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– Sí -suspiró.

– Pues andando.

Salimos del coche y yo me llevé el maletín. Me costó mover el cuerpo, aunque estaba mejor de lo que creía. Ella tomó su bolsa. Cerró con llave y las echó dentro con gesto maquinal. Caminamos hacia su edificio, pero ahora ya no éramos dos, sino tres.

– ¿Para qué se supone que iba a servir esa pasta?

– Para comprar unas fotografías, probablemente los negativos.

– Entonces ese hombre…

– Un cliente de Laura.

Se mordió el labio inferior, con fuerza, y tragó saliva. No sé si todavía creía en la inocencia de su amiga o no, pero aquello era el golpe final. Si por el contrario conocía toda la verdad, aquélla era la prueba de que alguien se había negado a pagar.

– Mierda -gimió.

Recordé algo de pronto.

– Espera, dame las llaves del Audi.

– ¿Qué pasa?

– Hemos olvidado algo.

Retrocedimos, los dos. Antes de llegar al coche buscó las llaves en su bolsa. Las encontró a la primera. Debían estar encima de todo lo que hubiera allá dentro. Me las pasó y abrí la portezuela del conductor. Miré en la guantera y lo primero que encontré fue una pistola.

Julia también la vio.

– ¿Es de verdad?

– Te apuesto lo que quieras a que sí.

No la agarré con la mano. Utilicé uno de los pañuelos de celulosa. Me llevé el orificio del cañón a la nariz y la olí. No parecía haber sido disparada recientemente, aunque a Laura la habían cortado con un cuchillo. La dejé otra vez en su lugar y ahora me dediqué a los papeles. El vehículo estaba a nombre de…

– Constantino Poncela Diumaret.

– ¿El marido de Ágata Garrigós? -se asombró Julia.

– Todo un círculo cerrado, ¿no te parece?

– No puedo creerlo.

– Pues aquí hay sesenta mil razones para creerlo.

– No entiendo nada.

– Pues está muy claro, encanto. -Salí del coche y volví a cerrarlo. Las llaves fueron a parar de nuevo al bolso de Julia porque me las quitó de la mano-. Tu historia del amor de Poncela y Laura ya no se sostiene. Álex los fotografió haciéndolo y querían venderle los negativos. Lo que no sé es cómo se enteró Ágata Garrigós, ni para qué quería comprarlos también ella. O puede que se lo dijeran. Jugaban a dos bandas.

– No puede ser. Laura me contó lo de la visita de esa mujer. Dijo que quería a su marido, y me pidió que fuese a verla para tranquilizarla con respecto a la relación que tenía con él. No tiene sentido.

Más mentiras, y ahora el que estaba cansado era yo.

No quería discutir.

Julia tenía que saber más, mucho más, y muerta Laura había intentado aprovecharlo. Era tan sencillo como eso.

Pero yo buscaba a un asesino, no a una chantajista. Al diablo con aquello.

– ¿Vamos a tu casa? Estoy cansado.

Ella también se alegró de no seguir hablando del tema.

Reiniciamos el camino, en silencio. Hubo un momento en el que sentí una punzada en la espalda y me doblé. Julia me pasó un brazo por detrás, como si quisiera sostenerme. Me gustó.

Mi mentirosa patológica tenía corazón.

– Ve a darte un buen baño -sugirió.

– Me hará falta algo más que un baño -rezongué.

– Entonces te daré un masaje -dijo con toda naturalidad-. Te voy a dejar como nuevo.

XXVII

Hay frases cinematográficas que siempre me han hecho sonreír. Una es la habitual «¿Estás bien?», que se repite en todas las películas, y en ocasiones una docena de veces por hora. Pase lo que pase, alguien pregunta: «¿Estás bien?». La otra es todavía más sintomática: «Ponte cómodo». Tiene sus variantes, tales como «Me voy a poner cómoda» o, en plan interrogante, «¿No quieres ponerte cómodo?». Sea como fuere, la resultante es una dosis de sexo y pasión, porque ponerse cómodo es aligerarse de ropa, ofrecerse, forzar el primer nexo.

Me sonó a bendición cuando la empleó Julia.

