en líos y tratar de disfrutar cada día tal como venía, sin perderse nada de la vida que uno no debiera perderse y…, diablos.
Malditas fueran todas las mujeres.
Maldita fuera la señora Murdock por haber sido tan estúpida como para impulsarlo a comportarse de un modo todavía más estúpido.
Maldita fuera Dotty por ser capaz (¿por qué no ser sincero al respecto?) de escribir tan buenos guiones con una sola mano, como los que escribía él con dos manos y devanándose los sesos. Doblemente maldita por ser tan guapa y tan dulce y tan deseable que no tenía aspecto de sabihonda. Maldita fuera por ser tan brillante, y sin embargo tan increíblemente estúpida como para que le gustara escribir cosas que harían estremecer a cualquier persona inteligente.
Maldita fuera Millie Mereton por todo, y maldita fuera Millie Wheeler por tratar de hacer de él un héroe, cuando él no era más que un sinvergüenza.
Estaba de un humor de perros y lo sabía. Pasó delante del hotel de Dick Krebum sin siquiera fijarse si había luz en su ventana, porque sabía que en ese momento no seria buena compañía ni para los hombres ni para las bestias, y mucho menos para un buen tipo como Dick.
Siguió andando y se encontró ante el edificio del Blade; y logró oír el zumbido distante de las máquinas impresoras. Le lanzó una mirada colérica y siguió andando. Dejó atrás el bar de Barney, después titubeó, volvió sobre sus pasos y entró. Al fin y al cabo, en algún momento, tenía que detenerse en alguna parte.
En el bar de Barney no había nadie, salvo Barney. Tracy se sentó delante de la barra sin saber si aquello le alegraba o no. Con el humor que tenía estaba dispuesto a discutir con cualquiera, y si aparecía alguien del Blade que deseara mofarse de su actual oficio, se convertiría en la víctima perfecta.
– Barney, ponme dos bourbons dobles y nada de chistes -ordenó-. El agua para las ranas.
Bamey le llevó la botella sacudiendo la cabeza lúgubremente.
– Esa no es manera de beber, Tracy. No para un tipo como tú.
– ¿Qué les pasa a los tipos como yo?
– Eres un caballero.
– Oh -dijo Tracy. Husmeó el aire con suspicacia.
Podía haberse tratado de un insulto, pero Barney no se lo había dicho con esa intención.
– Te equivocas por completo, Barney. Soy un sinvergüenza:
– Estás borracho, Tracy.
– Vuelves a equivocarte. Me he pasado la tarde bebiendo como un caballero. Los caballeros no se ponen borrachos como cubas, y yo tengo la intención de ponerme como una cuba. Tómate una conmigo, Barney.
– Bueno…, una pequeñita.
– Salud.
Tracy dejó la primera copa y aferró la segunda. Inspiró hondo y se la bebió de un trago.
La segunda la notó. Al haberse pasado la tarde bebiendo como un caballero, había logrado hacerse con una buena base.
Por un momento, fue como si se mirara a sí mismo desde una gran distancia, como si se viera a través del extremo opuesto de un telescopio. Y lo que vio le produjo una gran tristeza.
– Barney, no soy ningún caballero -insistió-. Soy un sinvergüenza.
– Un sinvergüenza no sabe que es sinvergüenza -adujo Bamey-. Si un tipo sabe que es un sinvergüenza, entonces deja de serlo.
Tenía sentido, pero después dejó de tenerlo. Intentó analizarlo y le pareció que era como el pez que se muerde la cola.
Bamey se inclinó por encima de la barra y le dijo:
– ¿Te pasa algo, Tracy? ¿Hay algo que pueda hacer por ti? No andarás escaso de dinero, ¿eh?
– ¿Dinero? ¡Qué va, Bamey! Incluso tengo ahorros en el Banco. No es como en los viejos tiempos.
– En eso sí que tienes razón -admitió Bamey con una risa entrecortada-. Solías deberme cinco o diez dólares de cada cuenta. Bueno, si tienes ahorros, entonces no es problema de pasta. ¿De mujeres, quizás?
– Oí esa palabra en alguna parte. ¿Qué significa?
Barney se rascó la cabeza.
– Por aquí tenía unas postales francesas de mujeres. Si supiera dónde las metí, podría enseñártelas. Oye, Tracy, acabo de acordarme de Randolph.
– ¿Lee? ¿Qué le pasa?
– Le comenté que estuviste por aquí el otro día. Me dijo que si volvías a aparecer, que te dijera que quería verte por un asunto. ¿Te parece bien si lo llamo y le aviso que estás?
– Supongo que sí. Si se lo has prometido.
– ¿Quieres subir a verlo a su despacho si puede verte, o prefieres que venga aquí? Es decir, si está todavía en la oficina…, comentó que esta noche trabajaría hasta tarde.
Tracy se encogió de hombros y repuso:
– Me da igual. Que decida él.
Bamey se dirigió al teléfono.
CAPITULO XII
Tracy se sirvió otro trago, en esta ocasión, uno normal. Los dos dobles lo habían entonado, empujándolo ligeramente más allá del límite. Era mejor que aminorara la marcha, o acabaría como el jueves por la noche en el bar de Stan.
El jueves por la noche… Rayos, el jueves por la noche había visto a la señora Murdock, igual que esa noche. Había pasado delante del hotel de Dick; había ido al Blade, había estado en el bar de Barney y había acabado borracho.
¿Acaso esa noche repetiría el mismo itinerario? ¿Debía dirigirse, quizás, al bar de Stan, por el gusto de hacerlo? ¿Acaso existía el Destino que…? «Córtala ya -se dijo-; cuando empiezas a pensar en el Destino con mayúscula, es señal de que te estás emborrachando.»
Se sirvió otra copa. Ya se sentía un poco mejor. Iba perdiendo parte de la amargura. Se alegraba de haber entrado en el bar de Barney.
Barney regresó donde él se encontraba y le dijo:
– Lee pasará por aquí al salir del diario.-Cogió la botella y la colocó detrás de la barra-. Te las estás bebiendo demasiado de prisa, Tracy.
– Está bien, abuelita -suspiró Tracy-. De todos modos, todavía sé contar. -Dejó un billete sobre la barra-. Dos dobles, dos sencillas y la tuya.
Barney marcó los importes en la caja y regresó con el cambio. Tracy cogió cinco centavos y se fue al tocadiscos automático. Leyó las listas de canciones y después se volvió y dijo:
– Dios mío, Barney, todavía está la polca Barrilito de cerveza. La que solíamos poner media docena de veces cada noche. ¿No irás a decirme que es el mismo disco? Hubiera jurado que a esas alturas estaría gastado.
– El disco es nuevo, pero la versión es la misma. Los muchachos y tú consumisteis el otro. Jo, cómo detestaba esa canción.
– Y yo también -reconoció Tracy. Metió la moneda en la ranura y pulsó el botón de la polca Barrilito de cerveza. Regresó a la barra y se sentó justo cuando empezaba la música.
Era la misma condenada melodía. Pero le hizo desear que la pandilla estuviera allí otra vez, y que estuvieran jugando al pinocle y bebiendo cerveza en la mesa del fondo. Diablos, pasarían por allí esa misma noche a las once, y eran ya las… Echó una mirada al reloj. Sólo las siete y cuarto.
El editor de locales del Blade entró justo cuando el disco había acabado.
– Esta maldita canción -dijo-. Tracy, veo que tu gusto no ha mejorado nada.
– ¡Mi gusto! -exclamó Tracy indignado-. Siempre detesté esa canción. ¿Qué bebes?
– Sólo una cerveza. He de volver al despacho.