No era así.
A los cinco minutos, en los cuales Julia se puso más y más nerviosa, apareció la misma Ágata Garrigós.
Vestía de forma tan elegante como por la mañana, y no sólo se le adivinaba carácter por su ropa, sino por su manera de caminar o su aspecto. Me hice de nuevo a la idea de que era toda una dama, posición, buen nivel, personalidad concreta, calidad humana que no puede comprarse con dinero. Ágata Garrigós destilaba carisma y clase. Y como llevaba todo el día pensando en películas sin saber por qué, desde lo del retrato de Laura, le encontré un parecido con Julio Andrews.
Temí que Julia me viese, porque la recién llegada pasó muy cerca del Mini. Volví a aplastarme, hurtándole mi imagen a la falsa prima de Laura, y recobré la tranquilidad. Al pasar me fijé en el rostro de la mujer, ojos tristes, labios fijos y abatidos, un halo de amargura enmarcado en un semblante de pálida determinación.
El primer detalle en el que reparé fue que Julia y Ágata Garrigós no debían de conocerse de antes. La recién llegada caminó sin mucha convicción hacia la belleza, y la belleza la esperó sin dar muestras de estar muy segura de que fuese la persona que esperaba. Ágata Garrigós preguntó algo y luego, cuando Julia le tendió la mano, ella se la negó. Hubo un intercambio de palabras, rápido, preciso. Julia expresó algo de manera tajante y concisa. Estaba tan lejos que ni siquiera pude interpretar el movimiento de sus labios. Pero los rostros mantenían una fuerte tensión. Hubo algún que otro movimiento con la mano, imperioso, golpeando la palma abierta de la otra. Ágata Garrigós la escuchó en silencio, sin moverse al principio. Después, negó con la cabeza. Julia insistió y sacó algo de su bolso. Se lo enseñó. Entonces la aparecida hundió su rostro entre las manos y se deshizo, se quebró lo mismo que una estatua de hielo. Mi belleza matutina miró a derecha e izquierda, preocupada por esas lágrimas. Optó por empujar escaleras arriba a la otra, hasta que estuvieron al amparo de las columnas de la iglesia. La Garrigós se dejó arrastrar. Ya no luchaba. A salvo una vez más, Julia no se preocupó de consolarla. Atacó por segunda vez, vehemente. Yo aún estaba en mala posición para ver nada.
Pensé en bajar y acercarme con disimulo, pero no tuve opción. De pronto, Ágata Garrigós asintió con un movimiento de cabeza e hizo ademán de retirarse. Julia la retuvo y le insistió todavía más, con bastante mala leche a juzgar por sus gestos secos. La otra asentía y asentía. Todo acabó pocos segundos después. Una bajó las escaleras a la carrera y la otra se quedó arriba durante unos instantes.
Vi cómo Ágata Garrigós enfilaba por su calle hacia arriba, muy afectada, descompuesta, aplastada por un peso invisible, y cómo Julia descendía por fin desde lo alto de la iglesia. Arranqué el coche y esperé. Mi perseguida levantó una mano y detuvo un taxi.
Hice una maniobra rápida, salí de espaldas, le corté la trayectoria a uno que venía por el paseo de San Gervasio y que se puso a gritarme con la ventanilla abierta, e inicié el nuevo seguimiento con las mismas pocas precauciones que la primera vez. Mi belleza de ojos almendrados empezaba a resultarme desconcertante, pero por lo menos unía poco a poco a algunos de los elementos sueltos de mi investigación.
El taxi arrancó Muntaner abajo, hasta Mitre. Nos metimos en el túnel y pasamos por debajo de la Diagonal. Salió a la altura de la travesera de Les Corts, enfiló por ella y continuó su marcha hasta detenerse frente a COM Radio. Yo me metí en la zona de aparcamiento de las motos por si las moscas. Julia abonó la carrera y cruzó la calzada hasta los jardines Bacardí. Temiendo perderla, bajé y eché a correr. Pero ya no hizo falta más.
