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– ¿Por qué se enfadó tanto con Laura Torras? Ella sólo quería ayudar.

– Pagó el entierro. Debí hacerlo yo.

Me pregunté si podía. No parecía vivir holgadamente. De pronto le vi oscilar de derecha a izquierda, como si estuviese a punto de caer, y lo sujeté sólo lo preciso para que él se apoyase en la pared, con una mano.

– ¿Cuánto hace que no come o no descansa, señor Malla?

– Por favor, váyase -me pidió.

– Debería ver a un médico -le aconsejé-. Y no estar solo.

– Dios está conmigo -me sentenció revistiéndose de un aura mesiánica-. Váyase. Yo no puedo decirle nada.

Mi hija…, mi hija ya no vivía aquí, tenía su propia casa, su vida, su mundo infernal. Ella quería ser libre, ¿sabe? Siempre decía lo mismo. Ahora ya lo es. Espero que Dios la haya perdonado y acogido en su seno.

– ¿Y Laura Torras? ¿Acaso no merece ella también un poco de compasión?

No esperaba mucho más, y no lo hubo. Laureano Malla movió la cabeza en horizontal y recuperó su estabilidad. Se llenaba de grandeza cada vez que hablaba de Dios, pero ahora sus palabras fluyeron preñadas de odio y amargura y estuvieron sazonadas de asco.

– Los lobos se comen entre sí, señor Ros. A mí ya no me importa nada, ¿entiende? Nada. El mundo entero puede irse al diablo, y que Dios me perdone por decir esto.

Me abrió la puerta. Fue de lo más explícito.

– También los lobos son criaturas de Dios -le dije, puesto en situación.

– Sea según Su Voluntad -me despidió pontifical.

Creo que me sentí estúpido. Soy agnóstico. Nunca he soportado a los iluminados, ni siquiera a los que, como Malla, se escudan detrás del dolor, su pureza y la santidad, para arrojarles a los demás el hecho de que sean presuntamente débiles. Ellos se sienten fuertes porque poseen La Verdad. Los demás somos idiotas porque estamos lejos de ella. No creemos. Pero Dios nos perdonará a todos, oh, sí. Maravilloso.

Ésos eran los que mataban en nombre de todos los dioses habidos y por haber.

Laureano Malla no era más que un pobre diablo atenazado por la pérdida de su hija, y no sólo ahora, con su muerte, sino antes, viéndola apartarse de El Camino, cuando ella se marchó del Templo de La Verdad para caer en el pozo del vicio y la degradación.

Me sentí irritado.

Tanto como para no esperar al ascensor y bajar a la calle a pie, renegando de mi suerte.

Laureano Malla era un muerto en vida, una reliquia. Había otros que estaban mucho más vivos. Algunos hasta iban en sillas de ruedas.

XXI

Estaba tan metido en mis pensamientos que por poco me llevo por delante a una madre con un niño en un paso cebra. Claro que la mujer cargó a las bravas, con la criatura en brazos, como quien toma parte en una cerrada ofensiva sobre posiciones enemigas al grito de «ya pararán». Y paré. Pero mi frenazo hizo que el taxi que iba detrás de mí estuviese a punto de empotrarse contra mi Mini. Le hice un gesto conciliador al taxista y éste, un tipo joven con un mostacho espeso, me correspondió con otro de comprensión. Paz y gloria.

Intenté olvidarme de Laureano Malla. Me pregunté si aún ejercería de crítico de cine en algún medio que yo no tenía controlado. No recordaba ni su nombre.

Andrés Valcárcel era otra cosa.

Me había engañado por la mañana. Ahora iba sobre aviso.

Aparqué el coche decentemente, en la calle, en un hueco que había dejado un viejo Panda que tenía todo el aspecto de haber sufrido colisiones múltiples a lo largo de su historia sin que nadie se ocupara de arreglarlo. Caminé hasta el edificio y agradecí el que en una casa como aquélla hubiese conserjes las veinticuatro horas. Le dije que iba a ver al señor Valcárcel y me franqueó el paso. Cuando llamé a la puerta me pregunté si su perro de presa, la enfermera Gómez, seguiría allí.

Tuve suerte.

– ¿Quién es? -me preguntó la voz del empresario sin abrirme la puerta.

