Había doce calles hasta la casa de Dotty. Sabía que en doce manzanas lograría despejarse bastante.
A mitad de camino comenzó a sentirse casi sobrio. Y a punto estuvo también de dar media vuelta y regresar.
La noche era demasiado hermosa como para meterse en problemas, para ir buscándose problemas. Una brisa fresca le acariciaba la cara, era tan suave como la caricia de la mano de Dotty. Y el cielo estaba despejado, era de un intenso azul oscuro, y se veían las estrellas incluso a través del resplandor de las luces de la ciudad. Las estrellas eran los brillantes chispazos que le hubiera gustado ver en los ojos de Dotty cuando lo miraba.
Mientras cruzaba por Washington Square, allá en lo alto, las hojas de los árboles se estremecieron y debajode los árboles, los bancos estaban ocupados por enamorados. Los niños corrían y chillaban.
La noche seguía siendo hermosa cuando llegó a casa de Dotty.
Entró en el vestíbulo, tocó el timbre y esperó con la mano en el picaporte de la puerta interior, hasta que la cerradura hizo clic.
Después subió las escaleras, sin necesidad de andar con cuidado, y al llegar a lo alto estuvo a punto de cambiar de parecer, aunque no para volver sobre sus pasos, sino para cambiar el motivo de la visita cuando llegara a destino.
Ella oyó sus pasos en el corredor y le abrió la puerta.
– ¡Vaya, Bill! No esperaba…
Entró y la dejó en la puerta.
– Bill, me alegro de verte, pero… -La voz de Dotty se había vuelto tensa-. Lo siento, no puedes quedarte. Espero a una persona y me disponía a…
– No voy a quedarme -adujo Tracy, y echó un vistazo al escritorio. La máquina de escribir estaba cubierta con la funda. Junto a ella había dos prolijas pilas de papel, una de color amarillo, la otra blanca. Unos clips dividían cada pila en cinco manuscritos.
– Has terminado -le dijo con tono acusador, aunque no había sido aquélla su intención.
– Sí, he terminado. Si quieres leerlos, puedes llevártelos. Tu portafolios sigue aquí.
Tracy se dio la vuelta y la miró. Ella había cerrado la puerta, pero no se había movido. Parecía molesta y un tanto intrigada.
– Eres de Hartford, ¿no? -le preguntó.
– Sí. Pero, ¿qué tiene eso que ver con…?
– Nada. Entonces, tenías un tío que se llamaba Walther Mueller. Lo mataron hace poco más de dos meses.
– Claro. Salió en los diarios. Vamos, Bill, ¿qué es lo que intentas decirme? ¿Qué tiene eso que ver con…? ¿Has estado bebiendo?
– Claro que he estado bebiendo. ¿Tienes algo que ocultar con respecto a este asunto? ¿O estás dispuesta a hablar de ello?
– Bill, no sé qué te propones. Por supuesto que no tengo nada que ocultar. ¿Por qué iba a tener que ocultar nada?
– No lo sé. Eso es lo que quiero averiguar.
– ¿De qué estás hablando?
– De unos asesinatos -repuso Tracy-. Estoy hablando de unos asesinatos…, de unos cuantos asesinatos. Tu tío fue asesinado. Tu jefe, el hombre que te contrató en el estudio, fue asesinado. Y un amigo mío, un conserje, fue asesi… Dotty, ¿por casualidad no tendrás antepasados polacos?
La muchacha retrocedió hacia la puerta. Tenía la mano en el picaporte.
– Bill -le dijo-, estás borracho. Lo siento, pero tendrás que marcharte. No puedo hablar contigo ahora. Si quieres venir mañana, cuando no estés en ese estado, con mucho gusto te contaré lo que…
– ¿Tienes antepasados polacos?
– No, claro que no. Belgas por parte de mi padre, e ingleses y noruegos por parte de mi madre. ¿Quieres marcharte, por favor?
– ¿Conocías a un hombre llamado Frank Hrdlicka?
– Frank… Es el hombre que mataron en el edificio donde vives, ¿no? ¿El conserje?
– Sí. ¿Lo conocías?
– Claro que no. No pienso contestar más preguntas si te comportas de ese modo.
– Si no me sintiera de este modo, Dotty -le dijo Tracy-, no te estaría haciendo estas preguntas. Pero…, bueno, está bien, te pido disculpas de antemano. Y ahora dime, ¿cómo conseguiste ese trabajo en la «KRBY»? ¿A través de tu tío?
– En cierto modo, sí.
– ¿Qué quieres decir con eso de en cierto modo? ¿Conociste a Dineen a través de tu tío?
– Fue de una manera perfectamente normal. Pero no tengo tiempo de… Si vienes mañana, te lo contaré todo. Pero, ahora, no.
– Como mucho tardarás cinco minutos en contármelo si empiezas ahora y no te detienes. De ese modo me tendrás fuera de aquí dentro de cinco minutos. Si quieres llamar a la Policía, tardarán un cuarto de hora en llegar.
Le lanzó una mirada furibunda. Tenía los ojos azules como canicas y no había en ellos estrella alguna.
Tracy se sentó en el sofá e hizo ademán de arrellanarse.
Y, de repente, Dotty lo sorprendió haciéndole una sonrisa. Se encogió de hombros fingiendo resignación, se acercó y se sentó en el brazo del sillón que había delante del sofá.
– Está bien, Bill. Tendré en cuenta que has estado bebiendo y no me enfadaré. No existe ningún motivo por el que no deba contártelo, salvo la forma en que me lo preguntaste, y pasaré ese detalle por alto. Puedo contártelo en menos de cinco minutos y, después, te irás. ¿Me lo prometes?
– Sí.
– Está bien. En primer lugar, nunca conocí a mi tio. Aunque sabía que en Sudamérica tenía un tío con dinero, yo creía que era mucho más de lo que después resultó ser. Hace unos seis meses, cuando empecé a vender mis cuentos de amor, le escribí. Le sugerí…, bueno, que viajar seria una experiencia para un escritor y me preguntaba si…, bueno…
– Sé sincera -le pidió Tracy-. Tratabas de conseguir que te invitara a viajar a Río para vivir allí una temporada. Pero la cosa no coló, ¿verdad?
Dotty frunció el ceño ligeramente y repuso:
– Me envió una carta para informarme de que se iba a jubilar y que se marcharía de Río para venir a establecerse a los Estados Unidos. Me dijo que no veía la hora de conocerme cuando estuviera aquí y bueno…, en cierto modo sugirió que podría hacer algo por mi para que pudiera viajar. No sé qué estaría pensando, y supongo que jamás lo sabré.
»En la misma carta me preguntó si me interesaba escribir cosas para la Radio. Me decía que tenía un buen amigo llamado Arthur Dineen, que era director de programación de la «KRBY», y que si me interesaba el medio, que hablara con el señor Dineen al respecto, y que entretanto él le escribiría.
»Me vine a Nueva York y hablé con el señor Dineen, y él me dio trabajo en la Radio. Sugirió que trabajara una temporada en las oficinas hasta que me aclimatara, y que después trataría de conseguirme una oportunidad para trabajar en algún programa.
»Eso es todo. Empecé a trabajar en la Radio hace tres meses…, no, tres meses y medio.
– Ah -dijo Tracy. Se sintió vagamente decepcinado, y un poco avergonzado de sí mismo por haber sido tan brusco con Dotty. Su historía era cierta, sin duda. Tenía sentido y todos los hechos encajaban a la perfección-. ¿Y ni tú ni el señor Dineen sabíais cuándo vendría tu tío?
– Yo, no. Y después, el señor Dineen me dijo que él tampoco. Me comentó que le hubiera gustado que mi tío le enviara un telegrama para poder ir a recibirlo al aeropuerto y que…, quizás así, aquello nunca hubiera ocurrido.
Dotty tendió la mano, con la palma hacia abajo, para enseñarle el anillo que llevaba en el anular.
– Me traía un regalo…, este anillo. Es sólo un aguamarina, pero la montura es una bonita obra de artesanía en oro blanco.
– Es precioso -dijo Tracy. Se sentía un poco tonto-. Los diarios no lo mencionaban. ¿Cómo es que no se lo robaron junto con el dinero?
– Estaba en la Aduana, junto con las perlas. Había también algunas otras cosas que los periódicos no se molestaron en mencionar. Un hermoso tintero de plata para el señor Dineen y unas cuantas cosas más.
– ¿Y cómo supiste para quién era cada cosa?