– Sigue.
– Ella me dijo que… Me propuso…
– ¿Entrar en la Agencia?
No hizo falta que respondiera.
– ¿Qué le dijiste?
– Nada.
– ¿Nada?
– No, nada, ¿qué querías que le dijese? No era lo mío, y ya está. Se echó a reír, me habló de mucho dinero, me aseguró que todo dependía de lo que quisiera extraerle a la vida y a la velocidad que lo deseara y eso fue todo. No volvió a hablarme del tema en estas últimas semanas.
– ¿Seguisteis siendo amigas?
– Claro. No me gusta juzgar a nadie. Allá cada cual con lo suyo. Comprendí que ella se había quedado sin sueños, pero yo aún los tengo. -Se llevó una mano a los ojos para quitarse los restos de las lágrimas. Iba sin maquillar, así que no se le corrió nada-. ¿Tienes un pañuelo?
– No. -Recordé que el mío estaba en la guantera del coche, húmedo después de servirme de filtro en casa de Laura.
– No importa, ya estoy bien. ¿Vamos?
Fuimos. Entramos en El Arca.
XXIV
Por allí todo seguía iguaclass="underline" la misma decoración, el mismo ambiente, y las mismas mesas con los mismos tapetes a cuadros rojos y blancos que hacían pensar en alguna escena de El padrino. Conocía a los dueños desde hacía años, por mediación de otros amigos. Tere fue la primera que nos vio entrar. Salió a abrazarme y luego, al estar segura de que Julia iba conmigo, me dirigió una sonrisa de lo más cómplice. Intenté ser evasivo, pero entonces apareció Ángel. En el restaurante todos los que apuraban sus cenas estaban fijándose ya en Julia más o menos veladamente. Era imposible no llamar la atención. Ella, por costumbre o indiferencia, pasaba de todo el mundo, ajena a las miradas. No les hacía ni caso, era impermeable. Yo empecé a darme cuenta de que ir con una mujer de bandera no es sencillo, salvo que te guste la ostentación y que se fijen en ti. Algunas de las miradas masculinas eran del tipo: «¿Qué tendrá este imbécil para ir con una tía así?». Ni de lejos doy aspecto de rico.
Los prolegómenos fueron rápidos, por lo menos. Ángel se retiró a la cocina y Tere nos acompañó a una mesa del patio. No había mucha gente, media entrada, así que estuvimos lo suficientemente apartados como para gozar de intimidad. Nos sentamos y no necesitamos carta, porque Tere nos aconsejó lo más selecto de su menú. Esperé a que Julia pidiera. Para no tener hambre se despachó a gusto. Hice lo propio y nos quedamos solos.
– Son buena gente -le dije a mi compañera-. Y aquí se come muy bien, ya lo verás.
– ¿Cómo era tu mujer? -me preguntó de pronto.
No esperaba algo así.
– Pues… normal -manifesté inseguro-. Guapa, inteligente, vital…
– ¿Quién dejó a quién?
– Ella me dejó a mí, y no por otro -aclaré-. No le gustaba que prefiriera mi trabajo ni que me metiera en problemas sin venir a cuento.
– Como estás haciendo ahora.
– Como estoy haciendo ahora.
Tere regresaba con un aperitivo y unas tapas, para que fuéramos picando. Llegó por la espalda de Julia y me guiñó un ojo de forma descarada. Se marchó lo más rápido que pudo.
– ¿Se me nota que he llorado?
– No.
– ¿En serio?
– De verdad.
– Voy al servicio.
Se levantó y desapareció. Lo primero que hice fue mirar su bolsa y preguntarme qué habría dentro. El mismo morbo que en el caso de Laura. Estuve tentado de curiosear, pero no me atreví. Acerté porque Julia regresó casi de inmediato. Cuando volvió a sentarse ya no quedaban rastros de sus lágrimas. Ni siquiera tenía los ojos rojos.
– ¿Estás bien?
– Sí.
– ¿Preocupada?
– Un poco. Me vuelve loca pensar en Laura, allí, sola. -Se estremeció-. Si no me hubiera dado por seguirte, por hacer algo, no sé qué habría pasado.
– Hay muchos cabos sueltos todavía, y no sé qué pensar.
– ¿De qué? ¿De mí?
– Por ejemplo.
– Yo tampoco acabo de confiar en ti, qué quieres que te diga.
– ¿Por qué?
– Me desconciertas, eso es todo. -Lo dijo con absoluta sinceridad-. Creo que buscas algo.
– ¿Algo?
