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Lo probé una segunda vez, sólo por confirmar los hechos. El de la cara chupada rezongó algo. De haberse topado con la morenita a lo peor la habría asesinado allí mismo. Me miró como si llevase una hora ocupando la cabina y tuve ganas de pedirle que se apartara un poco. Se puso de lado sin dejar de protestar, moviendo los pies. El perfil de su cuerpo era de una sinuosa evanescencia. La nariz formaba un arco de noventa grados sobre el cuadrante superior. Si tenía que llamar a su esteticista, entendía la prisa.

La línea de Álex seguía interrumpida.

Colgué y dejé la cabina.

– Esto no tiene arreglo -le dije al salir.

Centró su desconcierto en el teléfono, creyendo que me refería a ello, y me olvidé de él nada más entrar en el coche. Abandoné la esquina, aproveché el semáforo antes de que cambiara a rojo y eludiendo las zonas más conflictivas, aunque se notaba que todavía había mucha gente fuera, llegué a casa de Elena Malla en siete minutos.

No vi rastro de la portera del edificio, porque había portería, de las clásicas, a un lado del vestíbulo. Opté por subir al piso y llamar. Nadie respondió a mis tres timbrazos. Imaginaba que Elena Malla debía de vivir sola, pero aún así… Bajé de nuevo a la calle y di un par de vueltas sin perder de vista el portal. A los tres minutos apareció una mujer menuda, más ancha que alta, vistiendo una bata y coronada por un moño compacto. Salió del interior de la casa, no de la calle, así que la imaginé en algún piso, tal vez el suyo. Crucé la calzada y para cuando me detuve en su presencia ya llevaba la mejor de mis sonrisas colgando del rostro.

Mi carné de periodista, unida a ella, hizo que los prolegómenos fuesen rápidos. Entró a saco sin resistencia, sin necesidad de que yo se lo pidiera.

– Fue terrible -confesó con gravedad, dando la sensación de no ser la primera vez que hablaba de ello y que, con la práctica, lo mejorase con cada actuación-. Algo espantoso de verdad.

– ¿Qué sucedió exactamente?

Fingí que anotaba lo que me decía. Eso le dio alas.

– Pues verá usted, yo limpiaba la escalera, cosa que hago a diario, aunque a veces no tendría motivo, oiga. En esto que, como las ventanas que dan al cielo raso estaban abiertas por el calor, vi lo que parecía el cuerpo de la señorita Malla tumbado en el suelo de su piso. Y es lo que digo yo, oiga: porque se me ocurrió mirar, de casualidad, que si no, pasan más horas y nadie se entera, ¿verdad? Me asomé para verlo mejor y sí, sí, allí estaba ella, aunque sólo le veía medio cuerpo. La llamé y comprendí que no tenía el sentido. Oiga, me asuste, ¿sabe? Así que supe que algo le sucedía, ¿verdad?

– Entonces llamó a los vecinos.

Mi interrupción no le gustó, pero por lo menos le corté su tanda de «oigas» y «¿verdad?». Como la dejase hablar mucho, pronto el que no tendría «el sentido» sería yo. Pese a todo, fui amable. Nunca se sabe.

– No, aún no -explicó-. Primero fui a la puerta y llamé. Al ver que no contestaba fui a por mi llave, que por algo la tengo, y con la confianza de la mayoría de los vecinos, oiga, ¿verdad? Subí otra vez, entré y la encontré tal cual. Todavía vivía, pero estaba muy mal la pobrecilla. Respiraba así, ¿sabe? -Me hizo una demostración de los jadeos de Elena Malla-. Entonces sí, salí dando gritos y llamé a los vecinos y el señor Pascual avisó a una ambulancia, que para algo ha sido guardia urbano y entiende de esas cosas. Luego se la llevaron.

– ¿Cuando supo que había muerto?

– Por la tarde, no recuerdo a qué hora. Vino una amiga suya y me lo dijo. Me pidió que le abriese la puerta porque necesitaba una sábana para la mortaja, un vestido, y ver si tenía papeles para el entierro y todo eso. Subí con ella, porque la responsabilidad era mía, ¿verdad? A mí el corazón me iba así. -Segunda demostración, ahora de los pálpitos de su órgano, abriendo y cerrando el puño de su mano derecha mientras lo agitaba frente a su pecho-. Cuando acabó, se fue y ya está.

