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– Francisco, ¿recuerda si entra o sale mucho de la casa un hombre alto, joven, guaperas, piel bronceada y de cabello largo?

– Sí, mucho. -Supo al momento de quién le hablaba-. Va y viene del piso de la señorita Torras.

– ¿Se queda muchas noches?

– Bueno… -hizo un gesto impreciso-, yo me voy ahora, pero sí, creo que sí, porque algunas mañanas le veo salir cuando yo ya estoy trabajando. Su coche tampoco pasa desapercibido. Es un deportivo de color rojo que aparca por la calle.

– ¿Le vio ayer?

– Sí, llegaron los dos juntos. Y, cuando yo me marché, el coche seguía ahí. -Señaló la otra acera, frente a la sucursal de La Caixa.

– ¿Estaba todavía esta mañana?

– No me he fijado, aunque diría que no, porque ha venido un camión de mudanzas y han estado descargando muebles.

– ¿Ha visto hoy a ese hombre por aquí?

– No, aunque ya sabe que, con dos escaleras y dos entradas, siempre me pierdo la mitad. Es posible que haya subido o bajado media docena de veces. He estado ocupado en el garaje casi una hora. El que sí ha venido hoy es el otro.

– ¿El otro? ¿Qué otro?

– Uno que venía mucho antes, hace tiempo. Luego dejé de verlo y ya casi ni le recordaba. Él también tenía llave. Me ha sorprendido un poco, eso es todo.

– ¿Cómo es ese hombre?

– Pues… mayor, alto, bien plantado, elegante y con el cabello blanco.

– ¿Caminaba con normalidad?

– Sí. -Me miró extrañado.

– ¿Y tenía llave? -Sí.

– ¿Venían más hombres a verla?

No supo qué decirme. Eso violaba la intimidad de Laura, por muy amigos que fuésemos Francisco y yo.

– Venían, de acuerdo -asentí.

– Cada cual tiene su vida -la defendió con algo parecido a la tristeza.

– Ese hombre, ¿ha estado mucho arriba?

– Dos minutos.

Abrí la puerta del ascensor.

– Señor Ros -me detuvo el conserje-, ¿le ha pasado algo a la señorita Torras?

– No lo sé, Francisco -mentí-. No lo sé. Pero no comente nada de esto y confíe en mí, ¿de acuerdo? Mañana se lo cuento todo.

Lo de contarlo «mañana» era muy relativo. Subí al rellano que compartíamos Laura y yo, y respiré a fondo antes de abrir la puerta. Después de un día de calor, la peste a carne descompuesta era ya mucho más evidente. Me golpeó el rostro mientras el lejano rumor de las moscas me hería los tímpanos. Encendí la luz para no pisar la sangre, aunque ya conocía los senderos que la rodeaban, y entonces vi la nota a mis pies.

Ágata Garrigós no era la única que dejaba notas bajo la puerta.

Me agaché y la recogí. La única duda que pudiera tener acerca del visitante de Laura quedó despejada. «¿Estás bien? Llámame. Andrés.»

Me la guardé. La pregunta era obvia: dado que, como acababa de decir Francisco, tenía llaves, ya que las había utilizado para entrar en el portal, ¿por qué no había entrado con ellas también en el piso?

Me colé en el interior. La policía iba a creer que quien vivía allí era yo. Seguro que estaba dejando mil rastros. El olor era cada vez más difícil de soportar. A los daños ocasionados en aquel cuerpo excelso uní la descomposición, así que me puse filosófico y llegué a la conclusión de que la vida es una mierda y relativa. Veinticuatro horas antes, mi vecina debía de oler como una diosa.

Una mosca se me posó en la mano. La sentí como una intermediaria entre Laura y yo. La aparté y busqué el cuarto de baño principal, que estaba al lado de la habitación de Laura. Mojé mi pañuelo con agua y me lo llevé a la nariz. Fue un filtro eficaz. Regresé al lado del cadáver y le inspeccioné los brazos. Tenía huellas de pinchazos, en efecto. Julia no me había mentido en lo de su enganche.

