Выбрать главу

Los pasos llegaron al porche y retumbaron sobre la madera.

Y el pánico se apoderó de Bill Tracy, se apoderó de él con todas sus fuerzas.

No supo por qué echó a correr. Sabía que era una tontería. Sabía que debía esperar allí, dejar entrar al policía y explicarle las cosas, y después esperar hasta que llegaran los de homicidios. Y después volver a explicarlo todo y dejar que lo interrogaran durante el resto de la noche.

Era un miedo irracional que le impidió pensar. Era un terror ciego. Fue presa de aquel miedo porque los pasos se habían acercado muy poco después de que él hubiera visto cómo había sido utilizada la corbata. Antes de que le diera tiempo de asimilar y digerir aquel horrible hecho.

Si llegaban a encontrarlo allí…

Hasta ahí le alcanzó la coherencia para expresar su miedo. Pero echó a correr.

Tan de prisa como pudo correr sin que lo oyeran. Atravesó la casa y salió por la puerta trasera, mientras el eco del llamador de bronce de la puerta principal ahogaba el escaso miedo que pudo haber producido con su carrera.

Atravesó el patio trasero y se internó en el callejón. Lo recorrió todo, cruzó la calle y se internó en el callejón siguiente. Entonces dejó de correr y fue andando hasta la estación del Metro.

El pánico caminaba a su lado. La noche misma parecía cernirse sobre él mientras andaba, y cuando recuperé el aliento, tuvo que realizar un esfuerzo para no volver a echar a correr.

Por suerte, en la estación del Metro no había nadie cuando él entró. Atisbó su imagen en el espejo de la máquina expendedora de chicles. Se detuvo, se obligó a esperar allí como para encender un cigarrillo con manos temblorosas y recomponer la expresión antes de dirigirse al andén.

El tren tardó una eternidad en llegar.

El viaje de regreso a Manhattan fue algo irreal. En el vagón viajaban otras personas, pero tenían más aspecto de fantasmas que de verdaderos pasajeros. Incluso la ancianita que tenía sentada justo enfrente, y le sonreía afablemente, no parecía del todo real.

Fue un viaje de pesadilla. Trató de no pensar, pero fue peor, porque en lugar de pensar, sentía.

No recuperó algo parecido a la calma hasta que llegó a su apartamento en el Smith Arms.

Se preparó una copa y su sabor le pareció espantoso. Las manos seguían temblándole. Se las metió en el bolsillo y se sentó en el sillón Morris. Miró hacia la puerta y se preguntó si la habría cerrado con llave. Creía haberlo hecho, pero se levantó para cerciorarse y volvió a sentarse en el sillón. Las manos le temblaban un poco menos.

Recordó que tenía hambre y después decidió que estaba inapetente. Al cabo de un rato, cambió de parecer. Al menos, si salía a tomarse un café y un bocadillo, tendría algo que hacer. No se le ocurría ninguna otra cosa. Al menos por una vez, no le apetecía tomarse una copa.

En el bar de Thompson tomó café y dos bocadillos.

Se preguntó si por casualidad Millie no estaría en casa y levantada. Quería hablar con alguien. Al regresar miró hacia la ventana de su casa, pero no había luz.

¿Dick? No, en realidad, si no podía hablar con Millie, no le apetecía hablar con nadie.

«Si acabo asesinado o encerrado en la cárcel -pensó-, ella tendrá la culpa. Ella y Lee Randolph. Malditos sean los dos por convencerme de que fuera a hacer el idiota.»

Regresó a su apartamento, se sentó en el sillón Morris e intentó pensar.

Fuera, un reloj dio la medianoche.

Eso significaba que ya no era domingo; había terminado su primer día de vacaciones, su primer día de maravillosa libertad.

¿Iba a pasarse toda la noche ahí sentado, carcomido por los nervios? ¿Por qué cuernos no se iba a la cama si no se le ocurría nada mejor que hacer?

Se levantó, se quitó la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa. Iba a sacar la percha de corbatas cuando la idea le asaltó.

De repente, así como así, supo la respuesta. Supo quién era el asesino. Sólo una persona podía ser el asesino.

