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Nuestras manos se separaron. Sus ojos no eran nada amigables.

– Felices lápidas -le deseé.

VIII

Detuve el Mini en la Meridiana, a la entrada de Barcelona, para volver a usar el teléfono. De no haber sido por la prisa, me habría parado a comprar otro móvil con carácter de urgencia. Pero los trámites nunca son rápidos. No tenía suelto, así que intenté dar con un bar en el que pudiera aparcar, aunque fuese en doble fila, para tomarme un agua mineral y disponer de cambio.

Las chicas de información ya debían de conocerme. No era la primera vez que les montaba números extraños. Buscar a un fotógrafo llamado Luis Martín en la calle Entenza, que no es precisamente una calle de cien metros, era uno de ellos. A lo peor, el fotógrafo ya estaba muerto, retirado o en otra parte. Pero nada de eso. Mi informante, una chica con voz extremadamente aguda y cantarina, me dijo que por Luis Martín, fotógrafo, no constaba nada, pero que en cambio sí había unos Estudios Martín. Le di las gracias y memoricé las señas.

Tal vez todo aquello y más estuviese en el piso de Laura. No tenía más que regresar, utilizar las llaves que tintineaban en mi bolsillo y entrar. Pero la visión de su cuerpo hacía de barrera.

Aunque me parecía inevitable que, tarde o temprano, yo utilizase aquellas llaves.

Las señas facilitadas por mi informante de la telefónica quedaban justo enfrente de la Modelo. Es un lugar que no me gusta. Se percibe demasiado el dolor interior. El estudio de Luis Martín, suponiendo que fuese el mismo y no un extraño azar del destino, parecía haberse quedado un poco atrás en el tiempo. Un pequeño escaparate en la entrada, junto a la escalera, exponía una docena de fotografías que iban desde un par de modelos hasta las habituales primeras comuniones, bodas o retratos «de pose» para regalar a la abuela o al novio. La sensación se mantuvo al subir al primer piso y entrar en aquel ámbito artístico ligeramente trasnochado y venido a menos. Dos espléndidos murales envejecidos por el tiempo, uno a cada lado de la entrada, ofrecían el generoso reclamo de sendas bellezas de terciopelo. Una de ellas era Laura Torras, con bastantes años menos. Entendí el cabreo de Robi. La Laura Torras postadolescente era un ángel que prometía ya la mujer en que se había convertido. Miraba a la cámara con descaro, con mucha intención, y te atravesaba. Parecía algo innato en ella, al margen de que el fotógrafo fuese bueno o malo.

Luis Martín tal vez fuese en otro tiempo un profesional de primera. Ahora, y por lo que se deducía de su estudio a simple vista, jugaba a todas las bandas para mantener el negocio y el ritmo de comidas diarias. Sus fotografías eran decentemente pasables, pero las de bodas y comuniones, por típicas y rituales, traicionaban el espíritu inicial.

No vi a nadie en la recepción, o lo que fuese aquello, y metí la cabeza por una puerta. Al otro lado, en una salita para reuniones, había otro mural de Laura Torras, en blanco y negro, con la diferencia de que en esa segunda imagen ella estaba desnuda. No era una pose erótica ni provocativa, pero sí sexy y lúcida, pese a que no enseñaba nada. Lo íntimo quedaba tapado por la misma pose. En cambio, su mirada te desnudaba mucho más a ti de lo que tú pudieras desnudarla a ella.

Sentí que la piel me ardía.

Había más desnudos, todos ellos de mujeres diferentes; así pues, parecía claro que Luis Martín sentía cierta debilidad por ella.

Cerré la puerta y me metí por otra. Era la del estudio. Un hombre, de espaldas a mí, ajustaba unos parasoles para situarlos en posición por entre un dédalo de focos, trípodes y cámaras. El lugar era amplio y tenía diversas zonas, con rollos y fondos de colores así como sillones de mimbre, butacas, sillas, percheros con ropa de muy variada índole y estanterías con sombreros, paraguas, adornos… La parafernalia y el atrezo necesarios para complementar una foto, buena o mala. Vi dos habitaciones más, justo a mi derecha, que probablemente sirviesen de vestuarios o almacenes.

– Perdone.

El hombre volvió la cabeza. Tendría unos cuarenta y muchos. No se extrañó por mi presencia allí.