– ¿Encontraron lo que buscaba?

– La sábana y el vestido, sí, claro. Lo otro no. La gente joven de hoy no piensa en esas cosas, y menos en morirse. Yo me pago un seguro para que nadie tenga que preocuparse por mí, oiga, porque buenos están los tiempos para dejarlo todo a los que quedan, ¿verdad?

– Por lo que parece, ella debía vivir sola.

– Sí.

– ¿Ha venido alguien más desde entonces?

– No.

– ¿Tenía familia la señorita Malla?

– No sé mucho de la vida de mis vecinos, oiga, y ella era bastante reservada; pero sí, sé que tenía un padre, aunque no se llevaba demasiado bien con él. Yo tengo seis hijos, ¿verdad? Y hay uno para cada…

– ¿Qué tal era ella como persona, como inquilina?

– ¡Ah, yo en eso no me meto! -Se curó en salud poniendo ambas manos a modo de pantalla entre ella y yo-. Y además, está muerta, ¿verdad? A quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga.

No estaba muy seguro de que la frase fuese así, pero pasé por encima de otras disquisiciones que no fueran las pertinentes.

– Ya. Sin embargo, una chica joven, y tan guapa…

– ¿Qué quiere que le diga, oiga? Subían hombres, sí, claro, y bastantes, a todas horas; pero de escándalos, nada. ¿Que alguno no bajaba hasta la mañana siguiente? Pues mire usted, ¿y qué? Vamos, quiero decir que quién soy yo para pensar en nada malo, y menos para hablar de la gente, ¿entiende, verdad?

Seguramente no pensaba así antes. Pero ahora su inquilina estaba muerta. Lo mejor era ser tolerante, y abierta. Vive y deja vivir.

– ¿Tenía muchos amigos fijos?

– Amigos, sí. Todos esos hombres debían de ser amigos, pero que yo recuerde el único que venía a menudo y tenía llave era uno que me parece que debía de ser su novio. Un chico alto, guapo, de cabello largo y piel muy morena, de esos que gusta mirar por lo machotes y bien plantados, oiga. Cuando ella estuvo en el hospital dejó de aparecer tanto por aquí.

– ¿Por qué la hospitalizaron?

– Eso no lo sé, oiga. Pero tenía muy mala cara.

Me estaba quedando sin preguntas, y mi objetivo no era ya la portera, sino el piso de Elena Malla.

– Esa mujer, la que vino a por la sábana, la ropa y lo del entierro, ¿la había visto antes?

– No, nunca, al menos que yo recuerde. Era tan guapa que… Pero tampoco me paso el día viendo quién entra y quién sale a todas horas, oiga.

– ¿Tiene idea de por qué se suicidó?

Hizo el signo de la cruz a toda velocidad, como si hubiese mentado al diablo, y se estremeció de cabeza a pies.

– ¡Ay, no, Jesús y María! Aún no puedo creerme que lo hiciera. Seguro que debió equivocarse, tomar una pastilla de más, ¿verdad? Cuando los de la ambulancia encontraron el frasco y lo comentaron…

Se santiguó por segunda vez y cruzó ambas manos sobre su pecho, mirándome con amargura. Parecía una santa a punto de ser violada o devorada por los leones. Decidí poner la directa.

– ¿Podría subir al piso para echar un vistazo? Acompañado por usted, naturalmente.

Eso la recompuso. Volvió a ser la guardiana de la paz, la intimidad y la seguridad de sus convecinos.

– ¡No, hijo, qué cosas tiene! ¿Cómo voy a dejarle subir?

– Sólo miraré -insistí-, sin tocar nada, para hacerme una idea… Y usted a mi lado.

– Es que no… No puedo, en serio, oiga. No sé…

– Me gustaría hacer un buen reportaje, de alcance humano. Le juro que cuando escriba de lo bien que se ha portado, no mencionaré lo del piso.

– ¿Va a mencionarme?

– Por supuesto -asentí-. Si me da su consentimiento, mañana le envío un fotógrafo. Usted fue quien encontró el cuerpo.

– Sí, eso es cierto. -Vaciló más y más insegura-. ¿Unas fotos? Bueno, pero que no sea a primera hora, porque antes he de ir a casa de Benita, para que me arregle un poco el pelo, ¿verdad? Aunque no sé sí…