– ¿Cómo te has dado cuenta de que te seguía?
– El taxista. -Miré hacia él-. Otra vez escógelo menos guapo y sin signos distintivos.
– Voy a pagarle.
– Ya lo hago yo -me ofrecí-. Ponte cómoda.
La dejé entrar en mi coche y caminé hasta el taxi. A veces soy imprudentemente generoso. Cuando el taxista me vio aparecer, se quedó blanco y ambos lados del bigote cayeron hacia abajo. Salió de su coche como si creyera que yo iba a emprenderla a golpes.
– Oiga, que yo no… -Se puso nervioso.
Le hice un gesto conciliador.
– Descuide, no pasa nada. ¿Qué le debe?
Se calmó, aunque no bajó la guardia. Me miró de reojo, metió la cabeza dentro del taxi, paró el contador y me lo soltó.
– Veintinueve euros con quince.
– ¿Cuánto?
– Es lo que marca el contador, véalo.
– ¡Joder! -exclamé.
Mucha persecución era aquélla. Saqué mi dinero y le pagué. Tres de diez. Imprudentemente generoso, sí.
– ¿Qué le ha dicho? -quise saber.
– ¿Quién?
– Ella.
– Que se la estaba pegando.
– ¿Yo?
– Sí, ¿no es su marido?
– ¿Cree que si fuese mi mujer tendría ganas de pegársela?
Pensó seriamente en la alternativa y llegó a una conclusión obvia.
– No, desde luego -reconoció.
Di media vuelta y regresé al Mini. Me deseó buenas noches y sin volverme levanté una mano en justa correspondencia. Antes de que yo llegase a medio camino ya se había marchado. Al entrar en mi pequeño automóvil la observé. Era lo más bonito que había estado allí dentro, aunque ahora pareciese una estatua de sal, muy seria.
– Desde luego has estado siguiéndome desde tu casa.
– ¿Te lo ha dicho él?
Puse el coche en marcha.
– No, no hace falta -suspiré-. Soy muy intuitivo, yo.
XXIII
Rodamos un par de minutos antes de que ella rompiera el silencio.
– ¿Adónde vamos?
– A cenar, cariño -dije sin pasión-. He comido un bocadillo a mediodía, tengo apetito y nada que hacer hasta medianoche. ¿Estás de acuerdo?
– ¿Qué tienes que hacer a medianoche?
– Luego te lo cuento. Ahora estoy desmayado.
Se encogió de hombros.
– No tengo hambre, pero tampoco ningún plan.
Eso era asombroso. Que alguien como ella no tuviese ningún plan.
Era tarde, no daba para una cena larga, pero no quería otro bocadillo. Necesitaba a alguien de confianza, que me conociera, para cenar rápidos y de forma decente. Y además que no estuviese lejos del lugar de mi cita, la plaza de John F. Kennedy, muy cerca de donde nos encontrábamos. Me acordé de un pequeño restaurante llamado El Arca, arriba de todo de la calle Verdi y a cinco minutos del lugar de mi cita a ciegas. Lo malo era que me conocían bastante y si me presentaba con Julia sería un motivo de sorpresa. Lo bueno era que se comía bien, a buen precio y sin problemas horarios.
Miré a mi compañera. No creo que diferenciase un McDonald's del Via Veneto. Estaba seria, con los ojos tristes, mirando al otro lado de la ventanilla un mundo en paz sin noticias de cadáveres destripados. Todavía se veía agitación por la calle. En un semáforo un tipo que conducía un BMW se la quedó mirando sin manías. Luego me miró. Debió de preguntarse qué hacía una mujer como ella con un tipo como yo en una mierda de coche pequeñito.
Julia lo tenía todo, enfado, preocupación, recelo, abatimiento.
– Desde que te fuiste de mi casa… ¿ha pasado algo nuevo?
– No.
– ¿Adonde has ido?
– ¿No lo sabes? Me has estado siguiendo.
– ¿Y qué? No tengo ni idea de a quién has visto.
– A Andrés Valcárcel, al padre de Elena Malla…
– ¿Algo importante?
– No.
– ¿Por qué has ido a ver al padre de esa chica?
– Forma parte de la trama. Todos los que han tenido que ver con Laura en las últimas horas la tienen. Sigo pensando que su muerte está relacionada con la de Elena.
– ¿Te ha dicho algo el loco ese?
