El problema radicaba en que, una vez que se la conocía, resultaba completamente imposible llamarla Millicent, incluso utilizar ese nombre para pensar en ella. Era y tenía que ser Millíe.
Tracy solía sentarse a escribir un guión para Los millones de Millie, y descubría que Millie Mereton se le confundía en los pensamientos con Millie Wheeler. Millíe Mereton, que era un producto de su imaginación, comenzaba entonces a hacer y decir las cosas que Millie Wheeler, la Millie de carne y hueso, haría o diría.
Y aquello le estropeaba el guión, y entonces él tenía que arrancar la página de la «Underwood» y empezar; de cero. Millie Wheeler no encajaba en absoluto en el papel de heroína de una radionovela. Millie Mereton había nácido para sufrir para ejemplo de su público -para sufrir, y sufrir, y sufrir. Pero Millie Wheeler, maldita sea, era perfectamente capaz de reírse de las cosas que más hacían sufrir a Millie Mereton.
No, estaba claro que el público que sufría con Millie M. jamás iba a tolerar, ni por un instante, la actitud de Millie W. ante la vida. Era impertinente. Era fresca.; Era casi todo lo que una heroína de radio no se atreve a ser.
Pero en aquel momento Tracy se alegró como nunca de verla. Se quitó el sombrero y se hizo a un lado.
– ¿Ibas a salir? -le preguntó ella.
– No -repuso-. Quiero decir, sí. -Le sonrió-. Me has pillado. En estos momentos, no sé si vengo o si voy. Pero pasa, anda. Tómate una copa.
Millie entró y se sentó en el brazo del sillón «Morris», mientras Tracy volvía a la cocina. En la botella quedaba lo suficiente como para dos copas. Las preparó y las llevó a la sala.
– Salud -dijo Millie, y bebió un sorbo-. He venido sólo para devolverte los cigarrillos que te robé anoche. No son los mismos, claro, pero son de la misma marca y están igual de buenos.
– ¿Anoche, Millie?
– Sí. Ayer por la noche. -Sacó un paquete de cigarrillos del bolso y lo lanzó sobre el escritorio-. Atraqué tu casa. Justo después de que te marcharas.
– ¿Qué quieres decir con eso de que atracaste mi casa? -Tracy se puso muy serio. Dejó la copa sobre el escritorio, se levantó y la miró fijamente-. ¿Quieres decir que no eché el cerrojo? Cuando volví a la una y media de la madrugada encontré la puerta cerrada.
Millie abrió los ojos como platos cuando le devolvió la mirada.
– ¡Tracy! Te juro que jamás soñé que te molestarías, de lo contrario… No me mires de ese modo. Si de veras te ha molestado, te pido perdón. No volveré a hacerlo.
Tracy apartó la copa y se sentó en un rincón del escritorio.
– Escúchame, Millie. Anoche ocurrió algo raro…, quiero decir, hoy. Rayos…, quiero decir que existe una extraña relación entre algo que escribí anoche y algo que ocurrió hoy. Millie, no me importa si entraste en mi casa ni qué te llevaste, puedes venir cuando gustes. Pero cuéntame exactamente qué pasó cuando estuviste aquí.
– ¿Te robaron algo, Tracy?
Intentó mostrarse un poco menos sombrío, sonreír de modo reconfortante. Al fin y al cabo, era una tontería pensar que Millie podía tener algo que ver con el asesinato.
Bajó un poco el tono de voz y se lo dijo:
– Te contaré toda la historia, Millie. Tenía ganas de sincerarme. Pero, antes, dime cuánto tiempo estuviste aquí y a qué hora viniste. ¿De veras no eché el cerrojo?
– Serían alrededor de las ocho y media, Tracy. No lo sé con exactitud. Iba a tomar un baño antes de salir, y me di cuenta de que me había quedado sin cigarrillos y tenía ganas de fumar. Me puse la bata para venir a tu casa a pedirte tabaco. Abrí la puerta de mi piso y, justo cuando salí al pasillo, te vi cerrar la puerta del ascensor.
– Ya veo. Eran más o menos las ocho y media cuando salí.
– Te llamé -continuó Millie-, pero la puerta del ascensor se cerraba en ese momento y no me oíste. Y yo ahí, sin tabaco. Pensé que, si no habías echado el cerrojo, no te importaría si cogía prestado un paquete. Sabía que guardabas un cartón en el cajón de tu escritorio.
– Pero, ¿no eché el cerrojo?
– Quisiste hacerlo. Lo habías echado, pero, como no habías cerrado bien la puerta antes, no quedó enganchado. Por eso entré un momento, te quité los cigarrillos y, al salir, tiré bien de la puerta para que el cerrojo quedara echado. Por eso la encontraste bien al regresar. ¿A qué viene todo esto, Tracy?
Tracy suspiró. Tomó un buen trago de su copa y después volvió a mirarla.
– Ojalá la puerta hubiera permanecido sin cerrojo durante más tiempo, así habría podido entrar alguna otra persona y yo me sentiría mejor. Maldición, sé que estuvo cerrada a partir de un minuto después de marcharme hasta que llegué acasa. ¿Lo ves?
– ¿Qué cosa?
– Mira, estaba trabajando en un guión. No era para Los millones de Millie, sino para otra cosa. Había una hoja en la máquina de escribir. ¿Por casualidad no le habrás echado un vistazo?
Millie se sonrojó un poco, justo por encima del escote.
– Bueno, la verdad es que leí una o dos líneas. No era mi intención, Tracy, pero no pude evitarlo.
– ¿Leíste lo suficiente como para enterarte de qué iba?
Millie asintió.
– Era el resumen de una novela policíaca. -Frunció los labios un momento, y reflexionó-. Se trataba de un tipo que se disfrazaba de Papá Noel, para presentarse en el despacho de una persona y matarla sin que después pudieran identificarlo. Buen truco, Tracy. Me gustó la idea.
– Parece que no eres la única.
– ¿Qué quieres decir?
– Millie, ¿has leído el periódico de hoy?
– Una edición de la mañana. Aunque no leí mucho,• sólo los titulares y los cómics.
– Entonces, prueba con una edición de la tarde -le sugirió Tracy-. Aquí tienes. -Le entregó la primera sección del diario que había sobre el escritorio, y le señaló la nota de la segunda columna.
Millie la leyó despacio hasta el final. Levantó la vista.
– Dineen -dijo-. Es tu jefe, ¿no es así, Tracy?
– Era mi jefe. Escúchame bien ahora, porque aquí viene lo más duro. La idea de ese guión se me ocurrió ayer a las siete de la tarde. Creí que era la única persona que la conocía y ahora resulta que somos dos…, espera… ¿Le has contado a alguien lo del guión? Piensa bien, ¿lo has comentado con alguien?
Millie sacudió la cabeza con decisión y respondió:
– Con nadie, Tracy. Te lo juro. De verdad.
– Yo tampoco.
– Pero, Tracy, tiene que tratarse de una coincidencia. No podría ser otra cosa, ¿no?
– Millie, si le hubiera ocurrido a un extraño, te habría dicho que era una coincidencia. Pero le ocurrió a alguien que yo conocía, con quien yo estaba relacionado…
Maldición…, de todos modos, tiene que tratarse de una coincidencia. ¿Qué otra cosa podría ser? Voy a salir a ver si me olvido un poco de esto. ¿Te vienes conmigo?
Millie se fue con él.
CAPÍTULO II
Mucho me temo que Tracy estuviera borracho. Aunque al mirarlo nadie lo hubiera adivinado, a menos que lo conociese a fondo. Sabia cómo dominar la bebida. Quizá no pudiera dominar a Millie (la había perdido hacía media hora), pero a la bebida si que la dominaba.
«Bueno -pensó Tracy-, que Millie se cuide sola.» Eso se le daba bien. Además, el mundo era un lugar•extraño y monstruoso, y había cosas profundas y complejas que decir al respecto, con tal de que hubiese alguien dispuesto a escuchar.
Y aunque Millie había desaparecido, estaba Baldy, el tabernero, que podía ocupar su lugar porque sabía escuchar. Era perfecto para eso si se exceptuaba que, de vez en cuando, tenía que irse al otro extremo de la barra para servir otro par de cervezas a los dos hombres que estaban allí.