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– Comprendo -asintió con la cabeza-. ¿Era alguien especial?

– ¿Elena Malla? No la entiendo.

– La prensa no suele interesarse por demasiadas personas, tanto si se han suicidado como si han sufrido algún accidente. Cuando lo hace es por algo.

– Eso es lo que trato de averiguar. No puedo decirle mucho, lo siento.

– Perdone mi parte de interés -se sinceró-. A veces hay casos que te afectan más que los otros.

– ¿Fue uno de ellos?

– Era muy joven y muy guapa, muchísimo. Una belleza, un tipazo. Ningún suicidio tiene sentido, al menos para mí, pero tratándose de adolescentes o personas tan especiales como me pareció ella a juzgar por su aspecto, aún lo tiene menos. Después, al ver tanta soledad…

– No la entiendo.

– Cada vez que alguien muere, aparece un enjambre de personas. En el caso de esa mujer, bueno, de esa muchacha, porque le repito que era muy joven, lo que más me afectó, además del suicidio en sí, fue la soledad.

– ¿No vino nadie?

– No vi el entierro, claro, así que no sabría decirle si alguien más la acompañó en el último viaje, pero por lo que sé, y me tomé cierto interés en ello, sólo hubo tres personas aquí a raíz de su muerte.

Elena Malla debía de ser otra Laura, otra Julia. La enfermera jefa se sentía más que impresionada. En sus ojos vi un destello inequívoco. Yo me había sentido atraído por mi vecina. Ella por la muerta.

Pero era una lesbiana discreta.

– ¿Quiénes eran esas tres personas?

– Será mejor que empiece desde el principio, ¿le parece? En realidad no hay mucho que contar, pero yendo por partes…

– Gracias.

Miró sus manos buscando las huellas del recuerdo. Dejó pasar media docena de segundos antes de volver a hablar.

– Fue anteayer por la mañana, a eso de las doce más o menos. Llegó una ambulancia con Elena Malla dentro, todavía viva pero en las últimas. Se había tomado un frasco de Cardenal, entero. Se le practicó un lavado de estómago pero fue inútil y murió a los pocos instantes. Ya tenía cianosis aguda, el pulso acelerado y la tensión arterial muy baja, erupciones cutáneas, miosis… -Con esta última palabra reaccionó-. Perdone los términos médicos. Me refiero a las pupilas muy pequeñas. Total que cuando la atendimos era irreversible.

– ¿Quién la trajo aquí?

– Oí decir que la había encontrado la portera del edificio en que vivía. Ella avisó a los vecinos y uno llamó a una ambulancia.

– Avisaron a una amiga suya.

– Sí, encontramos un número de teléfono en un papel que apareció en uno de los bolsillos de los vaqueros que llevaba. Llamamos y de ese modo contactamos con la mujer que se ocupó de todo, otra belleza. Creo que se llamaba Torras.

– Laura Torras -intercalé yo.

– Vino inmediatamente y se hizo cargo del resto, aunque estaba muy afectada por lo sucedido. Me vi obligada a darle un calmante.

– ¿Estuvo aquí todo el rato?

– Ya sabe cómo son estas cosas: papeleo, diligencias, burocracia, preguntas… Un suicidio siempre requiere una poca de investigación, aunque sea ritual. La policía no hizo mucho más. La señorita Torras quiso que la enterraran cuanto antes.

– ¿Sabe el motivo?

– No.

– ¿Permaneció aquí ella sola?

– Un hombre vino a recogerla mucho después. Me parece que ella lo llamó con su móvil.

– ¿Puede decirme algo de él?

– No demasiado. -Hizo un gesto ambiguo-. Joven, de menos de treinta años, atractivo, muy moreno, cabello largo, gafas oscuras… Parecía uno de esos que anuncia colonias por televisión, como ellas mismas, la muerta y la Torras.

– ¿Recuerda su nombre?

– Álex -fue rápida-. Ella lo llamó así cuando se echó a llorar por la forma en que él la trató. Fue cuando le miré un poco más. Esa escena se me quedó grabada en la memoria. Era un capullo.

– ¿Qué sucedió?