– Vaya -me comentó-, no lo esperaba hasta dentro de una hora, y no es precisamente lo que… -Se acercó a mí para inspeccionarme-. Les pedí a alguien más alto. Y en cuanto a la edad…

Estaba claro que yo no le gustaba.

– Me llamo Daniel Ros, y soy periodista -le tranquilicé.

– Oh, lo siento.

Su gesto dijo más que sus palabras.

– Estoy haciendo un reportaje sobre Laura Torras.

Me gustaría entrevistarle si dispone de diez o quince minutos.

No se sorprendió.

– Bien, ningún problema. -Miró la hora, como si fuese la única dificultad.

– También es posible que nos interese comprar fotografías de ella, para el reportaje, dentro de unos días. -Tuve tan brillante idea para vencer cualquier reticencia.

Eso le gustó. Me sonrió con afecto.

– Puede estar seguro de que nadie tiene más fotografías de Laura que yo, y la mayoría son auténticas obras de arte. Trabajamos mucho aquí los dos.

Allí. Los dos.

Viéndole tuve un estremecimiento.

Y también mucha envidia.

– Lo sé. -Dominé mis impulsos ocultándolos bajo mi máscara profesional-. He visto algunas en su casa.

– ¿Le dijo ella que viniera a verme?

– Sí.

– Buena chica. -Hizo un solitario y seco aplauso-. Creí que se había echado a perder en estos años. Veo que vuelve a subir.

– ¿Por qué creía que se había echado a perder?

– No sabía nada de ella, no la veía en ninguna parte. Y en este mundillo, cuando una mujer así desaparece… Malo.

– Pudo haberse casado.

– ¿Laura? -Me enseñó los dientes en una falsa sonrisa-. No.

– ¿No era de ésas?

– Quería triunfar, tener dinero y demostrar que llevaba razón. Si no conseguía A, iba a por B, y si no, sin detenerse, daba un rodeo para llegar a C. En este sentido era egoísta, pero no la culpo. Sacaba lo que podía de donde podía. Intentaba exprimir la vida como un limón. Se enamoraba, como cualquiera, y tal vez viviera con alguien, y hacía de todo, pero no llegaba ni llegó hasta el extremo de casarse. Eso lo tenía claro. Por eso me alegra saber que le va bien. -Impidió que le hiciera la pregunta que yo quería, y en vez de ello me formuló un par-: ¿Qué tiene Laura entre manos? ¿Cuál es el motivo de su reportaje?

– La han contratado para una campaña publicitaria -volví a mentir-, y también para un papel en una serie de televisión.

– ¿Nacional?

– No, de TV3 -decidí no pasarme.

– ¿En qué agencia está ahora?

– Eso no lo sé.

– Bien, pues me alegro por ella. -Sonrió de nuevo y agregó-: ¡Y por mí! Siempre he creído que fue uno de mis mejores descubrimientos. Si lo ha pasado mal y ahora ha conseguido volver… es que se lo ha trabajado a pulso, y lo ha merecido.

– Ella dice que en parte se lo debe a usted -mentí más y más.

– A eso lo llamo gratitud -se rindió a mis palabras-. Pero es justo. Cuando la conocí no era más que una adolescente guapa, electrizante pero por pulir, llena de sueños. La típica niña con cara de mujer, atrapada en un cuerpo de mujer y todas las limitaciones imaginables. Vivía en un pueblo sin la menor posibilidad, iba con chicos vulgares… Se habría echado a perder en un par de años. Ya empezó tarde, todo hay que decirlo, pero aprovechamos el primer impulso, que es lo que cuenta.

– ¿Cómo la conoció?

– Hice unas sesiones fotográficas en su pueblo, El Figaró, y aunque llevé modelos profesionales, contraté a algunos chicos y chicas del lugar para hacer bulto. Nada más verla, supe que era especial. Sabía posar, sonreír, moverse. Era algo innato, algo que se tiene o no se tiene, y ella lo tenía. Le hice unas fotografías aparte y se comió la cámara, así que le pedí que viniera aquí, a mi estudio. Cuando enseñé las fotos de esa sesión a algunos clientes, se enamoraron de su rostro. Después la tomé un poco bajo mi tutela, le dije cómo maquillarse, cómo vestir y cómo caminar, le enseñé trucos del oficio… Aprendió más rápido que ninguna.