Tracy lanzó un juramento. Se había olvidado de que Bates le había advertido que lo estaban vigilando. Probablemente se habían pasado toda la tarde pisándole los talones…, habrían ido al bar de Barney y a casa de Dotty… Pues daba igual.
– Está bien -le dijo al taxista-. Que nos sigan.
– De eso, ni hablar -dijo el taxista-. No quiero líos, y no quiero que me sigan hasta Queens. Coja otro taxi o vaya en Metro.
– Está bien -dijo Tracy, lanzando un suspiro-. ¿Estamos en la Cuarenta y Dos? Lléveme a Broadway.
Mientras iban hacia allí, miró por la ventanilla trasera. Sí, había un coche, un sedán «Chevie», con dos hombres en el asiento delantero. Hombres fornidos. Bates no había estado de broma.
Le pagó al taxista en la esquina más concurrida del mundo. Y entonces, por puro empecinamiento, inició un recorrido errático entre la multitud vespertina, se metió en el «Bar Astor», lo recorrió todo hasta el vestíbulo, salió por otra puerta y volvió a mezclarse entre la multitud.
En la esquina, cuando entró en el Metro, ni siquiera se molestó en volverse para comprobar si aún lo seguían. Uno de los hombres se habría visto obligado a aparcar el coche o quedarse dentro, y si el otro no lo había perdido en aquel jaleo, entonces se merecía un viaje en Metro hasta Queens.
De todos modos, por pura curiosidad, observó a las personas que iban en el mismo vagón. Ninguna tenía aspecto de policía.
Al llegar a Queens, cuando se bajaron con él dos mujeres y un señor mayor medio bebido, acabó de convencerse del todo. Los había despistado en el «Astor».
Mientras recorría las calles que conducían hasta la casa de Dineen, notó que estaba bastante sobrio. Volvió a mirar el reloj; eran las nueve; llegaría a las nueve y diez. Tendría que disculparse, y explicarle a la señora Dineen que había salido más temprano, pero que habían surgido inconvenientes.
Después, se iría al restaurante más cercano, siempre que en Queens hubiera restaurantes. Tendría que haber comido más temprano; al disiparse los efectos del alcohol, le estaba entrando un hambre feroz.
Vamos a ver…, aquélla era la manzana. Sería la cuarta o la quinta casa, contando desde la esquina. No se acordaba de cuál era exactamente; además, todas se parecían.
Se detuvo delante de la cuarta casa, y desde allí miró a la quinta y vuelta otra vez a la cuarta, tratando de recordar cuál era. La vez anterior él había venido durante el día; por la noche, las cosas tienen otro aspecto.
Pero la cuarta casa estaba a oscuras. Y en la quinta había luz. Si era la casa delante de la cual se encontraba, entonces no había nadie, a menos que se hubieran ido a dormir condenadamente temprano.
Ya que estaba, podía intentarlo en la quinta, la que tenía luz.
Llegó hasta las escaleras del porche y cayó en la cuenta que no tenía que avanzar más. Aquélla no era la casa. El porche y la puerta eran diferentes, y en la puerta no había llamador. Recordó que había admirado el antiguo llamador de bronce de la puerta principal de Dineen.
Entonces, la casa de Dineen era la otra, la que estaba a oscuras, y había hecho todo aquel viaje para nada. Retrocedió hasta la acera. Al pasar delante del sendero de entrada, volvió a mirar hacia la casa de Dineen.
Se detuvo, porque había visto una luz. Una luz tenue en una ventana del piso de abajo. Parecía una linterna. Se detuvo y se quedó mirando.
Era una linterna. Se movía, y se volvía cada vez más tenue cuando quien la empuñaba se alejaba de la parte delantera de la casa, haciéndose más intensa cuando regresaba.
Tracy se quedó allí, de pie, sin saber qué hacer. Podía tratarse de un ladrón. O podía ser alguien de la familia que utilizaba una linterna porque se habían fundido los plomos o algo por el estilo. No, no podía ser. Tendrían que haber tenido fusibles de recambio, y la linterna tendría entonces que haber estado en el sótano, donde estaría también la caja con las llaves de la luz. Al menos, las personas que llevaran la linterna tendrían que haberse dirigido hacia allí.
