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– A las doce -repetí.

Colgó.

Me quedé mirando el auricular sin saber exactamente qué clase de tontería había hecho. Si era una equivocación, alguien se iba a llevar un hermoso plantón en su cita nocturna. Pero las llamadas del contestador no dejaban mucho lugar a dudas, aunque no tuviera ni idea de qué iba la última ni la de la mujer pidiendo por el tal Álex.

Laura Torras tenía algo más que su vida de modelo.

Y aunque vivía sola, la persona con la que acababa de hablar no se había extrañado por que respondiera un hombre.

¿Álex?

Yo nunca había visto a mi vecina con nadie. Claro que yo no tenía muchos tratos con mis vecinos, y mis horarios no eran como los de los demás.

Guardé todos los objetos del bolso de nuevo en su interior salvo la agenda que ya estaba en mi bolsillo, y lo dejé donde lo acababa de encontrar. Miré la cama, el retrato, y se me ocurrió decirle en voz alta:

– Nadie es lo que parece, ¿verdad, cariño?

Acababa de decirlo cuando sonó el timbre de la puerta.

XI

No era el de la calle, sino el del rellano. Quien fuera, estaba ya arriba.

¿Otra Julia, con llaves y todo?

No, no habría llamado al timbre.

Caminé lo más rápido que pude y sin hacer ruido hasta el recibidor, pasando de nuevo junto al cuerpo de Laura, las moscas y las manchas de sangre que eludía una y otra vez. Aplicaba el ojo a la mirilla óptica cuando el que llamaba volvió a presionar el timbre. Por suerte había luz en el rellano.

Vi a una mujer de mediana edad, cuarenta y pocos. Se movía inquieta, mirando sin cesar en dirección a la escalera en los dos sentidos, arriba y abajo, como si temiera ser vista. Acabó acercándose a la puerta y desapareció de mi visión. Imaginé que estaría tratando de escuchar algo a través del tapizado. El zumbido de las moscas era tan escandaloso que ya llegaba hasta allí.

Insistió, y pulsó el timbre por tercera vez. Las campanitas esparcieron su eco por el aire.

Se rindió después de ese tercer intento. Abrió un bolso para buscar algo, sacó una libretita o un bloc de notas, y un bolígrafo. Antes de que pudiera escribir algo se apagó la luz. Dio un par de pasos atrás, la conectó de nuevo y se puso a escribir en el cuadernito. Arrancó la hoja y desapareció otra vez de mi vista. Comprendí que estaba agachada cuando, por debajo de la puerta, apareció su nota.

Tras eso se marchó. Entró en el ascensor y desapareció de mi vista.

Recogí la nota. El mensaje, escrito con nervio, era simple aunque incomprensible para mí: «He cambiado de idea. Estoy dispuesta a negociar con usted. Es urgente. Póngase en contacto conmigo hoy mismo». Y firmaba con dos iniciales: «A. G.».

Guardé el papel en mi bolsillo y me mordí el labio inferior. Por segunda vez, mi registro del piso de Laura se veía interrumpido. Habría deseado seguir la inspección, por si acaso, y más pensando que si tenía que volver más tarde en una tercera oportunidad el olor, las moscas, el cadáver más descompuesto… Pero una posible pista se marchaba. Si ya estaba metido en todo aquello hasta las cejas, podía darme un margen, unas horas más.

Lo del tal Álex, la llamada para la cita nocturna, ahora aquella nota.

Alargué la mano, atrapé las llaves del piso de Laura y salí con mucho cuidado. No quería que ningún vecino me viese huyendo de la escena del crimen. Bajé por la escalera a pie, saltando los escalones de dos en dos. De momento, tampoco iba a poder hablar con Francisco acerca de ella.

Mi perseguida entraba en ese momento en un Peugeot 406 aparcado delante de Pléyade, la librería que ponía una nota cultural en una calle repleta de tiendas fashion. Me alegré de haber dejado el coche en la rampa y no en el garaje, aunque la parada de taxis a mi derecha estaba repleta de ociosos esperando clientes. Tuve que salir a la brava, de espaldas, porque mi desconocida A. G. salió zumbando por Juan Sebastián Bach con mucha prisa. Estuve a punto de chocar con un Porsche de color negro que me esquivó y se alejó con dignidad. Pillé a mi perseguida en el semáforo de Calvet.