– Voy a ponerme cómoda.

Me dejé caer en una silla, ni siquiera fue una de las butacas o sofás que llenaban el espacio. Si me desparramaba en algo demasiado confortable tal vez no pudiera volver a levantarme. De todas formas no estaba tan mal como creía. Dolorido, y vacío después de devolver, pero no comatoso. Estar con Julia me animaba. Pasar la noche allí, todavía más. De una manera infantil, cierto, pero me animaba. Seguía sin saber a qué carta quedarme con mi mentirosa compañera. Una mentirosa compulsiva que tal vez lo fuera para protegerse, como simple acto de defensa, o quizá por algo más. Pero no tenía ganas de averiguarlo esta noche. Fin de la investigación.

Oí ruidos, un grifo que se abría, una bañera que se cerraba. Cuando reapareció se había puesto cómoda sin tener en cuenta que su comodidad podía ser mi incomodidad. Lo único que llevaba encima era una larga camisa, holgada, abrochada apenas y que le llegaba hasta la mitad de los muslos. Lo tapaba todo pero no ocultaba nada. Puse cara de enfermo, pero ella lo interpretó de otro modo.

– Ven, te ayudaré.

Tiró de mí y me sostuvo en pie. Me ayudó a quitarme la camisa. Casi nunca sudo, pero después de un día de ir para arriba y para abajo, creo que olía a tigre de Bengala. Ella no. La dejó junto a mi chaqueta, tan arrugada que ya no quedaba un hueco liso. Yo la dejé hacer. Se puso a mi espalda y me examinó el cuerpo. Sus dedos rozaron mi piel, presionaron la carne. Fueron una caricia.

– No tiene tan mal aspecto -dijo.

– ¿Se nota mucho?

– Está un poco comatoso, nada más. ¿Te duele?

– Estoy algo agarrotado.

– En unos minutos te sentirás mejor, ya verás.

Me dejó solo, salió de la sala. La bañera seguía llenándose a lo lejos. Cuando reapareció me anunció:

– Tienes el baño a punto, ven.

La bañera estaba medio llena y ya tenía burbujitas. Era grande, cabían dos personas.

– No sé si te gusta el agua muy caliente o más bien fría con este tiempo, así que tú mismo te gradúas el resto -me indicó-. De todas formas no te iría mal que tomaras el baño un poco caliente, para que se te abrieran los vasos y los poros. Si necesitas algo, me llamas.

La habría llamado ya. Me estaba sucediendo lo que a todos los tíos que están solos con una mujer en una casa. Te entran sudores. Julia me dejó y salió del cuarto de baño, así que me enfrenté a la realidad. Me quité los zapatos, los calcetines, los pantalones y los calzoncillos. El agua quemaba. De haber estado en mi casa hubiera aullado. Tarde dos o tres minutos de intenso sacrificio, mientras el agua fría que caía del grifo nivelaba tanto ardor, en meterme dentro. Luego le di la razón a ella. Me sentí mucho mejor. A pesar de la paz y el silencio, no estuve más de diez minutos en la bañera. Prefería estar con ella. Me sequé con cuidado y me puse el albornoz que ella había dejado colgando de la puerta. Dado que Julia era más alta que yo, no supe si era el suyo, pero me dejé abrazar por él. Cuando salí, Julia tenía el maletín negro sobre las piernas, abierto, y miraba su contenido con ojos indefinibles.

– Es demasiado -me dijo al verme.

Lo comprendí. Algunas personas ganan sesenta mil euros en un día, otras en un mes, algunas en un año, y la mayoría cuando pueden después de mucho trabajo. Cerró el maletín y lo dejó a un lado. Luego se levantó.

– ¿Mejor?

– Sí -reconocí.

– Ven.

La obedecí. Me tomó de la mano y me condujo al sofá más cercano. Las luces indirectas de la sala conferían al lugar un aspecto casi irreal, agradable e íntimo. Uno podía abandonarse allí. Yo estaba a punto. No supe lo que quería hacer hasta que vi el botiquín y las cremas.

– ¿Y esto? -pregunté.

– Los fines de semana colaboro con la Cruz Roja.

– Ya.

