– Soy su vecino -dije.
– ¿Qué?
– No le mentí del todo. Estoy investigando.
Ahora fue él quien se sorprendió.
– ¿Así que… es cierto que ha desaparecido?
– Sí.
Me sostuvo la mirada, incrédulo, y de pronto se puso de pie. Casi me asustó. Caminó sin problemas en dirección a un mueble, que una vez abierto resultó ser un bar, y desde allí me preguntó:
– ¿Quiere beber algo?
– No, gracias.
– Yo lo necesito -confesó.
Se sirvió algo fuerte y miró la botella. La gravedad de un segundo infarto le colocaba a las puertas de la muerte, pero él mismo se encogió de hombros y apuró el vaso de un trago. Regresó adonde yo estaba, pero ocupó otra butaca, no su silla de enfermo.
– ¿Va a contármelo todo? -insistí-. Es tarde.
– ¿Debo contarle algo?
– Me ayudaría.
– La palabra «todo» es muy ambigua en este caso. No sé nada. Hace mucho que no la veo. ¿Qué quiere? A cambio, ¿por qué no me explica qué interés tiene en esto?
– No tengo que ver con ella, apenas la conocía. Pero soy periodista, y curioso. Alguien como Laura no puede desaparecer así como así.
Me lo estaba ganando. Valcárcel debía de ser poderoso. Mucho. Cuando se supiese lo del crimen…
– ¿Quiere que me trague eso?
– ¿Por qué no?
– Oiga, Ros. -Su tono fue condescendiente en exceso-. Laura es una mujer de bandera. Nada de lo que le pase o le afecte es casual, y no conozco a nadie que lleve pantalones y se quede igual después de conocerla. Si es su vecino, y no lo dudo, está haciendo méritos como un caballero andante para ir tras ella.
– ¿Se drogaba ya cuando estaba con usted?
– ¿Cómo dice?
– Entré en su casa con las llaves del conserje, y lo que encontré no me gustó nada. Había heroína como para tumbar a un ejército. ¿Comprende ahora el motivo de que quiera localizarla sin armar ruido? Es guapa, de acuerdo, y me gusta, ¿a quién no? Pero anda en la cuerda floja. Quiero ayudarla, como usted si lo que dice en esa nota es cierto. -Toqué su mensaje en mi bolsillo.
Su cara no cambió, pero la palabra «droga» le estaba haciendo pensar.
– ¿Me dice la verdad? -insistió.
– ¿Cuánto hace que no la veía?
– No sé, unos meses.
– ¿Llevaba manga larga o manga corta?
– No recuerdo. O sí…, espere… El conjunto se lo había comprado yo. Era invierno. Llevaba manga larga.
– Como en verano. Tiene los brazos acribillados. -Estaba en terreno resbaladizo y le aclaré-: Un día la encontré desmayada en el rellano, la entré en su piso, le quité la blusa y lo vi. Por eso lo supe.
Se dejó caer hacia atrás, estupefacto. Su sorpresa parecía real. Si continuaba amándola, como era lógico, aquello le hacía daño. Y tenía demasiados años como para sentirse avergonzado por nada. Ya no le rendía cuentas a nadie, ni a sus hijos. Sólo a sí mismo. Con un corazón en quiebra, las cosas deben verse de forma distinta. Creo que hubiera dado cuanto tenía por Laura, y hasta habría preferido vivir con ella un poco y morir feliz que hacerlo más tiempo y solo.
– ¿Por qué fue al piso de Laura?
– Ya se lo he dicho. Me alarmé con lo de la desaparición. Fui a verla para recordarle lo que ya sabe de sobra, que puede contar conmigo siempre, como la última vez. De paso…
– Así que me creyó.
– Por lo menos me dio la excusa para volver a verla.
– Francisco, el conserje, que dijo que había entrado con sus llaves en el portal, pero en cambio no hizo lo mismo con el piso. ¿Por qué?
– Sí, conservaba un juego de llaves. Me pidió las mías cuando terminamos, pero me hice un duplicado no sé por qué, tal vez como si fuera una forma de creer que todo podía volver a ser diferente. Lo que no me esperaba es que Laura hubiese cambiado la cerradura de la puerta. Claro que intenté entrar, pero no pude. De ahí que le dejara esa nota.
– ¿Tiene las llaves aquí?
– Sí.
– ¿Me deja verlas?