Volvió a verse la luz por un breve instante y después desapareció.
Entonces a Tracy le asaltó una idea; lo hizo con tanta fuerza, que se estremeció un poco. Si allí dentro había un ladrón, no se trataba de un ladrón cualquiera. Tenía que ser el asesino, el hombre que ya había matado a Walther Mueller, a Arthur Dineen y a Frank Hrdlicka.
Y hasta ese momento, aquella figura había sido una abstracción. Pero ya no lo era. Asesino. Una palabra concreta. Asesino: persona que asesina. No era una palabra bonita; tampoco era un bonito pensamiento, y mucho menos a esas horas de la noche.
Tracy se refugió bajo la sombra de un árbol entre la acera y el bordillo, y reflexionó sobre lo que debía hacer. ¿Entrar?
No, no estaba loco, por más que Bates pensara lo contrario. ¿Desarmado ante un asesino que probablemente llevaba un revólver? ¿Sin siquiera tener una linterna? Una locura.
Sólo le quedaba una cosa lógica y sensata por hacer: dirigirse a la casa iluminada de al lado y pedirles que telefonearan a la Policía. Aquello era un trabajo para la pasma, no para Bill Tracy.
Con amargura pensó en lo listo que había sido al despistar a los dos policías que lo habían estado siguiendo toda la tarde. En ese momento hubiera dado mil dólares por ver el sedán «Chevie» con los dos policías corpulentos en el interior.
Echó una última mirada hacia la casa de Dineen (ya no se veía la luz) y se dirigió a la casa de al lado.
Entonces, de repente, supo que era demasiado tarde para telefonear a la Policía. Era demasiado tarde para hacer nada, a menos que fuera una tontería. Porque en la tranquilidad de la noche oyó un sonido inconfundible: el abrirse y cerrarse de una puerta trasera en la parte posterior de la casa.
El asesino huía por la puerta trasera.
¿Daría la vuelta y aparecería por el frente? No, claro que no. Se marcharía por el callejón, si… Sí, había un callejón. Tenía que haber un callejón porque no existía una entrada para coches, y Tracy recordó que en la parte posterior había un garaje.
Probablemente el asesino había dejado su coche (sin duda tendría coche) en el callejón. Si lograra tomar nota de la matrícula…
Los pies de Tracy debieron de estar pensando por él, porque ya había echado a correr hacia la esquina y se dirigía hacia la entrada del callejón. Corrió sin hacer ruido por la franja de césped que había entre la acera y el bordillo.
Al terminar la franja de césped, él siguió corriendo sin hacer ruido; recordó entonces que esa mañana, al vestirse, se había puesto los zapatos deportivos con suela de goma. Se detuvo bajo la sombra de una catalpa, a unos pocos metros del final del callejón, y aguzó el oído.
Del callejón no le llegaba ningún sonido. ¿Se habría equivocado en lo del coche, o en la dirección en que huiría el asesino? No, oyó cerrarse despacio la puerta de un coche.
Bien; sólo tenía que esperar allí, en las sombras. El coche pasaría junto a él; esperaba poder tomar nota de la matrícula. Incluso podía llegar a reconocer al conductor cuando el coche pasara por ahí.
El zumbido del arranque, y el ronroneo de un motor. Estaba todo tan en calma, que llegó incluso a distinguir el sonido del cambio de marchas, y el cambio en el ruido del motor cuando el conductor soltó el embrague. El coche se había puesto en movimiento. Pero, ¿en qué dirección? No se le había ocurrido pensar en eso. Este lado del callejón estaba más cerca de la ciudad, del puente de Queensborough. Pero, si el coche había venido desde Manhattan, sería muy dificil que hubiera entrado en el callejón por ese extremo. Además…, si el sonido del motor parecía alejarse.
Salió corriendo hacia la entrada del callejón y se asomó. Sí, allá estaba la negra silueta del coche contra el sombrío halo de luz que provenía del fondo del callejón. No había encendido las luces, pero comenzaba a avanzar fácilmente y a alejarse de él.