– ¿Quieres callarte y colaborar? -se enfadó.

Me callé y colaboré. Hizo que me sentara y me quitó el albornoz hasta la cintura. Me sentí desnudado por una mujer hermosa pero igual que si fuese manco. No pude moverme. Con aquellas luces, su rostro y su cuerpo lo formaban un sinfín de claroscuros luminosos. Temí hacer algo y que me rechazara. Temí no hacerlo y parecer idiota. En algún lugar de sí misma, sus verdades y sus mentiras me confundían. En silencio, pero creo que sabiendo lo que yo pensaba de la situación, me ayudó a tenderme boca abajo.

– Ahora relájate.

Lo intenté.

Comenzó a ponerme crema, a masajearme la espalda, sobre todo la parte afectada por el golpe. Me dolía, pero ahora me pudo más la sensación de placer. Lo hacía bien, casi como una profesional. Deseé que dijera algo, para desconcentrarme, pero no habló. Se empleó con eficiencia. Tanta que no pude evitar la excitación. Para cuando terminó yo no podía ponerme en pie.

– Esto ya está -suspiró-. ¿Mejor?

– Sí.

– Bien.

– ¿Te importa que siga tumbado un par de minutos?

No me gustó su sonrisa de superioridad. Lo sabía. Lo sabía y me jodía. Guardó las cosas y ahorró cualquier comentario. Imaginé que se sentía superior a mí porque me tenía donde quería, boca abajo, inútil y excitado. Quizá para ella fuese un juego, una forma de olvidar el mal día que habíamos pasado. Pero nunca es un juego. Demasiada carne a la vista. Demasiadas cosas juntas.

Julia apoyó el codo derecho en el respaldo del sofá y la cabeza en su mano.

– ¿Te quedas, no?

– Sí.

– ¿Y mañana?

– Llamaremos a la policía.

– ¿Lo contarás todo?

– Espero poder dejarte al margen, si es eso lo que te preocupa -mentí deliberadamente.

Me creyó, o quiso creerme. Su mano libre volvió a mi cuerpo. Me acarició la espalda hasta llegar a una de las mías. La presionó con algo más que ternura.

– Gracias -susurró.

– Todavía no me las des.

El maletín negro atrajo su atención una vez más.

– ¿Y el dinero? -quiso saber.

– ¿Qué pasa con él?

– ¿También vas a devolverlo?

– Por supuesto.

– ¿A quién se lo vas a devolver?

Era una buena pregunta. ¿Al cabrón de Constantino Poncela, que me había hecho machacar y que ni siquiera podía denunciarlo sin haber recuperado sus negativos o confesar que era víctima de un chantaje por tener una amante espectacular? ¿A la policía? ¿Cómo justificaba entonces mi presencia en el montaje de ese mucho chantaje?

De cualquier forma, no me gustó la intención del tono de Julia, ni la forma en que me presionaba la mano en ese momento.

Me incorporé.

– ¿No pretenderás…?

– Por supuesto -me confirmó ella.

– Pero eso sería un robo.

Pronunció sus dos siguientes palabras con una entrañable ternura, como si hiciera el amor, tiernamente.

– Eres idiota.

– Supongo que sí -reconocí.

– Idiota o rico.

– Sólo idiota.

– Escucha -se acercó a mí, inclinándose hacia adelante. Me estaba seduciendo y lo sabía, pero no hice nada. La camisa se abrió y de soslayo vi parte de lo que contenía, aunque no pude dejar de mirarla a los ojos-. Tal y como lo veo yo, ese dinero está perdido, y no creo que el tal Poncela lo necesite. Es tuyo, te pertenece. Te lo has ganado.

Era generosa. El dinero era mío.

– No lo es -certifiqué.

– Constantino Poncela no te conoce. No tiene ni repajolera idea de quién eres.

– Mi fotografía sale casi todos los días en el periódico.

– ¿Y qué? No puede hacerte nada.

– Eso lo dirás tú.

– ¡Vamos, Daniel! ¡Piensa!

– ¿Como tú?

– Sí, como yo. Yo aprendí a pensar. -Se puso más tensa y vehemente-. Y sé agradecer un regalo cuando me lo dan. Esto es un regalo. -Señaló el maletín-. Un regalo caído del cielo.

– Julia, cuando haya la investigación, que la habrá, todo acabará saliendo a la luz, los chantajeados por Álex y Laura no van a quedar en el anonimato. La policía irá a verlos, aunque es posible que no se den nombres. Nunca te juegues tanto por tan poco.

– ¿Llamas poco a sesenta mil euros?

– Olvídate de los euros -recapitulé-. Piensa en Álex.

– ¿Qué pasa ahora con Álex? -Puso cara de fastidio y arrastró cada palabra.

– Se supone que he hecho su trabajo. Querrá saber qué ha pasado y el resultado será el mismo. Sesenta mil euros son sesenta mil razones para que se interese mucho por el tema.

– ¡Álex, Álex, Álex! -gritó en un arranque de ira-. ¡Estoy harta de oír ese nombre!

Yo lo estaba aún más, pero no se lo dije.

– Pensaba que aún lo defendías.

– ¿Yo? ¿Y si es verdad que él mató a Laura?

La miré aturdido.

– Dios -exclamé-, hay que ver lo rápido que actúa un buen fajo de billetes sobre el ánimo de la gente.

Se puso en pie de un salto y se quedó así, frente a mí, temblando de ira, con los puños apretados y una de sus expresiones de gata salvaje en el rostro. No supe si iba a marcharse o a echarse sobre mí para atizarme.

– Cariño, supongo que no has tenido que sudar por cada puñetero euro que hayas podido ganar -me dijo.

– Cariño -le respondí en el mismo tono-, no me han llovido del cielo.

– Eres un mierda.

– Ya.

– ¡Di lo que piensas, vamos!

– No pienso nada, ¿qué te pasa?

– ¡Sí lo piensas! -Temblaba casi a punto de descontrolarse-. ¡Estás pensando: «Joder, esta tía buena me va a contar una de indios, y yo aquí, en bata, empalmado, y ella medio desnuda! ¿Qué hago? ¿La creo o no?». -Volvió a gritar-: ¿Es eso o no? ¡Coño, Daniel, dilo! ¡A fin de cuentas eres como todos! ¡Lo eres!

– ¿Por qué estás siempre a la defensiva? -Traté de calmarla sin levantar la voz, aunque casi me había 'puesto rojo-. ¡No pensaba en nada de lo que estás diciendo!

Fue extraño.

Se produjo una transformación radical, casi el final de una combustión espontánea. La ira la llenó tanto de tensión que acabó abrazándose a sí misma y luego se puso a llorar. Me levanté al instante, sin darme tiempo a ponerme el albornoz por arriba, que no se me cayó gracias a que el cinturón aún colgaba de la cintura, aunque sin mucha presión. Cuando la rodeé con mis brazos el contacto la hizo reaccionar.

Dio un paso atrás, me apartó y, mientras sus ojos me taladraban como cristales de roca, me soltó una tremenda bofetada que me dejó descompuesto y aturdido.

Me dolió.

No esperaba esa reacción, así que me dolió, y no en lo físico.

Luego ya no sé quién dio el primer paso, aunque creo que fuimos los dos. En menos de tres segundos estábamos besándonos como locos, como si el mundo fuese a terminarse ya mismo. Mis manos encontraron todo un espacio abierto bajo su camisa y las de ella fueron rápidas para quitarme el albornoz del todo.

Teníamos el sofá allí mismo.

Pero por alguna extraña razón, minutos después, o más o menos, no lo sé, porque no me di exacta cuenta de que nos estuviéramos moviendo, me vi en su habitación, en su cama con el colchón de agua, meciéndonos por aquel suave oleaje.

– ¿Iba incluida en el alquiler del piso? -le susurré.

– No. -Me pasó la lengua por los ojos, para que los cerrara, y después lo hizo por la boca-. Ya pago bastante al mes por todo lo demás. La cama es mía.

Volví a abrir los ojos. Quería verla.

– Entonces eres una caprichosa.

– Sí.

– Me gusta.

– Cállate, ¿quieres?

Todo en su cuerpo era increíble.

Y la escena.

Así que no recuerdo que dijéramos nada más.