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– No sea estúpido, le digo que…

No se puede contemporizar con una persona que va a dar tanto dinero por algo que se le esfuma. Tendría que haberlo comprendido.

– ¡No me llame estúpido, cabrón de mierda!

– Verá, he venido porque…

No pude terminar. Estaba en tensión, creyendo que sería él quien se me echase al cuello, y ni de lejos imaginé que el ataque llegase por detrás.

Primero fue la voz del hombre que decía:

– ¡Plácido!

Luego el golpe en los mismísimos riñones.

Le vi una fracción de segundo antes de que me lo diera, de reojo, y ya fue tarde. El tal Plácido no tenía nada de plácido. Era alto, como una torre. Salió de alguna parte próxima a nosotros.

El segundo golpe me puso casi a las puertas de la inconsciencia.

– ¡Mételo en el maletero, vamos! -ordenó el dueño del Audi.

Una zarpa de acero me aplastó el hombro, y me trituró los huesos. Yo estaba caído de lado, así que me movió sin esfuerzo. Abrí los ojos y su cara de gorila amaestrado me asustó de veras. La mía debió de gustarle aún menos a él, aunque el tercer puñetazo fuese en el estómago, allá donde la cena decidía si revolverse del todo o no.

No fue la mejor forma de tratar a una cena.

– ¡Ya -insistió su amo-, antes de que pasen coches!

El golpe definitivo iba a darme en la cara. Adiós a mi nariz. Intenté hacer algo, lo que fuera, pero ninguno de mis músculos me respondía. Cuando iba a cerrar los ojos, sin embargo, vi una forma fugaz que llegaba por detrás de ellos dos.

Una forma que reconocí al instante, por entre mis brumas.

Julia.

No era un sueño. Estaba allí.

– ¡Cuidado!

El grito del dueño de Audi llegó tarde. El puño de Plácido se detuvo. Volvió la cabeza y, por lo menos, lo último que vio fue hermoso. Se escuchó un siseo extraño, abstracto. Alguien había abierto una puerta por la que silbaba el viento.

El spray antivioladores de Julia roció a placer la cara del gorila.

Me sentí libre. Plácido dejó de sujetarme y empezó a gritar, con el rostro hundido entre las manos. Cayó de rodillas. La reacción del chantajeado no fue precisamente la de ayudarle. Tenía la intención de meterse en el coche y salir disparado. Julia lo evitó.

La segunda rociada también lo cegó a él.

Yo estaba hecho polvo. Me resultaba imposible echar a correr y llegar hasta el Mini, porque las piernas apenas si me sostenían. Julia también lo entendió. Empujó con todas sus fuerzas al hombre y lo derribó sobre Plácido.

– ¡Métete dentro! -me ordenó.

La obedecí. Cerré el maletero por pura inercia, ya que estaba apoyado en él, y resbalé hasta la portezuela contigua a la del conductor, sujetándome para no caer. Julia, más ágil y llevando la iniciativa, ya estaba dentro, arrojó su bolso detrás y atrapó el volante. El que el Audi estuviese en marcha fue una bendición. No tuvo más que poner la primera y pisarle al pedal del gas.

Balmes abajo.

Lo último que recuerdo de toda esa parte fue su voz exclamando:

– ¡Joder, qué movida!

XXVI

Si no recuerdo mal, comencé a vomitar más o menos cuando giró por Mitre, calle Balmes abajo. Seguí prácticamente por toda la avenida hasta el túnel, después por debajo de la Diagonal, y terminé en la curva de salida hacia la travesera de Les Corts, cuando ya no me quedó nada. Julia no paró ni un momento, pescó todos los semáforos en verde. Creo que se vengó de mí. No nos perseguía nadie, pero le dio caña. Para cuando terminé, me sentía más aliviado, aunque me dolían las zonas que me había machacado el puño de hierro de Plácido. Qué nombre tan extraordinario para un energúmeno. Lo de la vomitada fue como cuando hice el amor en un tren. Se empieza en Tarragona y se alcanza el orgasmo en Zaragoza.

– ¿Te encuentras bien? -me preguntó ella al ver que recuperaba mi posición en el asiento contiguo.

– Psé -logré gemir.

– Toma, límpiate.