Mi amiga se metió en el primer edificio que asomaba a los jardines, en la confluencia de Comandante Benítez. Lo hizo abriendo la puerta con su propia llave, que extrajo de las profundidades abismales de su bolso.
Regresé al coche y busqué un aparcamiento legal. Pensé que, a lo peor y pese a las llaves, visitaba a alguien o hacía un recado, un minuto, y desaparecía de nuevo. Me arriesgué. De todas maneras tuve suerte y aparqué bastante más rápido de lo esperado. Eché a correr de vuelta a los jardines Bacardí y entré en el edificio aprovechando que la puerta estaba abierta en ese momento gracias a unos niños. Esperé que me interceptara un conserje o algo parecido. No fue así. Gracias a eso pude leer los nombres de los buzones.
Estuve a punto de gritar.
Había una Julia, de apellido Pons. Sólo eso. Era en el cuarto piso.
Subí en el ascensor, me detuve frente a su puerta, tomé aire y pulsé el timbre.
Unos pasos acelerados se aproximaron por el otro lado.
La puerta se abrió y la primera reacción de Julia fue tan natural como abrir la boca y los ojos.
Creo que era la última persona del mundo a la que esperaba ver en su casa en esos momentos.
XVI
Tenía el pie dispuesto, por si ella pretendía cerrármela en las narices. No pasó nada. Sus ojos ya eran bastante grandes, así que ahora parecían lagos. La carnosidad de los labios formaba una O que envolvía la blancura de sus dientes. Seguía llevando la misma ropa, y su respiración, agitada, hacía subir y bajar su pecho bajo la camiseta ceñida. Todo en ella resaltaba la magnitud y rotundidad de sus formas.
Aunque yo no estaba para eso.
– Hola -dije rompiendo su silencio.
Lo cerró todo, de golpe, ojos y boca. Reaccionó mejor de lo que me esperaba, con flema. Algo me dijo que estaba habituada a las situaciones límite y que pese a su juventud, llevaba algunas horas de vuelo.
– ¿Esperabas a alguien? -volví a preguntar.
– A ti, desde luego, no.
Le salió la vena combativa. Nada de mostrarse acorralada. Debió de pensar que, puesto que estaba allí, yo también le había mentido por la mañana. Ahora tocaba intercambiar algunos movimientos en aquella partida de ajedrez, buscando la forma de llegar hasta la última línea del rival. Estaba molesta por el imprevisto y lo que pudiera derivarse de él.
– ¿Puedo pasar?
– No.
– Gracias.
Se apartó para que entrara. Al rozarme con ella capté la descarga de adrenalina. De haber podido medirla, habría puesto una aguja del revés. No se resignaba, ni se relajaba. Era una gata. Peor aún, era una tigresa. Estaba tensa al cien por cien, recelosa y dispuesta para la batalla.
No caminé por delante de ella. No le di la espalda. Esperé a que cerrara la puerta y me precediera. El piso era grande, espacioso, pero no estaba lo que se dice arreglado. No había apenas muebles. Al pasar por delante de lo que debía de ser la habitación principal vi una enorme cama, redonda, con el colchón de agua. Eso lo supe porque todavía se movía. Ella debía de haberse tumbado en él. Pasamos de largo y desembocamos en una sala decorada con fría modernidad, llena de butacas y sofás, tapices y luces indirectas. Había un gran aparato de televisión, un vídeo, un DVD y un reproductor de CD.
– No está mal -comenté.
– Es de alquiler -dijo sin que yo entendiera el por qué de su explicación-. Me cuesta un riñón.
– Los hay más baratos.
– Y también hay barracas en La Mina.
– Oye, quien debería estar molesto soy yo, ¿vale?
– ¿De verdad?
Se cruzó de brazos delante de mí y me clavó su mirada de fuego. Pese a su juventud, me pareció todavía más mujer que por la mañana. Muchos hombres habrían perdido ya el trasero por ella, y se lo haría perder a muchos más. Yo no quería entrar a saco en un cuerpo a cuerpo con ella. Necesitaba que estuviera menos combativa, más dispuesta a hablar. Conté hasta diez.