Era una buena conductora, sobre todo si se tenían en cuenta sus prisas. La habría perdido de vista de no ser por los semáforos y su respeto hacia ellos. Bajó Calvet, tomó Maestro Nicolau hasta llegar al lateral de la Diagonal, y luego dobló por Ganduxer. Obviamente no era del barrio y no conocía los atajos alternativos, como el de Ferrán Agulló que rodea el Turó Park. Subió por Ganduxer recto pero no hasta el final, el paseo de la Bonanova, sino que dobló por Emancipación a la derecha y salimos a Mandri. Allí tomó el sentido ascendente muy despacio y se detuvo frente a una sucursal bancaria. Miré la hora. Ya habían cerrado. Pero o bien la esperaban o bien le abrieron desde dentro al verla. Detuve el coche detrás del suyo, en doble fila, y aproveché el momento para bajarme y acercarme a él. Tuve aún más suerte. En el asiento contiguo vi su monedero abierto con una tarjeta asomando que me esforcé en leer. Era suya: Ágata Garrigós Ferrer. Las iniciales A. G. encajaban. La dirección era la calle San Juan de la Salle.

Regresé a mi calurosa bombonera blanca y negra. Otra vez estaba al sol. Mi chaqueta arrugada aún lo estaba más, tirada a un lado. Abrí la ventanilla y puse la radio. Tenía mucha hambre, pero ningún tiempo para la comida. Un locutor daba la lista de bajas de la última guerra de la carretera: setenta muertos y doscientos cincuenta heridos a causa de la Operación Retorno. Vacaciones 0 – Locura 70. Derrota en campo propio. Mi humor negro se acrecentó con un toque de desesperanza extra.

Mal día para la esperanza.

Ágata Garrigós salió al cabo de unos siete minutos. Demasiados para según qué. Agradecí el suplicio y volví a seguirla, primero Mandri arriba hasta el paseo de la Bonanova, y luego hasta la plaza de la Bonanova y San Juan de la Salle.

Ágata Garrigós se metió en el aparcamiento de su casa sin avisármelo con el intermitente. Yo tenía otros dos coches detrás, así que tuve que pasar de largo. El edificio era lujoso. Fue lo único que pude ver. Subí hasta que pude detenerme y busqué una cabina telefónica. Maldije mi despiste con el móvil por enésima vez. Y menos mal que funcionaba. Aparcado a la sombra saqué la agenda electrónica de Laura, la puse en marcha y empecé a revisarla desde la A.

Encontré un Álex, sólo uno, sin apellido, con un número de teléfono. Las señas correspondían a una calle llamada Pomaret. También vi una Carol, con teléfono pero sin dirección. Nada de Ágata Garrigós, ni por supuesto la floristería del talón mal extendido, muy cerca de nuestra casa. El resto formaba un enjambre de nombres y direcciones desconocidos para mí, sobre todo de hombres. Sólo reconocí a uno, porque era político y tenía negocios hoteleros. Andrés Valcárcel y Luis Martín también estaban allí.

Bajé del coche. Me quedaban monedas del cambio de mi última agua mineral en la Meridiana. El primer número que marqué fue el de Álex. Lo hice dos veces y las dos me dio la señal de estar comunicando. Lo dejé para después. Busqué el de Carol y pulsé las nueve cifras. Una cálida voz femenina me llenó de algo más que cadencias.

– Agencia Universal, para su placer.

Lo del placer era bastante directo.

Primero me quedé algo cortado. Fue un efecto fugaz. Cerré los ojos para concentrarme mejor.

– ¿Está Carol?

– Sí, soy yo.

La voz se hizo aún más agradable.

– Llamaba por Laura -dije de la forma más ambigua posible.

Todavía creía en las hadas, por lo visto. No sé por qué, esperaba escuchar una pregunta del tipo «¿Qué?», o un interrogante incierto del tipo «¿Sí?», o incluso un ambiguo lo-que-fuese. Pero en lugar de todo eso lo que escuché fue un más que directo:

– ¿Para qué día necesita el servicio?

Yo ya estaba helado.

Pese al calor.