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Tal vez.

– Mi mujer enfermó de cáncer por aquellos días. Yo me habría divorciado igual, pero cuando supe que moriría en unos años… Era un cáncer incurable, aunque sin fecha de caducidad, no sé si me entiende. Tendría que verla agonizar. Eso fue lo peor. Sabía lo que me esperaba. Laura representaba todo lo opuesto: la vida, la felicidad… ¿Cómo no iba a enamorarme de ella? Le juré que nos casaríamos, aunque ella era reticente y me hablaba siempre de su carrera, del éxito, de que quería llegar a ser alguien. Yo le compré el piso en que vivía, en la calle Juan Sebastián Bach. Lo puse a su nombre. Le dije que sería nuestro hogar el día en que fuese libre. Era sólo cuestión de tiempo. Durante unos meses todo fue perfecto. Todo. Hasta que de pronto…

– No esperó más.

– No, no fue eso. Pero me dejó.

– ¿Por qué lo hizo?

– No quiso explicármelo. Yo pensé que era porque sentía que era mi amante, algo que no le gustaba, o porque tal vez creyera que mi mujer no iba a morir y yo la engañaba… No sé, cosas así. Hasta llegué a pensar que me había engañado para que le pusiera ese piso.

– ¿No intentó recuperarlo?

– No. -Me miró con distinción-. Siempre hay que actuar con elegancia. No es mi estilo. Ella me quería, pero tenía… prisa, siempre su maldita prisa y sus ganas de triunfar, listaba aquí y quería estar ya allí. Vivía el presente pensando en el mañana. Deseaba hacer tantas cosas… Nunca tenía paz. Vivía una guerra consigo misma. Era un nervio.

– ¿Cuándo fue la última vez que la vio?

– No la vi. No quiso. Hablamos por teléfono.

– ¿Hace mucho?

– Al morir mi esposa -me miró fijamente-. La llamé para decirle que era libre. Entonces fue ella la que me dijo que ya era tarde, que estaba enamorada de otro y que lo sentía.

No quería que le diera el tercer infarto estando yo presente, así que frené un poco al ver que se llevaba una mano al pecho con fatiga.

– Lamento hacerle estas preguntas.

– Ya no importa. Si mi esposa viviera… Pero ya no importa, en absoluto.

El infarto le apartaba de algo más que de Laura.

– ¿Sabe quién era ese hombre?

– No.

– ¿Cree que sigue con él?

– No lo sé. -Movió la cabeza hacia un lado y centró sus ojos en un retrato familiar. Él, su esposa y cuatro hijos, dos a dos-. Laura no nació para estar sola. Si sigue o no con ese hombre, no importa. En cualquier caso habrá otro.

Todavía la amaba. Y deseaba su compañía más que nada en el mundo.

– ¿Quedaron como amigos?

– Ese día, por teléfono, le dije que si alguna vez me necesitaba, ya sabía dónde me tenía. Me consta que lo hará llegado el caso. No es tonta. En mí pudo confiar siempre. Me da igual con quién haya estado. Yo mismo he salido con otra mujer recientemente, y estuve tentado de casarme con ella. Luego desistí.

– ¿Por Laura?

– Es especial, pero…, no, no fue por Laura. Al final no salió bien.

Especial.

Las mismas palabras que dijo Luis Martín.

¿Para cuántas personas más habría sido especial?

– No parece preocupado por lo que le he dicho.

– ¿Lo de su desaparición? No, desde luego que no, se lo repito. ¿Quiere un consejo? Deje pasar unos días. Luego, cuando ella aparezca, pase la factura y a vivir. Laura estará en cualquier parte, viviendo uno de sus sueños o una fantasía o… qué se yo. Lo único que puede matarla es su ansiedad.

– ¿Cómo puede estar tan seguro?

– Porque la conocí bien, y dudo que haya cambiado tanto. Es visceral, impetuosa, y está llena de imprevistos increíbles. Hay una parte fría y cerebral en algún lado, pero emerge muy de tarde en tarde, si de pronto entra en crisis o le da por llorar dos días seguidos porque se siente fracasada. Quizá se haya enamorado de un árabe rico y esté de crucero por el Mediterráneo, o puede que acabe de conocer a alguien en una fiesta y se haya ido con él a Miami. Es así y lo seguirá siendo. Fascinante, hermosa y ambiciosa. -Esta última palabra le hizo suspirar. La pronunció con dolor-. Laura no es de las que llama a nadie para avisar. Simplemente, actúa.