Tal vez Julia dijese más verdades de las que parecía o callaba.

Todavía era demasiado joven.

– Quieres creerla, gilipollas -me dije.

Cerré puertas, para aislar el olor y para que no se vieran las luces que iba encendiendo. También bajé persianas. Volví a la habitación de Laura e inicié un registro sistemático. Lo continué en el baño y en la habitación contigua a la de ella. Estaba cerrada con llave. Saqué el llavero y fui probando hasta que di con la que encajaba en la cerradura. Al abrir la puerta y la luz me encontré con algo que no esperaba.

Aquello, más que una habitación, era un zulo.

Se trataba de un lugar pequeño, angosto, con muchas estanterías llenas de cajas y archivos. Pero lo más importante no era eso. Lo más importante eran las cámaras.

Dos de fotos y una de vídeo.

Instaladas en trípodes frente a un cristal tras el cual se veía la habitación de Laura. Y su cama.

Salí del cuartito para hacer la última comprobación, aunque estaba fuera de lugar. El espejo de la habitación, de casi dos metros de largo por uno de alto, servía de ventana. Por un lado, espejo; por el otro, cristal. Desde aquel zulo, alguien fotografiaba a Laura con sus amantes de pago, y los filmaba en vídeo.

Al fin y al cabo, sí era una buena actriz.

Me sentí bastante mal.

Según Francisco, Álex entraba y salía como Pedro por su casa. Él era el cámara. El maldito cabrón hijo de la grandísima puta era el cámara.

El negocio era el chantaje.

Miré el retrato de Laura y me pregunté cuánto de ángel debía quedar detrás de su nueva imagen de demonio. Sentí dolor por el silencio y volví otra vez a la habitación de las cámaras. Aquellas carpetas y archivos debían de contener material de alto voltaje. Podía pasarme horas allí registrándolo todo, pero no disponía de tanto tiempo. Además, no quería verla desnuda mientras otros le hacían de todo, o se lo hacía ella misma. Me sentía bastante mal, idiota, cabreado y estúpido. Cualquiera de los chantajeados por Laura y su novio tenía motivos para matarla. Cualquiera de aquellos pobres diablos de clase alta, acorralados, con dinero para pagar el placer de poder estar con una mujer como ella.

¿Era eso lo que me irritaba?

A pesar de todo inspeccioné algunos de los archivos, para estar seguro.

Me llevé una sorpresa.

Papeles, documentos y recibos.

Miré más. Nada. Y las cintas de vídeo eran vírgenes.

Acabé inspeccionándolo todo más a fondo. Carretes nuevos de fotografía de alta sensibilidad en una caja, objetivos para acortar distancias o captar detalles, y más papeles insulsos. Allí no había ningún archivo, ninguna prueba.

Lo comprendí al momento.

El material sensible debía de estar en cierta torre de la calle Pomarel.

Cerré la puerta, con llave. Sólo para acabar el registro examiné las otras dos habitaciones y el segundo baño. En una había una cama individual. En la otra, infinidad de trastos, una mesa de trabajo, un armario con más ropa, prendas de otras temporadas, invierno sobre todo, abrigos, trajes de chaqueta, pantalones y muchos zapatos. El vestuario de una reina. Lo último que vi fue una carpeta, más bien una cartera, de piel, de las que llevan las modelos, enorme, con su story book. La abrí y me encontré con las mejores fotografías profesionales de Laura, todas ellas de unos años antes. Aquello para lo cual ya no existía. Se había cansado de ser una más. Eso o la edad que la había desbancado frente a las nuevas leonas que surgían todos los años dispuestas a comerse el mundo.

No sé muy bien por qué lo hice.

Me llevé la cartera de piel.

Ya no encontré nada más. Ni en el cuarto de la criada, destinado a la plancha, la secadora y más trastos, ni en la galería que daba al patio interior del edificio, ni en la cocina. Abrí algunos botes por si la heroína estaba allí, pero no encontré nada. En la nevera, comida, poca, pero vi una docena de botellas de cava como la que tenía incrustada en la vagina. La puerta de servicio estaba cerrada por dentro. Punto final.