– Sí, algo, no sé. ¿Es que no te das cuenta? ¡Nadie hace nada por nada! ¡Todo el mundo va a sacar tajada de lo que sea!
– Te equivocas.
– ¡Y una mierda!
– Eres tozuda ¿eh?
– Realista, nada más.
– Entonces es que yo soy el último de los románticos o el primero de los idiotas. Y puedes tomarlo o dejarlo, porque no tengo argumentos a mi favor.
Me miró con aquellos enormes ojos, y llegué a sentirlos muy dentro de mí.
– ¿De verdad no tuviste nada que ver con Laura?
– Me has preguntado lo mismo cada vez que nos hemos visto, y la respuesta es la misma: no.
– En serio, ¿no lo intentaste?
– No.
– ¿Por qué?
– Tengo mi orgullo y no me gusta perder el tiempo.
– ¡Vamos, hombre! Eres de lo más normal, tienes una cara agradable.
– No me digas eso de que soy «un hombre interesante» porque me largo y te dejo plantada.
– Jesús! -suspiró-. Encima picajoso. No me pareces un tipo tímido ni reprimido.
– Gracias.
– ¡Dios, qué tontos sois a veces los tíos!
Me pregunté cómo habíamos llegado a ese diálogo, de qué forma lo personal se había colado en la conversación y había detenido la lista de preguntas que volvían a amontonarse en mi cabeza. Y no me gustó descubrir que, en cierto modo, ella aún me podía. Una cría de poco más de veinte años, aunque aparentara más por su aspecto y por su forma de hablar, conseguía dominarme por el simple hecho de que estaba buenísima.
En el fondo, yo seguía nervioso.
Además, ella no era estúpida.
Se dio cuenta de cómo la miraba y recuperó su tensión.
– ¿Vamos a cenar como una pareja encantadora o también me vas a dar el coñazo?
– Creo que te voy a dar el coñazo. -No me rendí.
– No fastidies. -Puso cara de agotamiento.
– Todavía hay muchas preguntas que me dan vueltas aquí. -Me toqué la cabeza-. Y es necesario hacerlas.
– ¿Ahora?
– ¿Qué más da ahora que después? Luego no va a haber tiempo.
– Eres tenaz, ¿eh? No sueltas la presa si le has hincado el diente.
– Yo seré tenaz, pero tú eres muy difícil.
– Yo no soy difícil. ¿Has visto la escena de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? en que la vampiresa dice: «Yo no soy mala, es que me han dibujado así»? Pues lo mismo. Cada cual es como es.
– Vas con pies de plomo, cubriéndote siempre.
– He aprendido.
– Es lo que creo.
– ¿Ah, sí? ¿Qué opinas de mí? Veamos.
– No soy un experto. Me cuesta encajarte.
– Pues mira que es fácil -manifestó con aplomo-. Nací aquí mismo, en Barcelona, en el barrio de Horta. Tenía una madre con delirios de grandeza, un padre infeliz y poca cosa, dos hermanos mayores que se largaron en cuanto pudieron hacerlo, y la hija desde pequeña ya oyó decir lo guapa que era, lo lejos que podía llegar, lo fantástico que sería el mundo cuando lo tuviese en sus manos. Según mi madre, iba a ser una reina.
– ¿Ya no crees que vayas a serlo?
– Trabajo en lo que me gusta, y tengo un futuro, pero sigo siendo realista. Ya no tengo diecisiete años, sino veintidós. Ya no seré una top, ni siquiera una reina de la pasarela, aunque tenga un buen campo en la publicidad. Soy escéptica y trato de no soñar. Cuando eres la reina de tu barrio, te crees que no hay nadie mejor. Luego vas a un casting y resulta que las doscientas tías que se presentan están como tú o mejor. Eso te hace tocar de pies en el suelo. Encima, este mundillo es duro, muy duro, diferente a lo que te imaginas cuando eres adolescente y te venden un cliché maravilloso en el que te comes el mundo porque eres guapa. Conoces gente, mucha gente, pero no se intima de verdad con nadie. Hay demasiado dinero, poder, sexo, sofisticación, drogas, y más oferta que demanda, así que es una selva. Los hombres sólo quieren llevarte a la cama. Si sales con el novio de siempre dicen que eres idiota, si sales con un modelo sabes que no hay futuro salvo pasarlo bien unas cuantas noches, si sales con un hombre mayor te conviertes en su fulana, si sales con un rockero acabas de adorno de lujo… Y mientras, debes mantener el equilibrio, ser tú, estar guapa, no engordar, trabajar el máximo…