CAPITULO XIV

Casi se le cae la corbata.

– ¡Dios mío!-exclamó, y se quedó mirándose en el espejo. Era increíble. Pero ahí estaba.

Tenía que ser verdad, porque no había otra respuesta. Era como un problema de ajedrez. Sólo existía una jugada clave y, al realizarla, todo encajaba en su sitio y se comprendía por qué cada pieza ocupaba el lugar que ocupaba.

Había sido casi perfecto. Salvo por lo de la corbata. Ahí estaba el desliz. El asesino no se había percatado de un pequeño detalle.

Lentamente, Tracy tendió la mano, cogió la corbata que había estado a punto de colgar y volvió a ponérsela. Ajustó el nudo con cuidado y se dirigió al armario a buscar la chaqueta.

Se la puso y después se detuvo a reflexionar. Se disponía a salir a ver a Bates, pero no podía… todavía. Pensándolo bien, no estaba seguro en un cien por ciento. Sólo en un noventa y nueve coma cuarenta y cuatro por ciento. Podía haber alguna otra explicación.

No sabía muy bien cuál, pero quizá la hubiera. Pensó durante un momento, y entonces supo cómo averiguarlo.

La idea le dio miedo, pero ahí estaba.

¿Estaría lo bastante chalado como para volver a arriesgar el cuello por segunda vez en la misma noche? Ojalá tuviera un revólver…

Antes de que pudiera cambiar de parecer, cogió el teléfono. Dio el número del hotel de Dick Kreburn, y después el número de su habitación.

Al cabo de un minuto, le respondió la voz de Dick, levemente ronca.

– Habla Tracy -le dijo-. Escúchame, ¿conservas todavía esa pistola automática que tenías hace unos meses?

– Sí. ¿Quieres cargarte a alguien?

– No, no exactamente. Pero estoy metido en un lío, Dick. ¿Podrías prestármela unos días, sólo para llevarla encima?

– Vaya, supongo que sí, Tracy. No tengo pistolera. Pero es una «treinta y dos», te cabrá en el bolsillo.

– No hay problema. ¿Estarás en casa esta noche? ¿Me dará tiempo a ir a buscar la pistola antes de que te vayas a dormir?

– Iba a salir, Tracy. Me has pillado de milagro. Estaba jugando una partida de póquer fuera de la ciudad; me ganaron el poco dinero que llevaba encima. Claro que no era una fortuna. Por eso volví a mi habitación a buscar más, y ahora tengo que regresar. Pero tu casa me queda de paso. ¿Quieres que te lleve el revólver?

– Me parece estupendo. ¿Cuánto tardarás en llegar?

– Puede que casi una hora. Tengo un par de cosas más que hacer. Además, no tengo prisa por volver a la partida; tengo póquer para toda la noche, si no más.

– Vale, Dick. Hasta ahora.

Colgó el teléfono y empezó a pasearse por la habitación. Casi una hora. Maldición.

Pensó en tomarse una copa, pero después decidió que no la necesitaba. Aunque una taza de café no le fue mal…

¿Por qué no? Así mataría el tiempo. Bajó al bar de Thompson; dejó la luz encendida y la puerta entornada para que Dick entrase si llegaba antes. Se tomó dos tazas de café sin apartar la vista del reloj, y así logró matar tres cuartos de hora; regresó al edificio de apartamentos y subió.

Dick no había llegado aún.

Tracy estaba realmente asustado. Se sentó en el sillón Morris y volvió a repasar todos los detalles mentalmente Tenía que estar en lo cierto; todo encajaba demasiado bien para que estuviese equivocado. Tenía que ser…

Llamaron suavemente a la puerta.

– Pasa.

Dick Kreburn entró y le dijo:

– Hola, Tracy. Aquí lo tienes.

– Gracias, Dick.

Tracy cogió el revólver y lo revisó. Le quitó el cargador y vio que había balas, abrió la recámara y no encontró en ella ninguna Volvió a colocar el cargador y corrió el cerrojo para que una de las balas cubierta de acero subiera a la recámara. Le quitó el seguro. Dick Kreburn lo observó durante todo el tiempo y le dijo: