Metí el coche en el aparcamiento de delante. El empleado me indicó que lo pusiera en «el rincón del fondo». Los Minis siempre iban a parar a los rincones del fondo. Pese a que parecía un guiñapo arrugado, atrapé la chaqueta. Siempre me daba un poco más de seriedad. Ya era tarde, muy tarde, y allí no había portera o conserje, sólo el portero automático. Y no sabía cuál era el piso de Laureano Malla. Probé de abajo arriba. Dos no me contestaron, uno dijo que no sabía en qué piso vivía, otro más me insistió en que me equivocaba y, por último, una voz me indicó que era el cuarto segunda. Si llamaba al cuarto segunda lo más probable es que el hombre me preguntara y entonces podía pasar cualquier cosa. Me arriesgué con otros timbres hasta que tuve suerte. Cuando sólo me quedaban dos timbres a los que llamar, una voz de mujer me dijo también que era el cuarto segunda y, para mi sorpresa, escuché el zumbido de la puerta que se abría.
Subí en un viejo ascensor de los de antes. Todo el edificio era antiguo. Mientras lo hacía, me pregunté de qué forma me iba a presentar ante aquel hombre que había enterrado a una hija y estaba solo. No quería mentirle, decirle que era detective o cualquier otra estupidez. El ascensor me llevó con toda su dignidad hasta la cuarta planta, pasando a través de rellanos muertos que eran otras tantas estaciones de mi vía crucis personal, sin que dejara de preguntarme a mí mismo si no sería mejor que le contase la verdad.
El Laureano Malla que me abrió la puerta de su casa, bañado por la amarillenta luz de su rellano y por la no menos apagada bombilla de baja potencia de su propio recibidor, era un hombre de rostro cetrino, espectral, con apenas media docena de guedejas deshilachadas y despeinadas en la parte superior de su cabeza, unos ojos tan hundidos en las cuencas como amargos en su mirada, una nariz prominente, arqueada y coronada por dos grandes orificios, y una boca de sesgo invertido que formaba una media luna nítida con los extremos hacia abajo. Todo ello bañado por un cruce interminable de arrugas y enmarcado por un óvalo petrificado.
Boris Karloff era más guapo que él.
Dejé a un lado mi cinismo. Recordé, de nuevo, que había enterrado a una hija, tan hermosa que imaginé que había salido a la madre, no a él.
– ¿Qué quiere?
Su tono no era amable. No tenía por qué serlo a aquella hora. Mi cabeza trabajó más aprisa hasta llegar a la única conclusión posible: la verdad.
– ¿Puedo hablar con usted unos minutos?
– No quiero comprar nada.
– Es sobre su hija, Elena.
Se le hundieron más los ojos. La frente se pobló de nuevas arrugas, líneas horizontales formando una serie de olas atrapadas en su breve dimensión. La huesuda nuez subió y bajó por el tramo de su cuello seco y apergaminado.
– ¿Quién es usted? -preguntó con más fuerza.
– Me llamo Daniel Ros. Soy periodista.
Intentó cerrarme la puerta en las narices, pero fui más ágil. Metí el pie por debajo. Tenía experiencia en eso. Por arriba frené el impacto con ambas manos. Al ver detenido su intento, tuvo dos reacciones: por un lado, el miedo; por el otro, una sorpresa que se convirtió en ira.
– ¡Oiga!, pero… ¿qué pretende?
– Por favor, escúcheme.
– ¡Váyase!
– ¡Han matado a Laura Torras!
La presión cedió. Sobrevino un relajamiento cargado de síntomas, un cruce de idas que le rompió los esquemas. Esa vez pude verle los ojos, llenos de cansancio, dolor, entumecidos por la humedad después de haber sido testigos de lo que no le gustaba. No se llevaba bien con su hija, había hablado de Dios a gritos en el entierro. Aquel hombre estaba desquiciado.
Me observó desde una gran distancia, pero ésta no era física sino personal.
– ¿Qué ha dicho?
– Lo que ha oído. Laura Torras ha sido asesinada. -Por si acaso, fui más preciso-: La mujer que se hizo cargo del entierro de su hija.