Abrí los ojos. Me tendía un paquetito de pañuelos de celulosa que había cogido del mismo coche. Me limpié la boca, la barbilla y las manos. Me despreocupé del coche y me limité a cerrar la ventanilla. Ya no conducía rápido.

Me fijé que nos dirigíamos a su casa.

– Voy a mear sangre el resto de mis días -dije para despistar antes de preguntarle-: ¿Adónde vamos?

– A mi casa -¿Por qué?

– Primero, porque conduzco yo. Segundo, porque no pienso acercarme a tu calle en muchos años, pero menos esta noche, con Laura allí. Tercero, porque tú no estás en condiciones de quedarte solo. Y cuarto, porque no te voy a dejar. ¿Algo más?

– Estoy bien -traté de disuadirla sin mucho entusiasmo.

A mí tampoco me apetecía pasar la noche en mi piso, en una casa silenciosa, con Laura al lado, ni llamar a la policía y estar despierto hasta el amanecer respondiendo preguntas. La idea de quedarme con ella era poderosa.

– Mira, querido. -Me gustó eso-. No quiero discutir, ¿vale?

– ¿Eso es todo?

– Hay más, pero no sé si te importa.

– ¿Qué es?

No me respondió de momento. Estábamos ya en su zona, los jardines Bacardí, frente al Nou Camp. No se molestó en buscar un aparcamiento decente. El coche no era nuestro. Lo metió sobre la acera y se quedó tan tranquila. Sólo entonces noté la presión que llevaba encima, la forma de atenazar el volante. Tenía mérito: se había enfrentado a dos hombres ella sola, armada con su spray antivioladores. Chica precavida.

Y me había salvado de una buena.

– Daniel -suspiró agotada-, trato de ser fuerte, o al menos parecerlo, pero me cuesta. Me cuesta horrores. -Su sinceridad se hizo mayor-. No sé si me crees o no, pero tengo miedo. Estoy rota, asustada por todo lo que ha pasado hoy, desconcertada… Por un día ya está. Me voy a mi casa y tú te vienes conmigo, por ti y por mí. Por los dos, ¿vale?

– Vale, no te enfades.

– Y no vayas a preguntarme por qué no me he quedado en tu coche esperándote.

– Es obvio que querías ver al tipo, por si le conocías.

– Daniel…

– Me callo, me callo.

– Lo que sí quiero saber es por qué te estaban dando.

– El del Audi no conocía a Álex, así que me ha tomado por él. Cuando le he dicho que no traía nada se ha puesto nervioso. Supongo que ha creído que pensaba llevarme su dinero.

– ¿Dinero? ¿Qué dinero?

No estaba muy seguro de que siguiera ahí. Salí del coche y fui a la parte de atrás. Abrí el maletero. El maletín estaba en su sitio. Mi «cita a ciegas», sin Kim Basinger, había sido provechosa. Regresé con él al asiento delantero y lo abrí sobre mis rodillas.

– Este dinero -le dije a Julia.

Pude verle la cara, su cambio de expresión, la apertura de los ojos hasta lo imposible, la forma en que quedó paralizada. Había muchos tacos de billetes. Muchos. Yo no miré para nada aquella pequeña fortuna. Seguí mirándola a ella. Parecía más hermosa a cada momento, como si la acción acabase de realzarla todavía más. Acababa de pensar en la Basinger y ahora me vino a la mente la imagen de Farrah Fawcett en sus mejores días, aquel cabello…

– ¿Cuánto hay? -logró hablar.

– Sesenta mil.

– Dios…

– Julia.

No me hizo caso. Alargó la mano derecha y acarició uno de los fajos. Acabó cogiéndolo para sentirlo un poco más. Pasó los billetes a toda velocidad y los dejó resbalar por el dedo pulgar.

– Julia -repetí a modo de advertencia.

– ¿Qué?

Se dirigía a mí, pero en este momento no estaba conmigo. Vivía un intenso romance con el dinero.

– Vamos en un coche robado, con sesenta mil euros que no nos pertenecen, y para terminar de aderezarlo todo, tenemos un cadáver escondido. Si un coche de la policía nos parase ahora, aunque fuera para preguntar la hora, se nos caería el pelo. Lo más seguro es que ni siquiera tuviéramos el consuelo de que nos encerrasen juntos. Nadie va a creernos.