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– Maldita sea, Lee, no puedes…

– ¿Cómo que no puedo? Te has vuelto más blando que un colchón de plumas. Lo que necesitas es una fecha tope de entrega. Pues bien, te daré una. O me consigues una buena nota periodística para mañana a la noche, o estás despedido.

Tracy sonrió tontamente.

– Simon Legree, amigo mío. Me alegro de no trabajar más para ti.

– Y yo también -repuso Randolph. Se bebió el resto de la cerveza y se puso en pie.

– Antes eras un tipo cojonudo. Y ahora buscas consuelo.

Salió del bar.

Poco a poco a Tracy se le borró la sonrisa. Observó cómo se le iba borrando de la cara en la imagen del espejo, y después hizo señas a Barney.

– Ponme una doble -le pidió. Se volvió y miró las ventanas delanteras del bar. Fuera había oscurecido ya. Y dentro tampoco había demasiada luz.

– Maldita sea, Barney -dijo.

– ¿Sí?

¿Y cómo contestaba a eso? No sabia cómo contestar a nada.

– Anda, Barney, tómate una conmigo.

Barney sirvió dos copas, y antes de beber, dijo:

– Salud.

– Barney, en una época fui un buen reportero.

– Sí -repuso Barney, sin signos de interrogación esta vez, lo cual fastidió a Tracy. También le hubiera fastidiado si los hubiera habido.

– ¿Y qué más? -inquirió.

– Pues nada -repuso Barney-. Sólo te daba la razón. Gracias por la copa. -Se alejó al otro extremo de la barra y se puso a lavar unos vasos.

«Voy a emborracharme -pensó Tracy-. Diablos, pero si estoy borracho. ¿Lo estoy?»

No lo sabía. Físicamente tenía la sensación de mareo que acompaña al exceso de alcohol, pero no notaba el cerebro obnubilado. Su cuerpo estaba un tanto beodo; lo supo cuando se bajó del taburete y tuvo que concentrarse para tratar de caminar con normalidad. Pero su cabeza seguía estando en el extremo opuesto del maldito telescopio, mirando al Tracy pequeñito que estaba solo, sentado ante una barra tratando de ponerse trompa.

– Mira… -dijo.

– ¿Sí? -repuso Bamey, y miró a Tracy, pero no se le acercó.

– No es asunto de ellos.

Barney se limitó a lanzar un gruñido.

Barney debió de creer que estaba borracho para hablar de aquella manera. Quizá Barney tuviera razón. No debería utilizar un pronombre sin un antecedente.

Pero no era asunto de ellos.

¿Qué derecho tenía Millie para suponer que se había tomado la semana libre para ir a meter las narices en una sierra circular? Eran sus narices, y no las de Millie.

¿Y qué derecho tenía Lee Randolph para creer que tenía que meterse en aquel asunto más de lo que ya estaba metido? Pagaba sus impuestos y contribuía a mantener al Departamento de Policía, a quien le correspondía resolver los crímenes. Además, ellos contaban con recursos para resolverlos, y él no.

¿Qué derecho tenía Barney a estar de acuerdo con ellos? Sí, Barney estaba de acuerdo con ellos; lo sabía por la forma en que lo miraba.

Bates era más sensato. Bates no pensaría que se tomaba una semana libre para perseguir al asesino. No, señor. Bates pensaría que se tomaba una semana libre para planear un par de asesinatos más.

Maldito fuera aquel telescopio por el que se veía. Maldito fuera el espejo que había detrás de la barra.

Porque le mostraba la imagen de otra barra, y de un borracho solitario con ojos desorbitados, sentado solo, con cara de imbécil. Un imbécil en la penumbra, cuando las luces son tenues.

Un imbécil que se dejaba amedrentar por la Policía, porque un asesino lo había amedrentado antes. Un maldito asesino que le había plagiado las ideas.

Un asesino que se había cargado por lo menos a tres víctimas. «Venga, vamos, reconócelo.» Lo de Mueller estaba relacionado. Mueller había sido amigo de Dineen.Y aquélla era una conexión suficiente como para que el detalle encajara en algún sitio.

Coincidencia; era el calificativo que se le endilgaba a una pista cuando a uno le daba demasiada pereza o demasiado miedo seguirla.

