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Podía darle alcance fácilmente si corría tras él sin hacer ruido. Podía tomar nota del número de matrícula e incluso reconocer al conductor a través de la ventana trasera.

Se encontraba en mitad del callejón cuando se dio cuenta de lo equivocado que estaba. De repente se encendieron los faros del coche, iluminaron de lleno a Tracy y lo cegaron.

El coche iba hacia él en lugar de alejarse, y el conductor pisaba el acelerador. Había pasado de segunda a tercera; el conductor no perdió tiempo en cambiar a cuarta. En tercera, el motor rugió y ganó velocidad mientras el coche iba directo hacia Tracy.

Corría demasiado de prisa para detenerse, y no tenía tiempo de darse la vuelta y llegar a la entrada del callejón. Sólo le quedaba una salida, y el cuerpo de Tracy, en lugar de su cerebro, eligió esa salida.

Se volvió y echó a correr hacia su izquierda, donde vio un seto de menos de un metro de alto que separaba ambos garajes. El coche giró también.

El parachoques casi le rozó la pierna, pero Tracy logró saltar por encima del seto.

Despatarrado y dolorido, permaneció tendido sobre el suelo duro, tal como había aterrizado. Oyó que el coche aminoraba la velocidad por un instante, cambiaba de marcha y continuaba. Llegó a la calle y continuó viaje.

El asesino no iba a regresar para acabar, con un revólver, lo que su coche no había logrado por tan escaso margen. Por apenas unos cuantos centímetros, el nombre de Tracy no figuraría aún en la lista de víctimas.

Atontado por lo repentino de los acontecimientos, Tracy se incorporó despacio. Le temblaban las rodillas, pero al parecer no tenía ningún hueso fracturado.

Bueno, eso era lo que le pasaba por tratar de ser Dick Tracy en lugar de Bill. Ahora no le quedaba más remedio que telefonear a la Policía, contarles cómo había liado las cosas, y aguantarse la mirada de desprecio que Bates le dedicaría. Al cuerno con Bates.

Se asomó al callejón y miró cuidadosamente hacia ambos lados antes de volver a saltar por encima del seto. No se veía a nadie. ¿Cuánto tendría que andar para conseguir un teléfono?

Bueno, podía ir a la casa de Dineen. ¿Por qué no? Evidentemente, la puerta trasera estaba abierta. Eso debía hacer, claro. Entrar, telefonear y esperar a que llegara la Policía.

Se aseguró de que se trataba de la cuarta casa, traspuso el portón y entró en el patio trasero. Llegó a la escalera del porche trasero y vaciló.

¿Y si había alguien en casa y dormía en el piso de arriba? No debía irrumpir de aquella manera sin asegurarse. Se dirigió al frente de la casa y utilizó el llamador de bronce. También había un timbre, y llamó. Oyó el eco, pero nadie acudió a abrirle, ni un solo movimiento por ninguna parte.

Entonces, la familia no debía de estar en casa. A menos que…

Intentó entrar por la puerta principal, pero estaba cerrada con llave. Fue corriendo a la parte trasera. Sí, la puerta trasera estaba sin llave. La abrió y se internó en la oscuridad de lo que debia de ser la cocina. Al pisar notó que el suelo era de linóleo, y percibió un ligero olor a cocina.

Distinguió otro olor más. También ligero. No logró reconocerlo hasta que hubo puesto la mano sobre el interruptor de la luz que había junto a la puerta y hubo cerrado ésta. A punto estuvo entonces de dar media vuelta y salir corriendo. Porque supo que aquel olor era el olor de la sangre.

Pero sus dedos le dieron al interruptor. Por un segundo, la luz lo cegó; después, logró ver.

Rex, el enorme dobermann pinscher, yacía en medio de la cocina, con la cabeza en un charco de sangre. Le habían destrozado una parte del cráneo con algo pesado. En esta ocasión, el asesino había acabado con Rex. Caído y empapado en sangre, estaba el vendaje que había cubierto la primera herida del animal, la herida provocada por la bala disparada en el despacho de su amo, el martes anterior.

