– Parece que sabes cómo manejarlo.
– Sí -repuso Tracy-. Sé cómo manejarlo. Levanta las manos Dick.
Kreburn se puso pálido. Dio un paso atrás y levantó las manos, despacio.
– Tracy, si no estás de guasa, esto ha sido un sucio truco.
– No estoy de guasa. Y no es un truco tan sucio como cuatro asesinatos.
– Estás loco.
– Retrocede y siéntate en ese sillón Morris, Dick. Y, cuando estés sentado, podrás bajar las manos, con tal de que las dejes sobre los brazos del sillón.
– Maldito seas, Tracy.
– Siéntate. Te daré una oportunidad. Piensas que un truco sucio, pero no es tan sucio como llamar a Policía y dejar que te lleven, sin antes haberte escuchado. Te diré cómo imagino yo que ocurrieron las cosas, y si me demuestras que me equivoco, no los llamaré. ¿Qué tienes que perder?
Kreburn soltó una carcajada sin gracia.
– La vida, si no tienes cuidado. Ese gatillo es muy sensible y ya tienes el nudillo totalmente blanco. Está bien, te escucharé. ¿De qué cuatro asesinatos me hablas? La última vez que oí hablar del tema, eran dos los que te tenían preocupado.
Tracy retrocedió hasta el escritorio y se sentó encima de él. Relajó un poco el dedo que tenía en el gatillo, pero siguió apuntando a Dick, aunque apoyó el revólver en la rodilla.
– Walther Mueller fue el primero. Lo seguiste desde el avión hasta su hotel y te metiste en su habitación para robarle. Por lo que oí y leí, es probable que no planearas matarlo; lo golpeaste para hacerlo callar, pero el tipo tenía el cráneo blando y la palmó.
– ¿Y por qué iba yo a…?
– Escúchanie primero. En este caso, el asesino (o sea, tú) sólo puede ser una cosa. Un ladrón profesional de joyas. No buscabas las perlas que trajo Mueller, porque habrías sabido que los de la Aduana las retendrían. Seguramente desde Sudamérica alguien te habría dado el chivatazo de que el hombre se disponía a pasar de contrabando algo muchísimo más valioso que esas perlas.
»Eso es fácil de deducir. Un hombre de la edad de Mueller no intentaría retirarse para siempre con la pequeña suma que habría conseguido con las perlas y el giro bancario. Tenía algo más (diamantes, quizá) que quería entrar en el país sin pagar derechos. Algo por lo que obtendría suficiente dinero como para retirarse.
»Pero no encontraste los diamantes, digamos que eran diamantes. No los llevaba encima.
– ¿Ah, no?
– No. De modo que observaste qué ocurría. Incluso es posible que hayas asistido a la investigación; o tal vez averiguaste las cosas por otros medios; no lo sé. Pero sabías que esos diamantes tenían que estar en alguna parte, de modo que les seguiste la pista.
»Te enteraste de la existencia de Dineen. Te enteraste de que Mueller le había hecho regalos. Tuviste la corazonada de que le había enviado los diamantes, probablemente sin que su amigo supiera nada, escondidos en…, pues en un tintero o algo así. Pero ignorabas qué regalos eran. Y, para averiguarlo, era indispensable que tuvieras acceso a Dineen.
»Y fue ahí cuando me introdujiste en la trama. Hasta hace cosa de dos meses, nos habíamos visto en un par de ocasiones en algunos bares; yo ni siquiera sabía cómo te llamabas. Pero tú me conocías a mí y sabías dónde trabajaba, y te hiciste amigo mío. Yo fui un imbécil; acepté tu historia de que eras actor y que necesitabas trabajo, y te inventé un papel en los guiones, te presenté a Dineen, y conseguiste trabajar para él.
Y así fue como llegaste a conocerlo y a enterarte de lo del tintero y de dónde lo había sacado. Y viste que era voluminoso y ornamentado como para ocultar cualquier cosa, excepto un racimo de plátanos. Es posible que creyeras que era lo único que Mueller le había enviado a Dineen.
»Para quitárselo, utilizaste la idea de un guión mío.
– Estás loco, Tracy. Lo que has dicho hasta ahora tiene sentido, pero te equivocas de pronombre. Tú mismo has dicho que nadie pudo haber leído esos guiones.
– Nadie que no fuese alguien que Frank Hrdlicka conociera y supiera que era amigo mío. Dick, sólo hay un modo en que pudo haber ocurrido. El lunes por la tarde, dejé el guión de Papá Noel en la máquina de escribir y salí. Viniste a buscarme y viste a Frank; él utilizó la llave maestra para dejarte entrar a esperarme aquí. Frank sabía que a mí no me molestaría.
La voz de Tracy iba adquiriendo confianza.
– Leíste ese guión y los otros. Te gustó la idea de cómo atracar a Dineen, y quitarle el tintero, sin que jamás te reconociera. Puede incluso que esa idea encajara con tu sentido del humor. Maldición, era una buena idea.
»Pensaste que en cuanto el tintero estuviera en tu poder tendrías los diamantes, te esfumarías y ahí acabaría todo. Pero la idea no te sirvió del todo; en el despacho te encontraste con el perro y tuviste que dispararle y matar a Dineen. Y cuando te llevaste el tintero a casa, descubriste que en su interior no había nada oculto.
»De modo que todavía no podías borrarte del mapa; tuviste que seguir usando el nombre de Dick Kreburn, en lugar de tu verdadero nombre, y mantenerte en el mismo ambiente hasta averiguar dónde estaba la mercancía.
»De modo que volviste a venir aquí y mataste a Frank. Porque Frank podría haber dicho que habías tenido ocasión de leer esos guiones. En realidad, había decidido preguntarle a Frank si alguien había subido a mi piso el lunes por la noche.
»Y no sé si fue por un macabro sentido del humor o por afán de complicar más las cosas, te acordaste de que en uno de mis guiones aparecía la muerte de un conserje, y mataste a Frank siguiendo los detalles de ese guión.
Dick Kreburn se inclinó hacia delante; en su rostro sólo había un genuino interés.
– Tracy, estás contándome una magnífica historia. Salvo que te equivocas en el pronombre, como ya te he dicho. Además, has mencionado cuatro asesinatos.
– Ya sabes a qué me refiero. A lo de esta noche. Te enteraste de lo del reloj, y puede que incluso de los demás regalos que habían recibido los Dineen, y fuiste a su casa a recogerlos. Mataste al detective que estaba montando guardia en la casa, y a Rex. Para cargarte al policía utilizaste otra idea de El asesinato como diversión. Lástima que nunca escribiese un guión en el que un hombre era atropellado en un callejón… En fin, de todos modos, en eso fallaste.
– ¿Es todo? -inquirió Kreburn. Volvió a reclinarse en el sillón-. Es una buena historia, Tracy. Puede que hayas dado en el clavo, de verdad, pero, ¿por qué la tomas conmigo?
– Por dos razones…, aparte del hecho de que te conocí en el momento justo, y de que me convenciste para que te consiguiera un empleo en la «KRBY». Una de esas razones es la laringitis que tuviste. O el dolor de garganta. La pescaste por llevar un pesado disfraz de franela de Papá NoeI encima de tu ropa, en un caluroso día de agosto. Estarías empapado en sudor cuando te lo quitaste.
Dick Kreburn lanzó una risita ahogada y preguntó:
– ¿Y a eso le llamas prueba?
– No -replicó Tracy-. Pero la importante es la otra razón que voy a explicarte ahora. Nunca existió un guión para El asesinato como diversión en el que un hombre fuera estrangulado con su propia corbata. Lo máximo que llegué a tener fue una nota en la agenda que llevo en el bolsillo. Nadie conocía esa idea. Ni siquiera Millie Wheeler. Ni siquiera el inspector Bates. Y yo arranqué la página y la tiré.
»Pero esta noche me acordé de que, cuando te llevé a tu hotel en taxi desde la emisora, y no quería dejarte hablar a causa de tu garganta, te pasé esa agenda para que escribieses lo que querías decirme. La hojeaste para buscar una página en blanco. Fue entonces cuando pudiste, y debiste haber visto, la nota sobre un hombre estrangulado con su propia corbata. Y eres la única persona, aparte de mí, que tuvo la agenda en sus manos.
Kreburn volvió a lanzar una risita ahogada y dijo: