Jordi Sierra i Fabra
El asesinato de Johann Sebastian Bach
© 2010
I
Abrí los ojos a las diez y siete minutos.
En otras circunstancias habría sido suficiente, pero no aquella mañana y después de la noche que acababa de pasar, con un calor sofocante y el ruido de la calle llegando hasta mi piso. Los locos del volante y las dos ruedas que tomaban la plaza de San Gregorio Taumaturgo, Ganduxer arriba o girando por Compositor Johann Sebastian Bach -calle Juan Sebastián Bach para los amigos-, siempre han creído que la plaza es como una chicane maravillosa en medio de un circuito urbano. A veces oía una caída, un choque, un derrape de susto, y aparecía mi lado más sádico, porque me alegraba.
Mi editor me esperaba a media mañana. Lo de «media mañana» era tan ambiguo como para permitirme llegar a las doce, minuto más minuto menos. Y antes quería pasar por el periódico. Era un 1 de septiembre como cualquier otro.
Aunque no en mi edificio, ni en mi calle.
De hecho, allí el verano continuaba, y con él, la sensación de vacío y de olvido.
Cualquier edificio de la parte alta de cualquier ciudad huele a vacío y a olvido a lo largo del verano. El silencio es sobrecogedor puerta a puerta. Quizá en otros barrios de Barcelona el día 1 de septiembre significase algo. En el mío, no. La Operación Retorno, inicio de la monotonía y la rutina, no era lo mismo. De los veinticuatro vecinos del edificio, contando las dos escaleras gemelas, creo que unos veinte seguían fuera de la ciudad, aprovechando las dos semanas que faltaban para que abriesen los colegios, el auténtico toque de queda estival. Así pues, dormir en un edificio muerto y oscuro tenía su morbo. Uno podía sentirse como un astronauta en un universo poblado de vida, lejana y cercana a la vez.
Salvo por los coches y las motos de la plaza.
Además del camión de la basura que gime como un loco a la una y media mientras los operarios reparten golpes a diestro y siniestro con los contenedores, los que a veces riegan esos mismos contenedores con aparatos que parecen llevar motores fuera borda, las sirenas de alarma de coches o pisos que se disparan solas.
Me levanté de la cama algo espeso. Nada que una ducha no pudiera solucionar. Recordaba haber soñado algo, pero no sabía muy bien el qué. Eso suele molestarme. De los sueños salen no pocas ideas. Uno de los sueños, además, había venido acompañado de gritos o algo así. Estaba casi seguro.
– Joder…
Durante medio mes de agosto había estado nublado, con tormentas súbitas y bajadas de temperatura inesperadas. En cambio, ahora le daba por apretar, y fuerte.
Mi depresión anual suele llegar en otoño, cuando el verano se va definitivamente. Sin embargo, a veces se adelanta o aparece de forma inesperada. Por ejemplo, esa mañana. O el espejo se estaba arrugando, o la noche había sido peor de lo esperado, o era yo quien estaba decayendo. Una señora maravillosa me había dicho en julio aquello de que yo era «un hombre interesante». Malo. Es la forma que tienen de decir que eres feo, o de camuflar con habilidad que «interesante» no significa que le «intereses» precisamente a ella.
Me duché con generosidad. Estuve cinco minutos largos bajo el agua. Cereales con leche para desayunar y la ropa más cómoda posible para vestir: vaqueros, una camisa y una chaqueta de hilo modelo «la arruga es bella», sólo para tener cierta imagen respetable, llegado el caso. Tanto en la ducha como mientras desayunaba y me vestía, intenté recordar lo de los sueños, lo de los posibles gritos. Tenía la vaga sensación de haber abierto los ojos para prestar atención, y después…
No estaba seguro de que pudiera escaparme del periódico a tiempo para ir a ver a Mariano, mi editor. En el periódico siempre trataban de retenerme por cualquier motivo, y más en verano. Cuando uno es periodista de calle, y se limita a una columna más o menos diaria con foto incluida para personalizarla, al resto de la humanidad se le antoja que tiene una vida regalada. Y nadie salvo dos personas sabía de mi otra faceta, la de escritor de novelas policiacas con seudónimo.
