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– Y para mí otro trago, Bamey, ya hace rato que me porto bien. ¿Qué te cuentas, Lee?

– Bueno, en primer lugar, acabemos con esto de un modo o de otro. La historia que nos dio Bates sobre esos guiones tuyos que sirvieron de base para los asesinatos. ¿Era cierta?

– Y tanto, Lee. Y salvo por unos cuantos detalles, por lo que yo sé, es la condenada verdad.

– ¿Ah, sí? Por eso quería verte. En este asunto hay otro aspecto más que podría convertirse en noticia, si conseguimos material suficiente. El asunto de Mueller. Walther Mueller.

De repente, Tracy deseó estar un poco más sobrio. Sacudio la cabeza para despejarse, pero no le sirvió de mucho, y preguntó:

– ¿Cómo te enteraste de eso?

– Gracias a ti. Oye, Tracy, ¿alguna vez escribiste un guión sobre un joyero que era asesinado?

Tracy asintió despacio.

– Está bien, te lo contaré primero y después me dirás como conseguiste saber lo que sabes. -Le contó a Randolph que Bates le había preguntado si alguna vez había oído hablar de un tal Walther Mueller, y si había estado en la ciudad la primera semana de junio, y añadió-: Até cabos, revisé los diarios de esa semana y encontré una nota de Prensa sobre el asesinato. Es todo lo que sé. Y es una falsa alarma, Lee. Sólo porque escribí un guión sobre un joyero, Bates comprobó el caso del último joyero que asesinaron en la ciudad. Es todo. Incluso el método era diferente.

– ¿Estás seguro?

– Segurísimo. ¿Cómo te enteraste?

– Ya te lo he dicho, gracias a ti. Ray, del Departamento de Circulación, me contó que te había dado los diarios de esa semana. Los repasé yo también para averiguar qué era lo que tanto te intrigaba. Esa semana se produjeron varios asesinatos que salieron en los diarios. Los comprobé todos, y el de Mueller era el único que encajaba.

– Ya te he dicho que no tiene nada que ver. Era sólo que…

– Barney, ponme otra cerveza -ordenó Lee-. Y un trago para mi ebrio ex empleado. Va a necesitarlo.

Con un dedo dio un golpecito al primer botón del chaleco de Tracy, y le dijo:

– Si hubieras sido periodista en lugar de lo que eres, habrías comprobado quién se encargó del entierro. Yo lo comprobé. Fue una empresa que lleva mucho tiempo en el negocio y se llama «Westphal & Boyd».

– Me tienes realmente sorprendido. ¿Y qué?

– Después de eso, hice lo que tú habrías hecho si hubieras estado en el baile. Llamé a «Westphal & Boyd» para averiguar quién les había encargado el entierro, y me enteré.

– Apuesto a que te lo contó un pajarito.

– Tendría que levantarme y dejarte aquí plantado. O algo mejor, darte un puñetazo en la nariz. Pero voy a contártelo. El tipo que se encargó de arreglar lo del entierro con la funeraria se llamaba Dineen. Arthur D. Dineen.

Tracy inspiró hondo y soltó el aire despacio. De golpe se sintió completamente sobrio.

– ¿Y qué más? -preguntó-. No te detuviste ahí, ¿verdad?

– Fui a ver a Bates con los datos que tenía -repuso Lee-, y no me hizo ni caso. No quiso colaborar conmigo, ni siquiera para decirme por qué no quería colaborar.

– ¿Cuándo ocurrió todo esto, Lee?

– Ayer. Envié a Burke para que hablara con la señora Dineen, para ver qué podía conseguir por ese lado. Era algo, aunque no mucho. Es el tipo de mujer que detesta a los periodistas, y no hubo manera de sacarle nada. Burke supuso que la mujer no quería que removiera el pasado, por temor a que saliera a la luz alguna cosa. Como, por ejemplo, que Dineen tenía algún lío da faldas. ¿Lo tenía?

– No lo sé, Lee. Oí algún que otro rumor, pero yo no lo sé.

– Nosotros logramos averiguar que Dineen y el tal Walther Mueller eran íntimos amigos. Antes de que Dineen entrara a trabajar en la Radio, cuando era más joven, había vivido en Sudamérica. Había sido representante de una firma norteamericana. Él y Mueller habían hecho amistad, y esa amistad perduró incluso después de que Dineen regresara. Había vuelto a Sudamérica en un par de oportunidades para pasar sus vacaciones, y Mueller había venido aquí, también en un par de ocasiones. Y se escribían.

– ¿Fue Dineen a buscar a Mueller al aeropuerto?

Randolph sacudió la cabeza y respondió:

– Su mujer dice que no. Dice que sabían que Mueller iba a venir a los Estados Unidos para quedarse definitivamente, pero que no sabían con exactitud cuándo iba a llegar. Mueller se marchó del aeropuerto y fue directamenye al hotel, donde lo mataron antes de que telefoneara a Dineen…, ellos no se enteraron de que estaba aquí hasta que leyeron lo del asesinato en los periódicos. Al menos eso es lo que la señora Dineen dice. De todos modos, Dineen se presentó entonces y ayudó a poner en orden los asuntos de Mueller, y se encargó del entierro y demás.

– Hummm -masculló Tracy-. ¿Tenía Mueller algún pariente?

– Un hijo y dos hijas en Río de Janeiro. Todos mayores y casados. Lo heredaron todo. La herencia no era muy grande, su valor alcanzaría las cinco cifras, pero el hombre no era millonario. Dineen fue su ejecutor testamentario. Oficialmente, quiero decir, porque su abogado se encargó de todo.

– ¿Viste a su abogado?

– Burke fue a verlo esta mañana. No consiguió nada extraordinario. El collar de perlas que estaba retenido en la Aduana cuando se cometió el asesinato, pasó a formar parte de la herencia, y por él se consiguieron doce mil dólares tras haber deducido los derechos aduaneros. Después estaba el giro bancario que había traído consigo, y unas cuantas inversiones en Río. Todo eso sumaría unos treinta mil dólares, después de efectuadas todas las deducciones; ese dinero regresó a Río, pues le correspondía a los hijos.

Tracy fue haciendo pequeños círculos sobre la barra con el fondo mojado del vaso.

– ¿Tenia algún pariente aquí? -inquirió.

– Una sobrina. La señora Dineen dijo que creía que la chica vivía en Hartford, Connecticut. Pero nunca la conoció.

– ¿Sabes cómo se llama?

– No. ¿Qué importancia podría tener eso?

«Depende -pensó Tracy- de cómo se llame.» Pero no hizo ningún comentario y se limitó a decir:

– Ninguna, supongo. ¿Es todo lo que sabes?

– ¡Fíjate quién pregunta! Claro que es todo lo que sé. Pero hay algo que me intriga. ¿Por qué Bates no investiga más ese aspecto del caso?

Tracy estudió su imagen en el espejo que había detrás de la barra.

– Supongo que porque piensa que no tiene nada que ver -repuso Tracy-. Cree que sabe quién mató a Dineen y a Hrdlicka.

– Y un cuerno. ¿Quién?

– Yo -replicó Tracy-. Me parece que piensa que soy un psicópata. Que me dedico a escribir guiones y que después siento el impulso irrefrenable de llevarlos a la práctica. O algo así.

– ¿Y es así?

– No seas burro, Lee. ¿Crees que te lo diría si fuera así?

Lee Randolph sacudió la cabeza con cara de duda.

– Supongo que te conozco bastante bien. No estás loco…, al menos no de ese modo. Pero, ¿qué harás al respecto?

– ¿Qué puedo hacer al respecto? Nada. Salvo no permitir que Bates me relacione con más asesinatos.

– Tracy, ¿me estás tomando el pelo? ¿De veras que vas a quedarte sentado a esperar que se aclare el asunto? Joder, Tracy, hubo una época en que fuiste un buen reportero.

– ¿Y qué tiene que ver con todo esto el hecho de ser reportero?

Randolph soltó una risotada.

– Cuando trabajabas para mi, si te hubiera asignado un caso como éste, habrías salido a interrogar a la gente hasta conseguir respuestas que encajaran…, o no. Y después te… Vale, olvídalo. Espero que Bates logre engancharte.

– Menudo consuelo me das.

– Consuelo -repitió Randolph-… Eso quieres, ¿eh? Por el amor de Dios. Consuelo. Alguien te usa de pantalla para achacarte tres asesinatos y tú te quedas ahí sentadito, esperando consuelo. Si ése es el efecto que tiene la Radio sobre un buen reportero, que me cuelguen ahora mismo.