Rápido, rápido.

Miré las manos de aquel hombre. Imaginé a Laura con él. Se le había escapado por entre aquellos mismos dedos, como un líquido imposible de atrapar y menos de retener.

Pero lo esencial no era ya aquello, mis fantasmas o mis fantasías.

Todos la idealizaban.

Y, por el contrario, la imagen que yo tenía de ella estalla empezando a desmontarse.

Ahora sabía que había algo más.

X

Estaba como al principio: no tenía nada.

Un cadáver en mi rellano, una desconocida que me había tomado el pelo y los palos de ciego de una mañana con la que removía el pasado de Laura Torras, pero no su presente, salvo que cualquiera de los que acababa de visitar mintiese. Todo era posible: un novio despechado, un fotógrafo celoso y un rico amante humillado. Encajaban. Ninguno la olvidaba.

Era hora de regresar a casa.

A su piso.

Tardé menos de cinco minutos dada la proximidad. No metí el coche en el garaje, lo dejé en una de las rampas al ver un hueco. La calle estaba tranquila. Ni rastro de policía. Miré el balcón del piso de mi vecina, que daba a Juan Sebastián Bach. La cortina de la ventana que yo había abierto apenas se movía.

Busqué a Francisco, el conserje. Lo encontré comiendo el rancho en su pequeño habitáculo, junto al ascensor. Se puso en pie de un salto y se me acercó efusivo.

– Francisco -le pregunté-, ¿ha visto salir a una chica muy guapa, esta mañana, más o menos a las once? Llevaba una falda negra muy corta y un top amarillo muy ajustado.

Puso cara de lamentar no haberla visto.

– No -dijo-. Ni salir ni entrar. Debía de estar en la otra escalera.

– ¿Quién había de conserje esta noche?

Cambiaban, por rotación, así que no siempre venía el mismo dos días seguidos. Alguien había entrado para matar a Laura. Lo malo es que en una casa con dos edificios gemelos, dos escaleras… No era difícil esperar un descuido, una dormidita, una inspección en una escalera para colarse por la otra, aunque eso representaba tener una llave.

– Esta noche no había vigilante. Se puso enfermo y no les dio tiempo a enviar a nadie. Me lo han dicho esta mañana.

Una maldita casualidad.

Le di las gracias a Francisco y subí a mi piso. Me cercioré, primero, de que no me faltaba nada. Julia no era una ladrona. Tenía sentido, pero me quedé más tranquilo. Seguro que había salido por piernas nada más irme yo, asegurándose de no ser vista, o tal vez… había regresado al piso de Laura. Y me había enviado a El Figaró, lo bastante lejos, como para asegurarse un tiempo libre extra.

Si Julia, suponiendo que se llamase así, hizo esto último, debía de ser para ver, buscar algo o…

Volví a dudar.

¿Debía llamar a la policía o seguir?

No me gustaba la idea de repetir la experiencia. No quería ver aquel cuerpo destripado. Y sin embargo me resistía a rendirme. En cuanto la policía empezase a hacer preguntas, sabrían que yo las hice primero. Ya estaba metido en el lío, lo quisiera o no.

Y tenía una pequeña ventaja.

Las tres únicas personas que sabíamos aquello éramos el asesino, Julia y yo.

Saqué las llaves del piso de Laura y salí al rellano. Cerré mi puerta y abrí la suya con la segunda de las que probé. Entré sin hacer ruido y volví a dejarlas donde las había encontrado, colgadas detrás de la puerta. Ya empezaba a oler un poco. El calor no perdona. Laura se estaba descomponiendo con rapidez.

Eludí la mancha de sangre del recibidor y pasé a la sala. Puede que cometiera un error al abrir la puerta del balcón. Las moscas eran ya un enjambre, y sus zumbidos un eco estremecedor. Siempre he odiado las moscas, por lo pesadas que son. Ahora las vi como unas carroñeras hurgando entre los restos de ella. Daban vueltas y más vueltas, como idiotas, deteniéndose aquí y allá antes de volver a danzar zumbando. Era un sonido monótono, espantoso. Se introducían por entre los tajos carniceros, se paseaban por encima de las vísceras arrancadas. Volvieron los deseos de vomitar. Contuve la arcada y me concentré en lo que iba a hacer.