– Porque así lo había puesto él en la declaración aduanera. Te preguntan si los objetos que traes son para regalo o para vender. Las perlas (supongo que lo habrás leído) las trajo para vender. Imagino que pensaría que aquí le darían más dinero, a pesar de los impuestos.
– Un tintero -dijo Tracy, pensativo-. Es lo que se llevó el hombre que mató a Dineen. ¿Era muy valioso?
– Era de plata. Una exquisita obra de artesanía. No lo sé, calculo que valdría unos cientos de dólares, no más. Dificilmente pudo haber ido a su despacho para robarlo…, me refiero al asesino…, aunque, claro, era un objeto lo bastante valioso como para que quisiera llevárselo si…
– ¿Trajo tu tío algún otro regalo para los Dineen o para ti?
– Para mi, no. Y que yo sepa, no traía nada más. En otras ocasiones le había enviado regalos al señor Dineen. El reloj de pulsera con segundero, que llevaba el señor Dineen, por ejemplo. Y…, ¿conociste a Rex, el perro? Le mandó un hermoso collar; era de piel de pecarí y tenía unos remaches bañados en oro. El señor Dineen se llevó a Rex cuando visitó Sudamérica la primavera pasada, y después mi tío le hizo el collar y se lo envió para Rex. Además, el señor Dineen me comentó que mi tío le había enviado unos pendientes para su esposa, y también un reloj, creo.
– ¿No era un tanto dadivoso con los regalos?
– Bueno, el señor Dineen le había hecho algunos favores. Me refiero a unos favores de negocios en Nueva York, y no aceptó nada a cambio. Pero, claro, los regalos no podía rechazarlos.
– ¡Qué clase de favores?
– No lo sé. No tengo ni idea. -Dotty miró el reloj con cierto sarcasmo en la expresión-. Bill, dijiste cinco minutos y han pasado más de diez. Es todo lo que sé, de veras, aparte de lo que salió en los diarios.
Tracy se puso en pie y dijo:
– Ya, gracias, me marcho.
Se sentía bastante tonto. Estaba claro que Dotty no sabia nada y que su relación con los hechos era perfectamente inocente, y él había empezado a interrogarla como si fuera una delincuente. De milagro no había llamado a la Policía para que lo echaran de allí.
Había entrado como un león, y ahora se marchaba también como un cordero, después de haberse comportado como un cobarde…
– ¿De qué te ríes? -inquirió Dotty, recuperando su tono de fastidio.
– De nada -repuso Tracy-. Es que estaba pensando… Oye, Dotty, ¿por qué no le contó Dineen a su mujer que tú ibas a empezar a trabajar en el estudio?
Para Tracy había sido una pregunta lanzada al azar.
Pero Dotty se sonrojó de repente y después se puso pálida; levantó la mano en la que llevaba el anillo con el aguamarina y le propinó a Tracy una sonora bofetada.
– ¡Fuera de aquí! -le gritó.
Tracy se marchó. No tenía nada más que decir. Pero, cuando hubo traspuesto la puerta, se volvió. Seguía sin tener nada que decir, pero se despidió:
– Bueno, Dotty, ha sido bonito conocerte. Sien…
La muchacha cerró de un portazo.
Pensativo, se dirigió a la escalera. Lo sentía, pero no estaba seguro de qué era lo que sentía. Había formulado una pregunta al azar, y había hecho diana. Sólo una conciencia culpable habría provocado una reacción tan brusca.
Dineen y Dotty.
Maldición.
Y él que se había mostrado cortés. Se había comportado como un perfecto caballero. El pequeño Lord Fauntleroy Tracy. Diablos.
Bajó las escaleras y abrió la puerta que daba al vestíbulo exterior.
Un hombrecito aseado, de cabello gris y quevedos de montura de oro se encontraba allí de pie, en el vestíbulo, con la mano levantada dispuesto a llamar a un timbre. Entonces vio a Tracy y bajó apresuradamente la mano.
– Buenas noches, señor Wilkins -lo saludó Tracy.
– Ah…, buenas noches, señor Tracy.
– Buenas noches, señor Wilkins.
– Buenas… -Wilkins frunció el ceño.
– Pues sí que hace una buena noche -comentó Tracy-. Es el apartamento siete, por si era eso lo que estaba buscando. Ya tiene listos los manuscritos.