– El tal Álex no parecía muy contento de que estuviese aquí, y menos de que se hiciera cargo de todo. La mujer gritó que tenía que hacerlo y volvió a ponerse poco menos que histérica. Entonces él la abrazó, pero más para que no diera un espectáculo que por consolarla. Después se la llevó.

– ¿Eso fue todo?

– Sí, que yo recuerde.

– ¿Y la tercera persona?

– Ayer por la mañana, muy temprano, poco antes de que terminara mi guardia, llegó otro hombre preguntando. Era el padre de la fallecida.

– ¿Casi veinticuatro horas después?

– Puede que nadie le avisara de lo sucedido, o que no le localizaran.

– ¿Vino solo?

– Sí.

– ¿Cómo reaccionó?

– No sabría decirle. -Arrugó la cara-. Era un hombre extraño, y vestía de una forma…, no sé…, trasnochada, elegante pero decimonónica. Daba la impresión de tener una gran entereza interior, una especie de rigor que le distanciaba del resto, de todo y de todos. Suelo ver gente rara, y he sido testigo de reacciones insólitas. No diré que ese hombre se llevase la palma, pero tampoco fue de las más usuales. No lloró, aunque se mostró abatido. Lo primero, quiso hablar con el médico. Su mayor preocupación, yo diría que su mayor interés, era saber si había dicho algo antes de morir, si se había encontrado con Dios, si recibió los santos sacramentos… Lo que más le hundía era saber que su hija se había quitado la vida. En cambio, ni se alteró cuando el médico le dijo lo más duro.

– ¿Lo más duro?

– Elena Malla se habría salvado en caso de estar sana -dijo la enfermera jefe de la planta de urgencias-, pero tenía más heroína en la sangre y más huellas de pinchazos en los brazos que posibilidades de conseguirlo. Estaba rota, débil, y probablemente habría acabado muriendo igual de seguir así. Creí que lo sabía -agregó al ver mi perplejidad-. La noticia viene en el periódico de hoy por ese motivo.

XIV

Salí del hospital sintiéndome el periodista más ridículo y estúpido del mundo. Por no estar al día, ni siquiera había leído mi propio periódico. Genial. Fui a por el coche y salí del aparcamiento envuelto en mis pensamientos, porque, una vez más, no sabía qué estaba haciendo, ni por qué seguía el rastro de Laura el día anterior a su muerte. Cierto: no tenía otra cosa, otra pista, nada. Pero aquello tenía cada vez más cabos sueltos. El piso de Laura a medio registrar, la cita de medianoche, la misteriosa Ágata Garrigós, la inesperada Elena Malla… Y el tal Álex que no dejaba de comunicar.

Álex.

Me acordé de él y busqué otra cabina mientras iba rumbo a Sants. La primera que localicé estaba rota. La segunda tenía el teléfono arrancado. Viva el civismo. No encontré una tercera, disponible y con facilidad para dejar el coche sin que molestara, hasta pasado Josep Tarradellas. Una morenita que mascaba chicle con fiera determinación hablaba con no menos fiera pasión, pegada al teléfono. Sus grandes y maquillados ojos miraban sin ver, prescindiendo de todo lo que no fuera aquella comunicación. Llevaba los pelos de punta, una blusa negra y una falda verde a topos igualmente negros. Calzaba unas enormes botas con plataforma. Observé sus redondeces juveniles hasta que acabé de los nervios a los cinco minutos de espera. Ni se inmutó. Así que me volví de espaldas y permití que la naturaleza siguiera su curso. Cinco minutos después, y supongo que arruinada, colgó y se alejó muy digna, con la barbilla en alto. Yo agarré el auricular, caliente por su contacto y todavía húmedo por el vaho condensado en la parte donde se recogía la voz. No tengo manías, pero le pasé un pañuelo por si acaso.

Estaba marcando el número de Álex cuando un tipo de cara chupada se puso casi encima de mí, a menos de un metro, invadiendo mi intimidad. Le di la espalda y concluí el tecleo de los nueve dígitos.

La señal de línea interrumpida me volvió a golpear los nervios.

Aquello no podía ser una casualidad, que cada vez que llamase, él estuviese de conferencia, ni tampoco una larga y enrollada charla con alguien. Álex tenía el teléfono descolgado o roto.