Salía de mi piso a las diez y cincuenta minutos.
Suelo bajar a pie las tres plantas, pero ese día no lo hice. Me detuve frente al ascensor y lo llamé. No pulsé el interruptor de la luz, pero, a pesar de la penumbra clareada por la cristalera situada entre los dos pisos, reparé en el detalle.
Ésa fue la diferencia: que reparé en el detalle.
De no haberlo hecho, habría tomado el ascensor, bajado a la calle, y el día habría sido como cualquier otro.
Pero no iba a serlo.
La puerta del piso que había enfrente del mío, el tercero segunda, estaba ligeramente abierta. De una manera inapreciable. No me sorprendió demasiado, porque, tratándose de mi maravillosa vecina, todo era posible. Lo que sí me sorprendió fue que ella estuviese ya en casa. Laura Torras no era nada común, así que me la imaginaba tostándose al sol en cualquier playa caribeña y, por desgracia para la mayoría, acompañada. Por algo era una de las mujeres más bellas que jamás hubiese visto. Era tan bella como distante en lo que respecta a mí, aunque a veces hablásemos en el ascensor o en el rellano, como los buenos vecinos que éramos.
Por Dios, Laura Torras era todo lo que los solitarios y no tan solitarios sueñan alguna vez en la monotonía de sus existencias: el deseo, la fantasía, el morbo, la suma visual de cientos de modelos que aparecen en las pasarelas y que te vacían el sentido en los reportajes de televisión, y el resumen de todas las actrices que te quitan el sentido en la butaca del cine. Era la suma y el resumen de todo porque ella era real, estaba allí, en la puerta de enfrente de mi piso. Olía a vida y era la vida.
Encendí el interruptor de la luz. Había demasiado silencio como para justificar el que aquella puerta estuviese entornada. Y hubo todavía más cuando el ascensor se detuvo en el rellano y terminó su suave zumbido. En verano, los ladrones saquean no pocos pisos en las casas-mausoleo de la parte alta. Las alternativas más viables, sin embargo, eran dos: que Laura estuviese dentro porque olvidó algo al salir y había vuelto a entrar, o que al salir se hubiese dejado la puerta mal cerrada.
Me acerqué.
Y abrí la puerta un poco más, apenas un palmo, sólo para escuchar mejor.
La luz que tenía a mis espaldas apenas si desparramó un poco de claridad más allá del quicio de la puerta de madera tapizada con piel negra.
Suficiente para que viera las manchas, oscuras.
Nacían a un metro escaso de la entrada y desaparecían en el interior del recibidor.
Soy curioso, es evidente. Soy periodista. Eso no me da ninguna licencia, pero sí es una coartada para hacer según qué cosas. Los periodistas lo justificamos todo. Y también los escritores. Sin embargo, debo decir en mi favor que las manchas de sangre son iguales en todas partes. Y había visto bastantes en mi vida.
– ¡Laura!
No tuve ninguna respuesta.
Abrí la luz del recibidor. Era de diseño. Una docena de puntos de luz, muy tenues, acribilló el lugar desde las alturas. El piso también era de diseño, pero ya había estado allí una vez y no me fijé demasiado. En cambio, lo de las manchas era otra cosa. Empapaban la moqueta. Y no eran pocas. Una de ellas era enorme.
Luego seguían un rastro hacia el interior del piso.
– ¡Laura!
Me agaché y rocé la mancha más próxima. No estaba seca, pero tampoco era de cinco minutos antes. La humedad y el calor me transmitieron un tacto pegajoso. El vértigo que ya había nacido en mí con la primera alarma se me disparó y me empujó. Supongo que debí haber salido para llamar a la policía, pero es evidente que no lo hice. Nací periodista. Cerré la puerta, más por inercia que por cualquier otra cosa, y mientras trataba de no pisar ninguna de aquellas alarmas enrojecidas di un par de pasos hasta la puerta que comunicaba el recibidor con el resto del piso.