– Los…, esto…
– Los guiones para Millie. Ha venido por eso, claro. ¿Por favor, quiere decirle de mi parte que fue divertido haberla visto?
Wilkins retrocedió para dejar pasar a Tracy. Wilkins frunció el ceño y después pulsó el botón que había encima del buzón número siete. La cerradura de la puerta interior hizo clic justo cuando Tracy abría la puera de la calle.
Tracy se asomó y dijo:
– Señor Wilkins.
– ¿Sí?
– Cuidado con el impulso biológico. La emisora «KRBY» no aprueba que sus…, esto…, empleados…
Wilkins había recuperado su dignidad. Con tono helado, repuso:
– Ya es suficiente, señor Tracy.
– Y tanto, señor Wilkins. Buenas noches, señor Wilkins.
CAPÍTULO XIII
Tracy cerró la puerta y echo a andar calle abajo mientras silbaba. Por algún extraño motivo se sentía alegre. Tendría que estar hecho un basilisco, pero no era así. Era demasiado gracioso. ¡Wilkins! Santo Dios… ¡Wilkins! ¡Dineen y Wilkins!
Aunque era injusto. Decididamente injusto. En realidad no le importaba que una chica utilizara sus artimañas para abrirse paso en una profesión; era un privilegio de la mujer si deseaba sacarle partido. Pero, maldición…, tendría que estar en contra de las leyes sindicales, o algo por el estilo, el que encima de todo aquello fuera una luz escribiendo guiones. Cualquiera de aquellas dos características endurecían muchísimo la competencia, pero ambas…
Tendría que haber estado preocupado, pero no lo estaba.
Decidió que debía de estar borracho. Y eso le recordó qué se suponía que debía hacer.
En fin, ya había dado el primer paso. Había visto a Dotty. ¿Y qué sabía ahora que pudiera considerarse importante? ¿Qué sabia que podía haber conducido a un asesinato?
Ciertamente, no era la vida sexual de Dotty. Era posible que alguien hubiera matado a Dineen por celos. Pero no al tío de Dotty, al que ella jamás había conocido. Ni a Frank. No, eso no tenía sentido.
¿Por dinero, entonces? El tintero de plata…, se había olvidado de ese detalle hasta que Dotty lo mencionó. Quizás el hecho de que el asesino lo hubiera robado tuviera alguna importancia, siempre y cuando el asesino se lo hubiese llevado porque era un regalo que Mueller le había hecho a Dineen.
¿En qué circunstancias le habría hecho el regalo? Quizá la señora Dineen pudiera decírselo. Quizás ella pudiera decirle qué otros regalos, si los había, además del collar para el perro y el reloj, le había hecho Mueller a su marido. En un tintero se podían ocultar cosas, si el tintero hubiera sido hecho para ocultarlas. O en un reloj. ¿Habrían intentado robar el reloj? ¿Y qué clase de reloj sería? Sintió un leve entusiasmo, como si estuviera a punto de alcanzar los márgenes exteriores de una respuesta. ¿Qué hora era? ¿Sería demasiado tarde para ir hasta Queens a ver a la señora Dineen?
Tendría que haber ido de todos modos. Especialmente porque no había asistido al entierro. Todavía estaba a tiempo; le expresaría sus condolencias y después le haría unas cuantas preguntas.
¿Estaba lo bastante sobrio? En fin, lo estaría para cuando llegara a Queens. Según su reloj, eran sólo las ocho y media. Si lograba coger un taxi…
Se acercaba uno en ese momento, y lo paró.
– Al puente de Queensborough -le ordenó al taxista-. Le indicaré el camino cuando lo hayamos cruzado; sé cómo llegar, pero no sé la dirección.
El taxi se desvió hacia la Segunda Avenida y se dirigió al Norte, rumbo al puente. En una o dos ocasiones, Tracy notó que aminoraba la marcha sin motivo aparente. En la Calle 40, el conductor giró hacia el Este y después hacia el Norte, por la Primera Avenida.
Giró hacia el Oeste en la Cuarenta y Dos y volvió a aminorar la marcha.
– Nos están siguiendo -le informó el conductor, dándose la vuelta. Su voz sonaba un tanto asustada-. Quise asegurarme antes de decirle nada.