Se levantó, abrió un cajoncito y me entregó las llaves. La del cuartito secreto, el zulo de las cámaras, no estaba allí. Lo imaginaba, pero quise comprobarlo. Se las devolví aunque ya fuesen inútiles.
– ¿Acaba de decir que la última vez que la vio fue porque ella necesitaba ayuda?
– Dinero.
– Y acudió a usted.
– Quedamos como amigos, se lo repito. Eso era mejor que perderla, montarle el número, gritarle… Confié en que tarde o temprano volvería a mí. Cuando me dijo que estaba enamorada de otro… lo pasé muy mal. A cierta edad esas cosas duelen más, aunque se vean desde otra perspectiva, más serena y fría. No dudé de que se hubiera colgado por un hombre, pero conocía a Laura y pensé que cuando se desengañase… Ella no es de las que se atan, se casan o tienen hijos… Ella no. -Hablaba un poco a trompicones, mirando más para sí mismo que para mí-. ¿Sabe algo? Yo habría preferido verla muerta antes que con otro, y aun así me resigné y me dije que una mujer como Laura no vive sólo de amor. Soy realista. Así que cuando vino a pedirme ayuda, actué como un caballero, generoso, sin hacer preguntas, sin recriminaciones, sin un «te lo dije» ni un «lo tendrás todo si vuelves»… Nada.
– ¿Le dijo ella para qué quería el dinero?
– No. Me habló de un apuro y eso fue todo. Estaba muy nerviosa. Y desesperada. De otro modo no habría dado ese paso, porque también es muy orgullosa.
– ¿Llegó usted a conocer a ese otro hombre? Se llama Álex.
Andrés Valcárcel bajó la cabeza.
– Sí.
– ¿Por casualidad o de manera premeditada?
– Tampoco es que me rindiera sin más, sin luchar. -Me desafió con la mirada-. Quise ver cómo era mi rival.
– Contrató a un detective. -No era una pregunta.
– Lo hice yo mismo. La seguí un par de veces.
– Y comprendió de qué calaña era el tal Álex.
– Sí. -El dolor sembró de cenizas su rostro-. No pude entenderlo. Es… -Apretó los puños con rabia-. Habría entendido que Laura me dejase por alguien más joven, incluso por verdadero amor, por alguien con calidad, personalidad. Sin embargo, ese tipo… La gente que carece de clase y lo asume tiene cierta dignidad, está en su sitio. Pero ese mal bicho era todo lo que yo más odio, un perfecto vividor. No sé ni cómo explicarlo.
– ¿No trató de prevenirla?
– No me habría hecho caso. Mi única arma era dejar que reaccionara por sí misma. Cuando vino a mí en busca de ayuda vi el cielo abierto. Pero han pasado los meses…
– Fue comprendiendo que ella no iba a volver.
– Sí.
– ¿Se resignó?
– No.
– ¿La llamó, hizo algo?
– Fui a verle.
Eso me hizo abrir bien los ojos.
– ¿En serio?
– Averigüé donde vivía mientras la seguía, y perdí un poco la dignidad, porque realmente fue así. Jamás me he sentido tan humillado.
– Le ofreció dinero.
– Exactamente -asintió con la cabeza-. Y ese hijo de puta se rió de mí. Se sintió muy seguro de sí mismo, me dijo que yo no tenía bastante dinero como para comprarle a Laura. No me habló de amor. Sólo dijo eso, «comprarle a Laura», como si le perteneciera. Entonces perdí la cabeza. Dios… Nunca he sido una persona violenta. Jamás. Pero ese día me cegué. Olvidé mis años y quise pegarle, aplastarle su bonita cara de chulo. Por desgracia se deshizo de mí con facilidad y me dio dos bofetadas, más tristes que otra cosa, más ofensivas que dolorosas. Después me echó de su casa.
Se llevó una mano al pecho. Respiraba con fatiga. Temí que fuera a darle el tan temido tercer infarto. Abrió el mismo cajón de las llaves y sacó de él un tubo del cual extrajo una pastillita. Se la puso debajo de la lengua. Su expresión no cambió, pero sí serenó su ánimo.
Si no había sido el asesino, cosa que todavía dudaba, porque me estaba contando lo que con toda seguridad jamás había contado a nadie, cuando supiese que Laura estaba muerta tal vez su corazón no lo resistiese.