Como lo de Dotty-Dorothea Mueller. Dotty, la hermosa, cuya nuca delicada y suave infundía tantos deseos de besarla; la de los dedos alados capaz de convertir una máquina de escribir en ametralladora. Pequeña, suave, tierna, joven y deseable y…, maldita Dotty.

El hecho de que se apellidara Mueller no era ninguna coincidencia. Las coincidencias no existían. Coincidencia era el nombre que se le daba a una pista que se temía seguir.

Randolph la hubiera seguido…, o hubiera enviado a uno de sus muchachos a investigarla…, si Randolph hubiera sabido que una muchacha llamada Mueller había trabajado en la «KRBY» a las órdenes de Dineen, contratada por Dineen. Sólo que Randolph no lo sabía; era una ventaja que tenía sobre Randolph, si decidía poner manos a la obra y…

Pero no iba a decidirlo.

– Otra copa, Barney. Para ti también.

Barney se le acercó y le sirvió la copa.

– Esta vez, paso -dijo Barney-. La noche es joven, todavía no son las ocho. No puedo emborracharme tan temprano.

– En eso no estamos de acuerdo, Barney. Yo sí. Voy a ponerme ciego.

– ¿Por qué?

– Bueno… -contestó Tracy, pero no supo muy bien cómo continuar. Aquélla era una pregunta increíble en un tabernero. No era asunto de Barney el motivo que llevaba a un cliente a querer emborracharse.

¿Por qué no podía la gente dejar de entrometerse en sus asuntos? Sólo quería que lo dejaran en paz.

– Ven aquí, Barney.

Barney se le acercó.

– Escúchame, Barney, ¿acaso no es sólo asunto mío si soy un valiente o un cobarde?

– Supongo que sí -respondió Barney-. ¿Y qué eres?

– Un cobarde -repuso Tracy rápidamente-. Vamos a ver, me gusta ser un cobarde. Además, yo soy Bill Tracy y no Dick Tracy. Tampoco soy Supermán. Ni siquiera Philo Vance. Y, ni mucho menos, soy ese tío que le llevó un mensaje a García.

– ¿Quién fue ése?

– No lo sé; ni siquiera sé quién era García ni de qué trataba el mensaje. Quizá fuera del sastre de García para pedirle que pasase a recoger sus pantalones. Pero se lo llevó ese tío. Yo no lo hubiera hecho.

– No conozco a ese tal García, pero tengo una caja de cigarros «García». ¿Te apetece uno? -le preguntó Barney.

– Guárdatelo. Y no me tientes para que te diga qué hacer con él.

– Así no se puede fumar un cigarro -dijo BarneyTracy frunció el ceño y dijo:

– Barney, trato de ponerme serio. ¿Cómo es que nos hemos desviado tanto para acabar hablando de cómo no se puede fumar un cigarro?

– Por García. Dijiste que no le llevarías nunca un mensaje a García, y yo te dije que tenía unos cigarros «Gar…».

– Corta el rollo. Volvamos a la cuestión principal. Si quiero ser un cobarde, y me gusta ser un cobarde, ¿acaso no es asunto sólo mío?

– Supongo que si.

– De acuerdo -dijo Tracy-. Entonces, no vuelvas a tocar el tema.

Barney suspiró y siguió secando vasos.

Tracy se miró en el espejo. Por un momento tuvo la impresión de ver ahí sentados a dos cobardes en lugar de uno, y tuvo que fijar bien la mirada para resolver el problema de la doble imagen. Pero, ¿para qué tomarse tantas molestias?, se preguntó. ¿Por qué no podía ser dos cobardes si le apetecía? ¿Acaso no había un refrán por ahí que decía que dos cobardes es mejor que uno? No, era dos cabezas son mejor que una.

– Barney, en una época fui un buen reportero.

– Sí -dijo Barney, con tono resignado.

– Barney.

– ¿Sí?

– Oye, Barney, ¿dos cobardes es mejor que uno?

– No.

– Es lo que yo pensaba.

Se bajó del taburete y se quedó allí de pie, durante un momento, con la mano apoyada sobre la barra por si necesitaba mantener el equilibrio. No, no lo necesitaba. Podía tenerse en pie. Aún podía caminar.

Si se concentraba, incluso podía andar recto. Así lo hizo; anduvo recto hasta la puerta y salió.