– Laura. -Movió la cabeza ligeramente, ladeándola. Surgía de una pesadilla para meterse en otra. Tal vez no estuviese en sus cabales. Algunos locos tenían mejor aspecto que él. Me miró y repitió-: Laura.
– ¿Puedo pasar, señor Malla?
– ¿Qué… ha sucedido?
No se movió. Empleé la mejor de mis paciencias y el más dúctil de mis tactos.
– Ha aparecido muerta en su casa, esta mañana. Alguien se ensañó con ella.
Se me quedó mirando y me sentí incómodo. Incluso ridículo. Su cara era inexpresiva, como si la idea tardase en entrar y llegar al centro neurálgico de sus reacciones. Sin embargo, por fin se produjo el milagro: se apartó y me franqueó el paso. Cerró la puerta. Creía que echaría a andar por el pasillo que seguía pero no lo hizo. Nos quedamos en el recibidor. A su espalda vi un par de carteles de cine, de Casablanca y La diligencia. Por el pasillo había más, y también fotografías. Laureano Malla llevaba una bata y unas pantuflas, todo viejo, todo anacrónico, como el papel de la pared. Intenté ver aquellas imágenes.
– Perdone, no me encuentro… demasiado bien -dijo con una voz rota.
– Siento molestarle, de verdad, y más a esta hora, pero Laura era muy amiga de su hija, la quería mucho.
– Me temo que… ¿Cómo ha dicho que se llama?
– Daniel Ros.
Le enseñé mi carné de periodista y la credencial del periódico. Los estudió de cerca. Me di cuenta de que parecía más viejo de lo que era en realidad. No tendría muchos más de sesenta aunque aparentase ochenta.
– ¿Para qué quiere hablar conmigo? No entiendo.
– La muerte de Laura será un escándalo, y no quiero que se ensucie el nombre de su hija si puedo evitarlo. Estoy intentando averiguar la verdad, qué pasó.
– ¿Qué puedo saber yo?
– Quizá nada -recordé lo que me había dicho la enfermera jefe de la planta de urgencias del Clínico y también Julia-, pero, con la ayuda de Dios, todo esfuerzo valdrá la pena.
La palabra «Dios» le provocó una sacudida. Su rostro se dulcificó un poco y me miró con más atención.
– Él vigila -sentenció elevando un dedo hacia lo alto.
– Su hija se suicidó y Laura Torras ha sido asesinada. ¿Cree que pueda existir una relación entre ambos hechos?
La paz desapareció de su cara.
– Mi hija murió por accidente, señor Ros -manifestó en un tono que no admitía réplica.
– Pero se drogaba, lo mismo que Laura, y las dos habían salido con un hombre llamado Álex que ahora ha desaparecido.
Me estaba habituando a sus cambios de expresión constantes. El de ahora fue casi una conmoción.
– ¿Un hombre? ¿Qué hombre?
– Usted le vio ayer en el entierro, uno alto, cabello largo, piel bronceada y atractivo, ¿lo recuerda? Iba con Laura.
– ¿Cómo sabe que ha desaparecido?
– No aparece por ningún lado, y es la pieza clave de todo este embrollo.
Se llevó una mano a los ojos y se los apretó bajo el síndrome de una gran tensión. Se los hundió aún más. Desaparecieron tras el peso de su agotamiento y las sombras proyectadas por la escasa luz. Aproveché el momento para ver mejor las fotografías. Vi a actores y actrices en sus primeros años, como Carmen Maura, Penélope Cruz o Antonio Banderas, y a otros ya en su etapa más madura, como Alfredo Landa, José Luis López Vázquez o Fernando Fernán Gómez. En todas estaba un Laureano Malla sonriente, al principio treintañero, después cuarentón. Por el pasillo seguían las fotos y los pósters de películas clásicas: El apartamento, La semilla del diablo, West Side Story… Yo pensaba en películas desde el momento en que me sentí como Dana Andrews en Laura, pero aquel hombre vivía rodeado de ellas.
– Mi hija era todo lo que tenía. Todo -suspiró de pronto-. Dios nos lo da. Dios nos lo quita.