– Daniel Ros, el detective. He estado aquí esta mañana.

La pausa fue breve. Pero fue una pausa, al fin y al cabo.

– ¿Qué desea?

– Hablar con usted un par de minutos, por favor.

Ya no hubo pausa.

– Aguarde un momento -me dijo.

El momento tardó un minuto. Con el oído pegado a la puerta, logré identificar primero sus pasos alejándose y después el apenas perceptible maullido de la silla de ruedas acercándose de nuevo a mí. Valcárcel debía de haber hecho muchas cosas durante ese minuto, porque me pareció jadeante y algo mal peinado, como si se hubiese cambiado de ropa o puesto la liviana bata de seda que llevaba. Me lanzó una pétrea mirada de abajo arriba antes de apartar su silla para que yo pudiera entrar.

– No le esperaba -reconoció.

– ¿Está solo?

– Sí.

No me dio más explicaciones. Me precedió él mismo hasta la habitación en la que habíamos hablado, su estudio. No cerró las dos puertas. Ya no había nadie. Noté su preocupación en los gestos, el rostro y la voz. Se movía más despacio, quizá tratando de pensar por qué estaba yo allí a la hora de la cena. Por eso hizo la primera pregunta:

– ¿Se olvidó de algo esta mañana?

– No, yo no -le dije-. Usted sí.

– No le entiendo.

Estaba harto de dar vueltas en círculos. No conseguiría que el asesino se me echase a los brazos confesando, sólo con hacer preguntas más o menos intencionadas y tratándoles con guante blanco. Así que ataqué. Saqué de mi bolsillo la nota que él mismo había dejado bajo la puerta del piso de Laura y se la enseñé.

En su rostro sólo apareció una leve crispación. No era ni miedo ni desasosiego, sólo esa crispación.

Tenía temple. Y dignidad.

– Sí, ¿y qué?

– No parece necesitar esa silla de ruedas las veinticuatro horas del día. ¿Mató a su enfermera o le dio el resto del día libre?

Sonrió. Debí de hacerle gracia.

– Me habría gustado hacer lo primero -reconoció-. Pero fue lo segundo.

Me senté delante de él y guardé la nota. Mi gesto le hizo entristecer la mirada. Juntó sus dos manos y esperó.

– ¿Por qué no me dice la verdad? -pregunté.

– ¿Qué verdad?

– Que aún veía a Laura.

– No la veo. Usted me alarmó con su visita y pensé que tal vez tendría problemas. Eso es todo. Por eso fui a verla. Sea como fuere, no me dé lecciones de ética, señor Ros.

– No le entiendo.

Andrés Valcárcel señaló un montón de periódicos y revistas depositados encima de una mesita.

– Un hombre activo, que se ve obligado por las circunstancias a pasar un tiempo de su vida fuera de la circulación, lee mucho, señor Daniel Ros Martí, periodista. Me había pillado.

– ¿Por qué no me lo dijo?

– ¿Por qué tendría que haberlo hecho? Preferí seguir sus reglas y su juego. Se aprende mucho más escuchando lo preciso y hablando cuando es necesario. Mandamiento de oro número uno para el buen empresario. También imaginé lo que buscaba.

– ¿Qué cree que es?

– Antes, un reportaje. Ahora, después de ver esa nota en su poder, algo más.

– ¿Como qué?

– Usted tiene algo que ver con Laura, y quiere saber si yo aún estoy en la partida. Debe de estar enamorado de ella, ser celoso… Debió de creer que, si se hubiese presentado aquí como periodista esta mañana, yo no le diría ni una palabra. Y se equivocó. Soy viudo, ya no tengo nada que ocultarle a nadie. Y a un detective de verdad le hubiese dicho todavía más, sin problemas, siempre partiendo de la base de que Laura haya desaparecido, cosa que ahora no me creo.

– No busco un reportaje, ni tengo nada que ver con Laura.

– ¿Me toma por imbécil? -se rió-. Yo introduje esa nota por debajo de su puerta. Si usted la tiene, es porque tiene las llaves del piso de Laura. Ella no le daría las llaves a nadie con quien no se acostara.

Había ido a preguntarle, a practicarle un tercer grado, y me daba la impresión de que quien estaba cuestionado y debía responder era yo. Intenté darle la vuelta a eso.