Tracy inspiró hondo y rodeó el cadáver despatarrado del perro, cruzó el cuarto de servicio y entró en la sala. El teléfono tenía que estar allí, en alguna parte. Ahí estaba la escalera…

Un momento, antes de seguir buscando el teléfono, ¿no convendría que mirara en el piso de arriba, para asegurarse de que los Dineen habían salido de veras, y no estaban muertos en sus camas? ¿O desmayados y atados? El pobre perro ya no tenía remedio, pero, ¿y si había seres humanos que necesitaban ayuda? Quizá fuera más necesario llamar a un médico o una ambulancia, que a la Policía, y podía conseguir a los dos primeros con una sola llamada.

Subió la escalera encendiendo las luces a su paso, y recorrió toda la planta superior. Había infinidad de detalles que indicaban la presencia del ladrón (cajones cuyo contenido aparecía esparcido por el suelo, armarios registrados a fondo), pero ahí arriba no vio a ningún Dineen, ni muerto ni vivo.

Respirando más aliviado, volvió a bajar y encontró el teléfono en un cuartito, cerca del pasillo, junto al pie de la escalera. Tendió la mano para cogerlo, y después pensó que, ya que había inspeccionado la casa hasta ese punto, podía también ir a mirar en el único cuarto que quedaba antes de telefonear. Entonces tendría la plena certeza de que sólo habían matado al perro.

El único cuarto en el que no había entrado era el de delante, a través de cuyas ventanas había visto la linterna. Recorrió el pasillo, traspuso el vano de la puerta y encendió las luces.

Se había producido un asesinato.

Tendido de espaldas encontró el cuerpo de un hombre desconocido. Era un hombre corpulento, con un traje de sarga. Tenía pinta de detective, de detective de la Policía. No cabía duda de que lo habían mandado a vigilar la casa. La Policía debió de haberse anticipado a la posibilidad de un intento de robo. Creyeron que un policía y un perro policía juntos habrían bastado para impedirlo.

Pero se habían equivocado; el asesino se los había cargado a los dos y había huido. A punto había estado de conseguir una víctima extra, allá en el callejón.

Todos estos pensamientos pululaban en la capa inferior del cerebro de Tracy; eran cosas para reflexionar y resolver más tarde. Por encima de todos ellos dominaba un terror paralizante.

Aquel pánico no era debido al hecho de que se hubiera cometido el asesinato, sino a cómo había sido cometido.

En el pecho del detective se veían un agujero de bala y una mancha roja, pero se encontraba en el costado derecho, no encima del corazón. Ese disparo lo había derribado y puesto fuera de combate. Pudo haber desembocado en su muerte más tarde, puesto que debía de haberle perforado el pulmón derecho. Pero no le había producido la muerte instantánea.

Por la cara del hombre, por sus ojos y su lengua, no cabía ninguna duda de la causa de la muerte: la estrangulación. Los ojos horrorizados de Bill Tracy se clavaron en el cuello y la corbata de aquel hombre.

La corbata no estaba dentro del cuello de la camisa; se la habían deslizado un poco más arriba y la habían utilizado a manera de garrote, retorciéndosela mediante la inserción de un trozo de madera redondeado y pulido (parecía un travesaño arrancado de una silla), como si fuera un torniquete.

En sí mismo aquel método de asesinato no era más horrendo que otros, salvo por dos hechos. Primero, que fue realizado a sangre fría, mientras el hombre estaba inconsciente por la herida de bala. Y segundo…

El hecho de que se trataba de la cuarta idea de Tracy para El asesinato como diversión, puesta en práctica de una manera letal.

Un hombre estrangulado con su propia corbata.

Mientras Tracy seguía allí de pie, mirando hacia el suelo, oyó ruido de pasos en la acera. Pasos que se detuvieron y volvieron a andar para acercarse, como si se internaran en el sendero que llevaba a la parte trasera de la casa.

Eran unos pasos pesados, con un ritmo oficial. Era el andar pesado de un agente de Policía que cubría su ronda. Probablemente sabría que los Dineen no estaban en casa y que dentro había un detective montando guardia. Se habría preguntado por qué estarían encendidas todas las luces de la casa…