– No.
– Ya lo imaginaba. Pobre desgraciado.
– En tu casa te he preguntado si sabías que Laura era una puta de lujo, te has puesto hecha una furia y no me has contestado. ¿Vas a decírmelo ahora?
– ¿Qué quieres que te diga?
– ¿Lo sabías o no?
Me fijé de nuevo en su perfil. Volvía a tener los ojos encendidos, a punto de llorar. Vi que apretaba las mandíbulas. Eso podía significar muchas cosas: que lo supiera y le doliera, o que no lo supiera y le doliera todavía más. Seguía siendo un misterio para mí. Un misterio que me podía.
– No -respondió tras una larga pausa-. Ya te dije que conocía a Laura desde hace poco y nos caímos bien y todo eso. Me contó cosas, como lo de sus padres, pero nada más, sin entrar en detalles. Para según qué, era bastante reservada. Creo que se veía a sí misma cuando tenía mi edad, y por eso dejó que me acercase a ella y viceversa.
– Tampoco hay tanta diferencia de años.
– En este mundillo, sí. Ella era una veterana, y yo una recién llegada.
– Elena Malla había sido novia de Álex y seguía colada por él.
– Supongo que sí.
– Álex es el nexo en todo este lío. Eso ya lo sabes, o no habrías ido a verle.
– No digas chorradas. -Chasqueó la lengua.
– Elena y Laura eran drogadictas. Elena fue la primera y Laura la segunda, siempre con Álex de por medio. Apuesto a que él las introdujo en el vicio.
– ¿Por qué iba a hacerlo?
– Para utilizarlas.
– ¿Quién te crees que es Álex?
– Un chulo de mierda. Con mucho morro, o mucha labia, o mucho de lo que sea, capaz de enamorar a chicas de bandera y hacerles hacer lo que quiera.
– Joder! -Escupió el aire con toda vehemencia.
– Todo encaja. Laura era la nueva reina y Elena la vieja.
– O sea que, según tú, Laura le pagó el entierro a Elena porque se sentía culpable.
– Sí, es lo que creo. Y aún cabría otra alternativa.
– ¿Cuál?
– Que lo hiciera porque Álex las chuleara a las dos al mismo tiempo.
– ¡Que hijo de puta eres! -El universo se le llenó de rabia y desesperación. Me miró con asco-. Vete a la mierda, ¿quieres?
Me pregunté si sabría lo de los chantajes, lo de la cámara oculta en el piso de mi vecina. Pero no quise hablar de eso en el coche. Mejor más tranquilos, y con el estómago lleno. Volvía a mostrarse furiosa, inquieta.
Dejé que se calmase mientras buscaba aparcamiento. Tuve que dar un par de vueltas pero acabé haciéndolo cerca. Bajamos del coche. Llevaba un poco de tacones, así que me sacaba un buen tramo por arriba. Cargó con su bolsa, que debía de pesar lo suyo, y me siguió con los brazos cruzados sobre el pecho.
– La apreciabas, ¿no es cierto? -intenté ser cariñoso.
Se puso a llorar, no tanto como para hundirse pero no tan poco como para que fuese únicamente una explosión de dolor que la cogía a contrapié. No supe qué hacer. Ya la había abrazado por la mañana.
– Vamos, suéltalo ya -la animé-. ¿Tan difícil es?
– Sí, la apreciaba -se rindió.
– ¿Y sabías la verdad, lo de la Agencia Universal?
– ¡Sí, claro que sí!
– ¿Por qué te enfadas?
– ¡No me enfado! Es… es… -Buscó las palabras para expresarlo-. ¿Nunca has admirado a una persona y, de pronto, un día, has descubierto que no era como la imaginabas, a pesar de lo cual has seguido queriéndola?
– Sí. -Pensé en mi ex.
– ¿Y no te has sentido…?
– ¿Traicionada? ¿Defraudada?
– No es sólo eso. Es más bien… la sorpresa. -Se detuvo al ver el rótulo del restaurante al que íbamos, a unos metros. Dedujo que era ése porque yo no le había dicho el nombre-. Cuando conocí a Laura me pareció ver en ella todo lo que yo anhelaba. Era fuerte, tenía clase y dinero, y se sentía segura de sí misma. Pensé: «Sabe lo que quiere y lo que se hace. No tienes más que seguirla, y aprender». Entonces…